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Arte nuevo de escribir novelas

Antonio Muñoz Molina

Sorprende la facilidad con que arraiga la mala hierba de los lugares comunes en el medio ambiente literario, tan habitualmente estéril a toda novedad que no le venga exagerada por los calificativos de la moda. Se diría, leyendo las páginas culturales de los periódicos y las revistas literarias, que existe una docta cofradía de aduaneros del lugar común, especializados en no admitir sino lo que se ajuste a lo ya dicho y a lo ya sabido, ejercicio de pereza muy legítimo en quienes viven como sombras del resplandor ajeno, pero no, supongo, en los portadores únicos de ese don para las palabras y las fábulas que son o debieran ser los escritores. Sin ellos no es posible la fiesta, sin su trabajo no existiría el de los críticos ni el de los editores, sin su arisca soledad -pues hace falta mucha y muy disciplinada para escribir un libro- carecería de coartada la muchedumbre de coloquios que justifican las nóminas de esos intermediarios finos que pululan por las oficinas culturales de las autonomías, de los municipios, de los ministerios.Parece, sin embargo, que ha sucedido una extraña mutación en las jerarquías de la literatura, y que los escritores mansamente la acatan. Cada vez con mayor frecuencia, los intermediarios, cuya tarea fue en otro tiempo atender y juzgar, optan por constituirse en legisladores de lo que debe ser escrito y del modo en que ha de hacerse, con tan notoria fortuna que los libros de los escritores y sus opiniones públicas sobre la literatura guardan un persistente parecido con los dictámenes previos de la crítica, con los lugares comunes que se han ido extendiendo sin que nadie sepa su origen ni se atreva a disentir de su legitimidad. En lugar de guiarse por la doble incitación oscura de un impulso en gran medida inconsciente y de un lector tan imperioso como desconocido, parece que el escritor que aspire a algo en nuestros días ha de ilustrar con su trabajo las conjeturas del crítico: eso sin duda será un beneficio para la claridad de los manuales literarios del porvenir, pero por lo pronto ya es un obstáculo para que se cumpla la única justificación de la literatura: el placer de escribir y de leer libros.

En los manuales, las verdades literarias se suceden con una majestuosa lentitud que facilita mucho las clasificaciones, pero en la realidad esas mismas verdades ocurren con la velocidad de los antojos de la moda. Se recordará que en los setenta era grandísimo pecado escribir novelas con argumento, y que bruscamente lo fue más grave aún no escribir novelas policiacas o fulminantes relatos de aventuras. Al cabo de 20 años de prescribir el tedio y las extravagancias en la puntuación como señales únicas de la maestría, se descubrió la transparencia y el placer del texto, y no hubo novelista experimental ni superviviente del socialrealismo o del casticismo que no urdiera tramas policiales con la misma torpeza que empleó en el pasado para copiar aplicadamente el monólogo de Molly Bloom. En tan apasionantes peripecias, los únicos que no parecieron interesarse mucho fueron los lectores, que huían de las novelas españolas como del cine español, otro producto cuya existencia no acaba de explicarse uno, a menos que: sospeche una secreta complicidad entre los subvencionadores y los críticos, forjada para siempre en los duros tiempos de los cineclubes eclesiásticos.

La moda de la novela policiaca española, como la de los trajes con arrugas, ha remitido un poco: apresuradamente se nos viene tras ella la de la nueva narrativa, que obedece al hecho verdadero, pero del todo casual, de que en los últimos cuatro o cinco años se han publicado algunas novelas aceptables firmadas por escritores a quienes nadie conocía antes y que suelen ostentar una discreta juventud. Nada de eso es nuevo: Thomas Mann tenía 24 años cundo publicó Los Buddenbrook, y a Scott Fitzgerald le sorprendió a los 23 el éxito de This side of Paradise, por no citar otros ejemplos de semejante precocidad en la más próxima literatura española. Se diría más bien, y alguien lo ha señalado ya, que: los jóvenes novelistas españoles son algo tardíos... Nada de esto impide que los perpetradores de manuales avant la lettre vaticinen ya la existencia de una generación y se apresuren a definirla con la alegría del entomólogo miope que cree haber descubierto una nueva variedad de mariposas exóticas. Hasta aquí no hay nada de sorprendente. Sí lo es que los propios escritores empiecen a examinarse con cuidado las manchas de las alas, temiendo acaso que su dibujo no coincida con el que viene en las estampas.

La nueva generación, dicen, es cosmopolita, tal vez convirtiendo en ley la causalidad de que una excelente novela de los últimos tiempos tiene lugar en la China que nos han dado a conocer las películas de Fu Manchú y ciertos relatos de Borges. En consecuencia, se reprueba, o parece algo sospechoso, que un escritor escriba sobre la ciudad donde vive, a menos que ésta sea tan demoledoramente urbana como el Bronx. La nueva generación es o ha de ser también un catálogo de huérfanos literarios: criados en el desierto del realismo, los escritores jóvenes han reconocido a sus verdaderos padres en maestros de otros idiomas, a ser posible alemanes, y desde luego traducidos, siguiendo así la tradición de esos estilistas que hace algunos años afirmaban, con un leve gesto de asco, que ellos sólo leían en inglés. La nueva generación, por último -ya se sabe que en los buenos manuales las características vienen de tres en tres-, ha de ignorar la historia de España con la misma elegancia con que ignora su literatura, y no escribir nunca sobre la guerra civil. ¿Será preciso que añada que sólo deben escribirse novelas urbanas?

A inadie importaría esta sarta de lugares comunes si no fuera porque quienes los manejan llevan camino de convertirlos en decálogo. Y todos los decálogos, en la literatura o en el arte, coinciden en la rara superstición de la supremacía de lo que antiguamente se llamaba el fondo, como si no supiéramos desde hace más de un siglo que lo que importa no es lo que se dice, sino el modo en que uno sabe o puede decirlo, como si no hubiéramos aprendido lo que significa aquella metáfora de Proust: en la literatura lo que cuenta no son las cosas que refleja un espejo, sino la intensidad con que su reflejo se produce. Por supuesto que toda gran literatura es cosmopolita, pero no porque su autor haya viajado en el Orient Express y escrito únicamente sobre Madrid o sobre Nueva York, sino porque sus palabras tienen el fulgor de las cosas universales y el privilegio de aludir a cualquier hombre en cualquier parte. Se puede ser provinciano contando un viaje alrededor del mundo -Blasco Ibáñez- y cosmopolita contando el minucioso aislamiento del condado de Yocknapatawpha o de la aldea de Macondo. Se puede ser universal a la manera de Hemingway o a la manera de Kafka o de Lezaina Lima, y eso sólo dependede la intensidad y de la verdad de la escritura.

Y ésa es una lección que puede aprenderse incluso en los escritores españoles, si la petulancia no nos eximiera a veces de su lectura, con visible quebranto de la calidad de nuestra literatura reciente, en la que a veces se nota esa falta de olor y sabor que denuncia en seguida los alimentos congelados y los modelos traducidos. Hace varios siglos que el provincianismo es una desgracia española, agravada en los últimos años por el prestigio de las esencias regionales, pero no es menos cierto que desde el Arcipreste de Hita hasta Rafael Sánchez Ferlosio, por poner dos ejemplos, hay una tradición sostenida y rebelde de escritores españoles que han apurado hasta el límite la plasticidad de nuestro idioma y a quienes no estamos en condicione! de desdeñar. No se trata de hacer ahora una vana vindicación del casticismo, pero sí de saber que lo que hemos aprendido en Borges, en Poe, en Proust, en Joyce, en cualquier escritor no español verdaderamente grande, no es nada si no aprendemos al mismo tiempo la infinita lección que nos aguarda en Cervantes- en Pérez Galdós, en Álvaro Cunqueiro, en Valle-Inclán...

No es casual que se repruebe tan severamente la literatura española. Leerla es un ejercicio de memoria que cuadra mal con esa especie de anmesia posmoderna que nos vienen prescribiendo los poderes políticos y culturales desde que se dio por terminado eso que llaman ahora el régimen anterior. Igual que los insistentes propósitos de modernización de quienes nos gobiernan parecen resumirse en ciertas extravagancias de peinado y en un tenaz cerco de silencio sobre el oprobio de la tiranía y el coraje de quienes la combatieron, así la nueva literatura española debe prescindir de toda referencia al pasado, a menos que prefiera incurrir en delito de lesa posmodernidad. Se olvida así, aunque no parece que importe, una doble evidencia que ya estaba en el Quijote y no ha faltado en ninguna gran novela escrita desde entonces: que toda novela perdurable es una cristalización de la memoria y de la conciencia colectiva; que todo escritor, incluso Flaubert en Salambó y H. G. Wells en La máquina del tiempo, manifiesta en su escritura la más exacta realidad y el presente más puro de un modo más certero, porque durará más, que las páginas de un diario.

Un siglo antes de que se extendiera en España la moda de la nueva narrativa, Arthur Rimbaud había escrito que es preciso ser absolutamente modernos. En torno a 1600, en una sórdida prisión española, Miguel de Cervantes probablemente intuyó que comenzaba a escribir una novela tan cosmopolita que hoy no hay un solo idioma que la ignore. Pero el cosmopolitismo y la modernidad no son propósitos, sino resultados, y no dependen de la aplicación de un recetario ni del beneplácito de un crítico, y ni siquiera de la voluntad. Están o no están en la escritura igual que la crueldad, según Borges, está en las espadas. Y todo lo demás no es literatura, aunque se ajuste tan dócilmente a las prescripciones de ese manual que tal vez alguien ya está escribiendo.

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