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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El paroxismo de la gran ciudad

EL RUIDO, el caos circulatorio, las aglomeraciones, la comunicación imposible se hacen todavía más agobiantes para el ciudadano en el período navideño. Las autoridades dan consejos y adoptan tímidas medidas, pero la exacerbación de la movilidad y de la comunicación humanas a que invitan estas fechas hacen poco menos que inútiles unos y otras.El consumo se dispara, y la dimensión familiar y comunicativa que caracteriza estas festividades empuja al encuentro y al contacto personales. Los trenes van hasta los topes; las carreteras, atestadas; el tráfico se hace desesperadamente lento; las líneas telefónicas están sobrecargadas. Como sucede con las grandes riadas o cuando brota la tragedia, estos períodos ponen al descubierto la endeblez de la infraestructura, sobre la que se asienta nuestra sociedad.

Las grandes ciudades, en las que el fenómeno de la. urbanización ha llegado al paroxismo, como en Madrid y, en menor medida, Barcelona, son los espacios más sensibles a tanta disfunción y donde se muestra con crudeza el desfase entre el nivel de necesidades de la vida moderna y el vetusto soporte sobre el que se asienta. Madrid o Barcelona son ejemplos de la agudización de las contradicciones que se derivan de la inadaptación de la vida ciudadana al entorno que le ofrece el hacinamiento urbano. Hasta ahora es el ciudadano el que intenta adaptarse al medio para sobrevivir: soporta el tráfico, aguanta los ruidos, convive con la aglomeración y, si puede, huye hacia un cierto remedo de naturaleza yéndose a vivir lejos de la ciudad. Pero no se trata de cambiar al hombre para que sobreviva en una urbe hosca y amenazante; es la ciudad la que debe ser a imagen de quienes la habitan y no obstáculo a su ocio y a su trabajo.

La proliferación del vehículo privado se señala como una de las principales causas que deterioran la calidad de vida. No sólo causa muertos y heridos; contamina y produce ruidos. Expulsar de la vida ciudadana el vehículo privado resulta utópico, pero habrá que adoptar las medidas necesarias para que convivan en la ciudad la velocidad del paseante y la del conductor de automóvil. Algo así como inventar una ciudad de dos velocidades. España cuenta con casi 11 millones de coches, la mayor parte apiñados en las calles de las grandes urbes; pero aún le falta mucho para alcanzar el parque automovilístico de los países de mayor nivel de vida de la Comunidad Europea. En éstos, sin embargo, la situación no es tan agobiante. Eso significa que la versión más material del progreso se ha producido, en gran parte de Europa occidental, en un frente integrado y no de la manera espasmódica que hemos vivido en España. Infraestructura y capacidad material para el disfrute de la misma han de crearse codo con codo, y no poner la carreta -en este caso el coche- delante de los bueyes.

Falta mucho por hacer en el campo de los transportes colectivos, de los accesos a las grandes urbes, de la red de carreteras y ferroviaria, de la competencia y eficacia del entramado telefónico, de la acomodación de las ciudades a la congestión creciente de unas

-posibilidades de goce material. Y en tanto que esa obra de largo alcance se pone en práctica es necesaria una regulación de lo posible, de forma que la libertad de cada uno no signifique la angustia de los demás. Una ciudad ha de crecer en sus servicios al mismo ritmo que su población, o de lo contrario sus habitantes se encontrarán con que crecimiento es asfixia. Todo ello es bien sabido, pero algo debe andar mal en nuestras prioridades cuando a veces cabe pensar que la batalla está perdida de antemano. La vivencia más aguda en estas fiestas de tantos problemas crónicos de la gran ciudad debería ser una invitación a no cejar en la necesidad de encontrar soluciones.

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