El siglo de Picasso
La polémica exposición de París se presenta en el Centro Reina Sofía
Le siècle de Picasso, una de las cuatro exposiciones que bajo el título común Cinq siècles d'art espagñol se han celebrado en París, ha suscitado abundante polémica, recuerdo en algunos momentos, de la no menor que produjo hace ya bastante años Spagna, avanguardia artistica e realtà sociale, 1936-1976 (Venecia, 1976). Este recuerdo no es ocioso; aparte de que uno de los comisarios de la exposición parisiense intervino también en la veneciana, en ambos casos se trata de exposiciones con argumento -y con argumento próximo-, no mera exhibición de cuadros. La presentación de El siglo de Picasso en el Centro de Arte Reina Sofía (el próximo día 29) permite reabrir el debate con mayor sosiego.La polérnica se desata sobre los siguientes puntos:
- La protesta de quienes no están presentes.
- La ausencia de quienes, en función del argumento expositivo, podían o debían haber estado y la adecuada o inadecuada representación de los que están.
- La idoneidad del argumento.
- La coherencia interna de la exposición en atención a su mismo argumento.
Dejo fuera un asunto previo, precisamente porque es previo a la muestra: lo acertado o desacertado de elegir para la ocasión una exposición no frontalmente histórica, de elegir, como dice Tomás Llorens en el catálogo, un discurso histórico intencional, oblicuo o argumental.
En primer lugar, la protesta de quienes no están. Hemos tenido ocasión de oír y leer esa protesta (más lo primero..., por el temor a moverse en la foto y quedar fuera... en próximas ocasiones). También es conocido el argumento de los organizadores: siempre protestan los que están ausentes, pero no todos pueden estar presentes, hay limitaciones de espacio y limitaciones en el argrumento; estar no es garantía de calidad o importancia en el arte español contemporáneo. Aparte de que el último tramo del argumento parece inverosímil a la vista del contenido y peso de la exposición, cabe decir que las ausencias -y no de los que protestan- pueden ser llamativas e inducir sospechas sobre la solidez del argumento. Hay algunas ausencias notables: en primer término, la de J. Sunyer, la de artistas relevantes en el período republicano, especialmente dos: Alberto Sánchez y Maruja Mallo. Sunyer es una figura fundamental en el seno del noucentisme catalán, que, a su vez, es uno de los componentes básicos del movimiento artístico peninsular y desborda los límites locales o nacionales (la relación con Picasso y Miró, primero, el desarrollo en Ráfols Casamada, después). Alberto Sánchez y Maruja Mallo constituyen dos de las opciones fundamentales del arte de los años treinta, y si bien hay dificultades notables para encontrar obras de época del escultor, no sucede lo mismo con la pintora.
Ausencias
Además de las ausencias en términos históricos generales, es preciso hablar también de las ausencias y de la representación singular en el seno mismo del argumento. La exposición se propone mostrar las afinidades constitutivas de la manera española de vivir la modernidad a partir del concepto de gusto y no del desarrollo estilístico o eventuales relaciones e influencias en ese dominio. Con esta perspectiva se hace aún más evidente la importancia de las tres ausencias mencionadas, pues Sunyer es una manera española, y catalana, de vivir la modernidad, al igual que Alberto y M. Mallo. No sé hasta qué punto no cabe mencionar aquí a otro ausente grande, Nonell, y creo que es preciso citar a Castelao, artista que plantea un problema más general no abordado por la exposición: las maneras regionales o nacionales de vivir la modernidad.Otro conjunto problemático de ausencias es el que puede concretarse en el arte español -dentro y fuera de la Península- de los años veinte. ¿Por qué Bores y Cossío y no Ángeles Ortiz o Peinado? ¿Por qué no Vázquez Díaz, a caballo entre tradición y modernidad? Por qué no Arteta, que articula, con dificultad, un horizonte de tradicion, modernidad y nacionalismo?
Es cierto que la selección de Picasso, Miró y González es magnífica, pero es escasa la de Juan Gris y excesivamente escueta, pobre, la de Luis Fernández, del que no se ofrece ninguna obra importante ni tampoco convincente para el argumento (Cráneo no está fechado; hay otros cuadros suyos del mismo tema que podían haberse expuesto, y otros de motivo diferente pero muy adecuados para la línea del discurso). En el mismo sentido, no me parece muy oportuno situar en el mismo capítulo las obras de Torres García y de Caneja de los años treinta; el primero ha cumplido ya los 56 y tiene una obra muy extensa detrás mientras que Caneja, con 25, está empezando a pintar.
Y si Caneja -que me parece un gran pintor-, Cossío y Bores, ¿por qué no B. Palencia, ausente, y alguna obra de este momento de Ferrant? La introducción de Palencia, el Ferrant de estos años y Caneja hubiera dado más solidez y complejidad al discurso de la posguerra.
A mayor gloria
En el cuarto capítulo, sendas perdidas, se echa de meros una forma española de vivir la modernidad que se ha postergado al últi mo, repères (marcas, señales, mojones ...): Antonio López García En este capítulo el discurso es lineal y no da cuenta del dramatismo con el que se intentó -que no se logró- vivir la modernidad durante los cincuenta y primeros sesenta.Mas donde la polémica puede alcanzar tonos más elevados es en el quinto apartado, el desprecio de la norma, que parece, al menos en el texto del catálogo, configurado a mayor gloria de Eduardo Arroyo. Hay una verdadera manipulación de la pintura de éste, manipulación de la que existen abundantes muestras en exposiciones individuales anteriores (y por tanto, cabe pensar, auspiciada por el propio artista). De Arroyo, "rebelde e iconoclasta", que 'encarna el espíritu de los sesenta" , no se ofrece ni una sola 9bra de esos años, por ejemplo algunas de sus primeras pinturas sobre toreros o el general, o de la serie sobre Miró, paralela hasta cierto punto -al menos ideológicamente- al asesinato de Duchamp, del que tanto se habla catálogo. Se presentan cuadros posteriores, mucho menos virulentos: uno en relación indirecta con ese asesinato; otro, magnífico, de 1978, y un tercero, fuera del discurso, de 1986.
Este capítulo carece de límites cronológicos precisos, lo que permite jugar con presencias, ausencias y representaciones. Así, se ofrece una limitada representación del Equipo Crónica, que no da cuenta de los cambios habidos a partir de 1977, cambios que sí pueden apreciarse en la pintura expuesta de Tàpies, Saura y Arroyo. En el mismo sentido, se muestra un solo cuadro de Manolo Valdés, incluyéndolo en el ámbito de Crónica, como si fuera su prolongación.
Babelia
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