Amigo y tocayo
Está el muchacho en la finca que su tío Pepe tiene en Fuentelahiguera, en la cuenca del Henares, una finca de caza donde hay mucha perdiz y algún jabalí que en las noches sin luna suelen hozar en el huerto y desbaratarlo. En la corraliza se encierra un pequeño hato de moruchos y, entre ellos, un becerrete que se llama Vinagre con el que hay que andar con cuidado. El muchacho se apellida Ortega, tiene 14 años y un gran entusiasmo por la fiesta de los toros. Una tarde se decide, salta la valla y se coloca delante del Vinagre, con la chaquetilla veraniega a modo de capote. El bicho se arranca y Ortega la da unos cuantos lances pero va perdiendo terreno y, al cuarto, el aflojo le: derriba y le pasa por encima. El vaquero acude presuroso y quita al chico de en medio. Nada grave ha pasado, sólo unas magulladuras. Aquel muchacho, tan ufano de su hazaña, iba a ser con el tiempo Ortega... el filósofo, que no adquiriría su fama ciertamente en los ruedos taurinos, sino en el gran ruedo ibérico -igualmente arriesgado- como una de sus figuras intelectuales más preclaras.El otro Ortega, el torero, el gran Domingo Ortega, que no ha podido hace unos días dar su último quiebro a. la muerte, consiguió, además de la fama, la gloria, esa gloria suprema que es, en una buena tarde, la gloria taurina. No le fue fácil porque, como observó Gregorio Corrochano, su cronista más madrugador y certero, "no viene a torear para el público, sino para el toro y para él. Tiene la autoridad y el valor de torear para él, le guste o no le guste a la gente", que al final se le entregaría entusiasmada.
Los dos Ortega fueron buenos amigos, los dos fueron maestros, cada uno en su terreno, y -es curioso- los dos alcanzaron su apogeo hacia los mismos años, en tomo a 1931. Símbolo de esa amistad puede servir la invitación que hizo mi padre al matrimonio Ortega para asistir al carnaval de Múnich en 1954. Mi padre acababa de realizar una tournée triunfal de conferencias por Alemania y quiso transmitir así su euforia a sus amigos. Parece que hizo sensación la entrada de la pareja -él, Domingo, vestido de corto; ella, Pikuki, con mantilla de blonda, ambos elegantes y magníficos- en el salón donde se celebraba el gran baile del fasching muniqués, a los acordes de su famoso pasodoble, cuya partitura me había ordenado mi padre enviársela para que se la aprendiera la orquesta del hotel. Poco después, Domingo le regalaría a mi padre un lujoso capote de paseo que vino a mis manos en el reparto de esos objetos que se quedan dormidos en las estancias silenciosas, cuando sus dueños se van riara siempre. He querido inútilmente darlo, en vida de su donante, al Museo Taurino de Madrid. No me han hecho caso y pienso que hubiera sido un acto brillante en el que Domingo se avenía a pronunciar unas palabras que han quedado inefables. Buscaré otro destino digno de prenda tan preciada.
No era mi padre propiamente un aficionado a los toros. Sólo de cuando en cuando asistía a una corrida para tomar el pulso de "cómo iban las cosas". Pero presumió siempre de ser uno de los espectadores más antiguos porque, muy de chico, acompañaba a menudo a la plaza a su padre, Ortega Munilla, periodista que empezó por ser cronista taurino. Así pudo alcanzar a Lagartijo, cuya larga famosa, mi padre, con esa prodigiosa memoria visual que tenía, se la explicó a Luis Miguel Dominguín en la época en que éste ascendía a las alturas taurinas. Pero si no fue un aficionado, en cambio hizo con los toros lo que no se había hecho: "Prestar atención al hecho sorprendente que son las corridas de toros, espectáculo que no tiene similitud con ningún otro, que ha resonado en todo el mundo y que, dentro de las dimensiones de la historia española de los últimos siglos, significa una realidad de primer orden". Y este saber que la historia de la fiesta es un hecho de primer orden en nuestra historia y, a la vez, un paradigma científico para la evolución de todas las artes, le llevó a arremeter contra algunas "sabandijas periodísticas" que en aquel año de 1949 creyeron desacreditar las lecciones que daba En torno a Toynbee y su interpretación de la historia universal notificando despectivamente que a ellas asistían toreros "porque Domingo Ortega, mi amigo y tocayo, me hace la mesura de asistir a este curso".
Un año después era Domingo Ortega el conferenciante y José Ortega y Gasset el oyente en la conferencia que dio el diestro toledano el 29 de marzo de 1950, en el Ateneo de Madrid, sobre El arte del toreo.
Oyéndole, uno se admiraba de cómo este hombre sabía estar en su sitio, hablando tranquilo de su sabia experiencia sin erudiciones ni pedanterías, lo mismo que supo estar siempre en su sitio frente a los toros. Al poco tiempo publiqué yo el texto de esa conferencia en las ediciones de la Revista de Occidente, con un epílogo de mi padre que se titulaba: 'Enviando a Domingo Ortega el retrato del primer toro'. Era un dibujo del urus o Bos primigenius que había mandado hacer el curioso Leibniz del macho de un último rebaño que tenía el rey de Prusia en sus cazaderos de la linde con los bosques de Varsovia.
Pero ni libros, ni crónicas, ni fotografías, ni siquiera el cine o la televisión, guardan fielmente el arte del toreo. Se ha dicho que es la lucha entre lá horizontal del toro y la vertical del torero, entre la línea y el punto. Pero ese dinamismo, ese movimiento, tan fugaz, requiere, como el teatro, la presencia del público y además la sensación de peligro de "esa trágica amistad, tres veces milenaria, entre el hombre español y el toro bravo". El arte del toreo pasa más súbitamente que ningún otro y nos aflige su "hermosura caduca y efímera". Esta frase es de Emilio García Gómez, gran amigo de Domingo Ortega desde sus correrías infantiles en Borox y a quien le reveló "cierta noche de verano en un aguaducho del Retiro su inesperada vocación" de ser matador de toros. Permíteme, querido Emilio, que cierre estas líneas mías con otras tuyas que dedicaste a Domingo Ortega con ocasión de su retirada de los ruedos, y que muy bien pueden renovarse ahora en que ha tomado su definitiva retirada: "El ruedo es inmenso. Está tendido de inmaculado albero... La luz es lívida, de tarde. En medio del redondel, ensimismado, vestido con traje de luces, está un torero, esbelto todavía de cuerpo y siempre con la cabeza clara, pero ya el pelo blanco. Está solo, sin toro. Está terriblemente solo con la fama (¡dejadlo solo!)".
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