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Nacionalismos

En el curso de una reciente entrevista periodística, y a partir del hecho, aducido por quien me interrogaba, de haber mantenido yo siempre unas claras reservas frente al nacionalismo, se me preguntó mi opinión acerca de los nacionalismos actuales dentro de España. Veo resumida mi contestación en las palabras siguientes: "Si el nacionalismo español me pareció siempre detestable, ¿por qué me habrían de parecer bien los nacionalismos de vía estrecha? Estuve contra la opresión que el nacionalismo español ejercía sobre formas culturales distintas de la castellana en esta Península. Pero eso no quiere decir que deba aprobar las políticas análogas practicadas en nombre de nacionalismos locales", etcétera. Esas fueron, más o menos, las palabras que dije; pero, como suele ocurrir en diálogos semejantes, lo dicho en forma sumaria y perentoria requiere algún desarrollo, mayor elaboración para su cabal entendimiento, y quizá no resulte ocioso intentarla aquí ahora, puesto que se trata de problema planteado y discutido públicamente en nuestro tiempo y en el día de hoy.Muy cierto es que con frecuencia me he pronunciado en actitud crítica frente al nacionalismo español; y lo he hecho así por considerarlo anacrónico, extemporáneo y, en definitiva, desajustado a la realidad histórica que llamamos España. Ha sido entre nosotros una ideología mal asumida y fuera de sazón, a causa del peculiar proceso histórico de la entidad que hubiera podido llegar a ser la nación española. Tempranamente, y por obra del rey Fernando de Aragón (el modelo que Maquiavelo tuvo a la vista para su príncipe, el dechado político que luego serviría de parangón a Gracián), se había constituido en esta Península, hace ya cinco siglos, uno de los moldes monárquico-absolutistas donde debían cuajar las modernas naciones europeas, ya maduras tras la Revolución Francesa. Pero la monarquía española siguió un curso anómalo respecto de la común pauta cultural europea. De una parte, creció con su extensión ultramarina hasta alcanzar dimensiones enormes; y de otra parte, el desarrollo interno, social e intelectual, que en otros países conduciría hacia el Estado liberal-burgués, fue entorpecido, frenado e impedido aquí por el proyecto contrarreformista -fracasado a la postre- que la dinastía de Habsburgo adoptara como política de Estado. Así, cuando la Revolución Francesa abre en Europa la fase plenaria del nacionalismo y el imperio español se desmembró, cada uno de sus territorios, que en este continente y en el americano pasan a ser cuerpos políticos independientes, adopta, de manera tardía y sin autenticidad, las instituciones del liberalismo, que tan mal correspondían a su realidad cultural y social básicas. Sólo ya a finales del siglo XIX y en el primer tercio del XX, es decir, muy a deshora, cuando el sistema europeo del equilibrio de naciones soberanas está haciendo quiebra por virtud de los desarrollos civilizatorios que trajeron las sucesivas revoluciones industriales, el mimético y verbal nacionalismo español adquiere cierta consistencia mediante fórmulas de curiosa y patética singularidad, como las de Ganivet, con su mito de una España virgen y madre, o las de Unamuno, con su consigna de adentramiento; y, en general, con la receta de "colonización interior".

Mimético y verbal como en efecto fue el nacionalismo español, viene a tomar así cierto cuerpo a la hora misma en que la ideología nacionalista, que tras del Risorgimento italiano perdía ya su virtud integradora, va a operar en Europa como elemento desintegrador al término de la llamada Gran Guerra (1914-1918). Entre ésta y la II Guerra Mundial brotan sobre el mapa numerosas nuevas naciones independientes con aspiración a una soberanía que el desarrollo tecnológico y político-militar había hecho ilusoria, como pronto habría de mostrarlo sin posible duda, desde su iniciación o ensayo general en nuestra guerra civil, aquel otro conflicto bélico, total y definitivo, cuyo desenlace pondría en evidencia que el sistema europeo de naciones soberanas había terminado; pero también, y al mismo tiempo, liquidaba los dos últimos grandes proyectos de organización unitaria del poder mundial que habían tratado de superarlo: el proyecto comunista de una revolución universal bajo dirección rusa (proyecto del que prácticamente había desistido ya la URSS para entonces), y el Nuevo Orden del Tercer Reich soñado por Hitler. Eliminado éste, se repartieron el poder mundial quienes habían derrotado su abominable proyecto, la URSS misma, ya en actitud conservadora, y, Estados Unidos, imperio americano tan vituperado en seguida, pero que (¡flaqueza de su virtud!) nunca ha sido capaz, pese a su potencial enorme, de diseñar por su parte un verdadero proyecto imperial digno de infundir temeroso respeto.

Y ahora ya, tras 40 años de guerra más o menos fría entre las dos superpotencias que en Yalta se habían repartido el poder mundial, está haciendo crisis su dominación: aplastadas ambas bajo la carga de sus gastos armamentistas, despiertan de su obsesiva rivalidad para darse cuenta de cómo, entre tanto, se han ido desarrollando fuera de sus respectivos ámbitos de dominio efectivo nuevos centros de poder cuya aparición y crecimiento exigen un replan-

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teamiento del juego y, por lo pronto, aconsejan cambiar en cooperación aquella rivalidad funesta. Eso es lo que anuncian los titulares noticiosos del día.

En ese entretanto de 40 años, ¿qué es lo que ha ocurrido con España? El caso de modernidad singular y anómalo dentro de Europa vuelve a sorprender, pero de otra manera, al haberse incorporado casi de un salto y con perfecto aplomo, con alegría, a esa modernidad contra la que hubo de resistirse a lo largo de los siglos, y esto cuando la Europa de las naciones soberanas en equilibrio pugnaz que marcaron las alternativas de la historia se encamina, inevitable aunque dificultosamente, hacia su integración en una unidad política que, al lograrse, disolverá en su seno las tensiones no sólo entre las antiguas naciones, sino también entre pretendidas nacionalidades internas y los antiguos Estados nacionales que las incluyen y -se supone- las oprimen.

El vocablo nación es de muy imprecisa semántica: dígalo, si no, el texto de la vigente Constitución española; admite, pues, diferentes conceptuaciones. Yo, por mi parte, procuré definirlo en mis estudios con referencia a los factores sociológicos que determinan su acepción en la fase moderna y a la ideología con que los románticos alemanes promovieron, frente al reto napoleónico, la aglutinación de pueblos afines en Estados de proporciones comparables a las del Estado francés surgido de la revolución. Extender y generalizar el concepto de nación más allá de esta su realidad histórica podrá ser legítimo, pero resulta fútil. La nación fue una determinada forma de integración política animada por concretos móviles de actuación en el campo de la historia, y cuando esa intención de protagonismo faltaba, corno faltaba en el tardío nacionalismo de una España "sin pulso", ese nacionalismo no pasaba de ser retórica -a veces, buena retórica- y, con más frecuencia, palabrería hueca, faramalla y fólclor de bisutería, mero adorno en la que el poeta llamó "España de charanga y pandereta".

Creo que esa España pertenece ya al pasado, por mucho que retoñen acá y allá en vena nostálgica los floripondios, inofensivos en el fondo, de un casticismo pintoresco para deleite del turismo barato. Y me parece que, junto al cambio experimentado por las estructuras sociales básicas del país, ha de haber coadyuvado a su rápida eliminación la náusea de los tópicos a que durante tantísimos años tuvo sometidos el régimen de Franco a los españoles, exagerando hasta extremos grotescos la cobertura nacionalista con que, desde la guerra de la Independencia, se disfrazó entre nosotros el tradicional integrismo católico.

En cuanto a los esporádicos rebrotes de nostalgia casticista recién aludidos, convendrá notar que no se reducen a los ingredientes del consabido españolismo romántico, o sea, castellano-andaluz, sino que encuentran también abonado campo de cultivo en el ámbito de los nacionalismos locales, pertenecientes en esta Península al tipo de aquellos que, con sentido disgregador, proliferaron en la posguerra europea. Por desgracia, era inevitable ahora que, al cesar aquí la presión ejercida por la dictadura franquista, buscaran su revancha quienes se habían sentido oprimidos desde Madrid en sus peculiaridades culturales. Sin esa presión, dichas peculiaridades, empezando por la lengua propia, quedaban libradas ya a su espontáneo desarrollo. Pero es el caso que la ideología nacionalista, abandonada por el Estado para el conjunto del país, ha levantado cabeza en seguida desde centros políticos de más corto radio para imponer a su vez gubernativamente, a los habitantes de la región, las pautas que se supone caracterizan al espíritu del pueblo correspondiente (o, para mayor claridad, a su Volkgeist), y reclamar en nombre de esa nación, aunque sea con la boca chiquita, cuando no con la cabeza a pájaros, una soberanía independiente que es puro desvarío en las condiciones del mundo actual. Dejando aparte tan irrisorio ensueño, no hay duda de que la ampliación del espacio político y la consiguiente transferencia del poder a una Europa unida permitirán que, dentro de su marco, cada cual cante la canción que prefiera y baile la danza que le pida el cuerpo (¡no siempre han de ser sevillanas!), sin molestia de nadie ni para nadie.

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