Verano y humo de fantasmas
Un viaje de verano a París. Esto si que es original. Comprueben ustedes esta curiosa inversión: uno, generalmente, deja una ciudad atestada y febril, fatigada y sucia para hallarse en un lugar donde hasta los camareros y camareras son oceanidas que han emergido del mar para servirnos un combinado, en donde cree que en el hotel decenas de personas no tienen otra ocupación que la de batir nuestra felicidad a punto de nieve, en donde amigos y desconocidos -sobre todo desconocidos- casi se atormentan por no saber que aún es posible abandonarse más, relajarse más. Ilusión vana. Porque, al contrario, el lugar atestado y febril, fatigado y sucio, es probablemente en el que hemos venido a caer programados por nuestra ilusión y en él permanecemos dispuestos a obedecernos a nosotros mismos como esclavos.Buena sorpresa nos llevaríamos si volviésemos a la gran ciudad de puntillas y aun de puntillas, con deseos de ser piratas de secano. Nos daríamos cuenta de que no hay más amplio y elegante hotel, más palaciego balneario, ni más lúdica y, a la vez, serena sociedad que la hermosa ciudad que abandonarnos. Ese efecto me ha hecho París.
Los contrastes son impresionantes. En el aeropuerto de barajas reina esa humanidad en tránsito veraniego, que tiene mucho de sociedad gitana, perdida por el mapa de sus deseos, seres desconcertantes, vestidos como nunca se vistieron los payos del invierno urbano.
Pasa un garzón rubio, con los pelos tiesos, con camiseta "distinguidamente rasgada y decolorada" y unos pantalones de ciclista. Está facturando en el mostrador de Air France dos bicicletas.
Pasa una guapa muchacha, con senos de almendra tostada, que lleva un enorme pandero. Le protege, lo cuida, va completamente alienada por su pandero. Pasa un joven feo y elegante puntualmente: vestido de "tonto del pueblo". Sorprendentes consignas de la moda. Aprovechando que le falta un diente delantero, el mozo ha creído conveniente calarse hasta los ojos una boina vasca y apabullar sus alas hasta taparle las orejas. Incluso los empleados se inquietan, pero pronto se tranquilizan. Luego viene la admiración y hasta la envidia. ¿Qué inéditas libertades sobre la vida debe de ejercer un joven que se vista así?, se supone que a las chicas nunca les hubieran gustado los feos y gracias a su artero recurso, ahí tenemos a un seductor.
Pasa una vieja dama aguantando un sinfín de maletines, bolsas y paquetes, aunque ella va con braguitas y sostén. Unas braguitas y un sostén que en nada se diferencian de la ropa más íntima, pero una determinada señal bordada nos hace llegar la orden de que no lo tomemos al pie de la letra. En Orly ya cambia la cosa. Hay demasiadas gentes que "visten como siempre", que parece que continúan el curso, como castigados conformes, que han venido para ver qué regalos compensatorios les traen del cielo. Reciben a los que llegan con alegria y humildad.
Estamos en París y anochece. Yo he tenido la buena idea de elegir mi hotel enfrente de mi antigua casa, como si quisiera comprobar "qué no hacía yo" cuando vivía en París y me largaba a Marbella lleno de ideas de desafuero. Es maravilloso el barrio. Parece que faltan coches. Elegante y soleada desolación del legendario Montpamasse.
En este hote, que tantas veces miraba desde mi casa, sin imaginar que alguna vez me habría de alojar en él, vivía Buñuel cuando, hacia los años sesenta trabajaba en París. Otra ilustre huésped fue Marlene Dietrich, a quien veía en el mercado próximo del boulevard Edgard Quinet, desconocida y sin pintar, con un pañuelo de abuela en la cabeza, comprando las innominables crudites de su régimen. La dura y genial Marlene, la sombría profesional, irónica y distante, pero también la mayor estilizadora del glamour en el siglo XX.
Enfrente de mí, la famosa rue Campagne Premiere, llena de los grandes ventanales de los estudios de artistas, donde una noche de Año Nuevo la luz de uno de ellos, desconsolada y mortecina, se prolonga hasta el día siguiente, en que se comprobó la muerte por suicidio -un bárbaro suicidio en donde la víctima se cortó las venas de los tobillos y las muñecas- de Óscar Domínguez, el pintor surrealista canario.
Entierro
También su entierro "fue una fiesta" como hubiera apostillado Hemingway. En él se hallaban los más conocidos mascarones de la última bohemia pintoresca, incluyendo a una mínima. pricesa de Polignac y a Consuelo Saint Exuperi, que eran mis amigas y vivieron un día radiante y feliz.
También ahí tuvo uno de sus estudios Modígliani. Y más abajo se halla el que fue de Belmondo (padre), que era un excelente escultor. Al propio Belmondo, Jean Paul, lo conocí antes como vecino. Era un ligón tremendo y se refugiaba en mi portal los días de lluvia, esperando a una alumna de la próxima escuela de arquitectura. A Belmondo lo descubrimos mi mujer y yo haciendo un gracioso criado shakespiriano en un teatrito casi familiar de Montparnasse. "Mira el vecino, parece ser actor". Poco más tarde lo vimos hacer también un papel en el cine. En la pantalla Belmondo se comía lentamente una crujiente tostada con humorística amplificación de las masticaduras, produciendo la primera y más pura hilaridad made in Belmondo.
Otra mañana, desde mi balcón, lo vi llegar por el centro de la calle tambaleándose, cada vez más hasta que cayó al suelo como muerto. Lo reconocí y quise bajar a socorrerlo. "¿Quién es?". "Yo lo conozco. Es actor y vive en el barrio". Pero no tuve ocasión de bajar. Un grupo de gentes extrañas, que llevaban una cámara de brazo, se fueron acercando a mi destacable vecino. Filmaban una escena de película. Era Al final de la escapada.
Hoy parece entonces. En nada ha cambiado la rue Compagne Premiere. En nada ha cambiado el barrio todo. No, algo más, algo extraño y desconocertante: todo parece más nuevo. Está restaurado con tal ánimo cotidiano de pervivencia que no puedo por menos de pensar en Madrid, en España, en donde todo tiene vocación de ser viejo, donde cosa que es mordida por el pasado ya no tiene posible resurrección.
En algo sí que ha cambiado la plaza de Montparnass con el añadido de un fálico rascacielos negro, que hasta podría ser una hipérbole de la negritud invasora del barrio.
Yo he llegado a ver esta plaza de Montparnasse -en el boulevard vive Eugenio lonesco- con la antigua estación donde el prematuro genio del cine Mellies tuvo una tienda de juguetes, que luego fue de su viuda y parientes. Objetivamente, la estación era baja y fea, pero armonizaba con la plaza de tan prestigioso nombre, porque tenía para mí una cosa como de escenografía para la ópera Luise, de Charpentier. Sí, en muchos detalles la Gare de Montparnasse presentaba los mismos elementos arquitectónicos-decorativos de los que también se usan en el acto segundo de La Boheme. Claro, si por estos motivos sentimentales me caía mejor la estación que el rascacielos que, desde hace muchos años, la suplanta. ¿No podían haber hecho algo más en armonía con la plaza? Soy tonto de pensar que París sacrifica la especulación del suelo a la estética, por mucho criterio urbanístico que se le suponga a París. No estamos en tiempos de Napoleón ni del barón Hausmann, así que, en lugar de la estación figura un tapón de sombra, que seguramente se llama edificio Montparnasse sin embargo, que singularidad tan marcada la de los barrios, de esta ciudad. En esta plaza encuentro, como en reaparición, al auténtito titi parisién. Algunas muestras quedan, por lo menos.
'El titi'
¿Qué era -o qué fue- el titi?, el cuchillo-menestral- autóctono, algo que también desaparece en Madrid, pues los que creemos que son autóctonos, no sólo pueden ser de Murcia o de Badajoz, sino que su tipo se repite en determinados ambientes por toda la geografia del país. Y lo mismo puede suceder aquí, aunque con mayor y más vieja ciudad que Madrid sea París más mediatizador. El titi es infra-alimentado y de baja estatura. La dietética de la abundancia no ha conseguido todavía hacerle crecer, quizá porque para ellos "todavía no ha habido abundancia. Aquí se ven por la rue de la Gaite. No son tan alegres como los coleguillas de Madrid, eso lo antestiguo. Menos por la noche, esta plaza y el bulevar -que ya no lo es en el sentido estricto del vocablohormiguea de gente. Demasiada. El encanto del antiguo barrio de Montparnasse era que tuviese cierto abandono de barrio, que fuese íntegro y contara con determinados habitantes y paseantes, pero no más. En la posguerra tuvo un renacirrtiento de esplandor sin perder todavía mucho carácter. Lo cuenta bien Hemingway en su París era una fiesta. En la Coupole -que ya no existey en este otro, la Rotonde vi escribir abstraido Samuel Beckett. Para que una persona como Becket escribiese en cualquiera de estos cafés, tenían que tener un ambiente y una clientela que no pueden ser los de ahora. Eso está ala vista.El ambiente provinciano que ha presentar un barrio típico ya no lo tiene Montparnasse.
Aquí estoy, en el cruce o correfour del bouleard Montparnasse con el Voulevard Raspail. Y aquí está la estatua de Rodín por Balzac o de Balzac por Rodín, el lapsus me ha resultado certero, porque es una estatua y un estatuido de la que no puede separarse el legendario nombre del estatuista. Ya sabemos que ésta no es una estatua más de Balzac, sino por antonomasia el Balzac de Rodín. Tiene esa cosa sorprendente, original,que es el ser una estatua echada hacia atrás y tener mucho de taciturno mascaron de proa. Parece que Balzac, escultórica y potentemente cecijunto, "le echa cara al asunto" y se enfrenta con los más furiosos vientos de la no-vela decimonónica. Como El pensador, sito en el regazo de la Comedie Francaise, fue declarado por los entendidos y sin apelaciónobra maestra. Me lo sigue pareciendo y me alegro. Es consolador que el talento de otros tiempos pase sin incomodarse por el progreso de éstos. Está muy bien este Balzac acarbonado y encabronado y equivale a una gran idea escultórica de Rodín, aunque genio hombre muy de su tiempo. Y esta estatua es escultura sicológica y a la vez simbolista.
Aquí está el restaurante La Palette -que ya no se llama así-, donde una vez, como si los hubieran colocado aposta, vi cenar a Sartre y a Simone de Beauvoir juntos. Hacía mucho tiempo que no volvían por allí y debió de ser una de las últimas veces. Ahora es un restaurante cualquiera que no se tiene por un restaurante cualquiera. El maitre lo habrá de repetir cuando se les olvide a los clientes. Es tarde y están recogiendo las sillas. Los españoles vemos muchos restaurantes en París donde "ya se están recogiendo las sillas", todo por nuestra costumbre de cenar tarde.
Tan tarde, que es preciso el irse a acostar. El boulevard Raspail, en su segundo tramo, desde Montparnasse hasta Denfer Rochereau, es sombrío pero todavía elegante. La puerta del hotel L'Aiglon permence acogedoramente iluminada. Dentro permanece Buñuel dando los últimos toques de efecto a su sonada burguesía cinematográfica. No ha cambiado nada, yo he vuelto como propio fantasma para espiar mi ausencia de París durante cinco días.
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