Rompimiento del Arca de la Alianza
El PRI está compuesto no por individuos sino por corporaciones (herencia de Cárdenas); al mismo tiempo, es la revolución hecha no sólo gobierno sino institución (herencia de Alemán). Por lo primero, se funde y confunde con la sociedad; por lo segundo, con el Estado. A lo largo de su historia, el régimen logró conciliar los intereses encontrados y las rivalidades entre los grupos a través de la distribución de mercedes y privilegios, transacciones y compromisos. Fue una política que consiguió la estabilidad y cierto desarrollo, pero que ha terminado por inmovilizar a la nación. El fenómeno mexicano no es enteramente nuevo en la historia; ha sido descrito con brillo, primero por Maquiavelo y después por Max Weber. Su verdadero nombre es patrimonialismo. En México es una herencia del régimen virreinal español.
Reformas tímidas
El sistema se fracturó en 1968, y las tímidas reformas de los sucesivos Gobiernos no lograron devolverle la salud. El desastre económico al finalizar el período del presidente López Portillo precipitó la crisis y agudizó los conflictos sociales y políticos. Aunque las causas del desplome económico son conocidas, vale la pena repetir algo que con frecuencia se olvida: es cierto que esas causas fueron y son internacionales, más allá del control de nuestro Gobierno; también lo es que contribuyeron poderosamente a la bancarrota varias y serias fallas de nuestra política económica. Esas fallas no sólo fueron técnicas sino también morales y políticas. Graves errores se habrían evitado si el Gobierno hubiese oído las críticas y las advertencias que muchos le hicieron, sobre todo frente a su política petrolera y su obstinación en emprender proyectos faraónicos e irreales. Todo fue inútil. Según una tradición de siglos, la sabiduría de nuestros jefes es infinita e intocable su autoridad. El presidente apostó y perdió el país.
El nuevo presidente, Miguel de la Madrid, se hizo cargo de una Administración empobrecida. La capacidad de negociación del Gobierno se redujo considerablemente, no tanto por falta de habilidad como por carencia de recursos: no había mucho que repartir. El frenesí del patrimonialismo petrolero se resolvió en inmovilidad. No sin vacilaciones y retrocesos, se impuso el realismo. La medicina fue y es amarga. (¿Hay otra?) El realismo consistió y consiste en desmantelar de una vez por todas el patrimonialismo del Gobierno y convertir a México en una sociedad y un Estado realmente modernos. Puede definirse a la modernización, sumaria y esencialmente, como una tentativa para devolver a la sociedad la iniciativa que le fue arrebatada y así romper la inmovilidad forzada a que nos ha condenado el patrimonialismo estatal. Es una reforma que otros han emprendido antes que nosotros y con mayor energía: Deng Xiaoping en China y Gorbachov en la Unión Soviética, para no hablar de Felipe González y de François Miterrand en España y Francia.
Devolverle la iniciativa a la sociedad no significa únicamente reconocer la función de la iniciativa privada en la economía moderna, reducir el gasto público y acabar con el capitalismo de Estado. También exige reformas políticas y sociales que el Gobierno actual no ha intentado o no ha podido emprender, como llevar la democracia a los sindicatos y a los ejidos o liberar a nuestros campesinos de la tutela estatal que, con la mejor intención, los convierte en perpetuos menores de edad (herencia de las leyes de Indias). En una palabra: la modernización de nuestra economía es inseparable de la reforma política, social y cultural. Todas ellas pueden resumirse en la palabra democracia.
Una fracción del grupo dirigente -la más joven, inteligente y dinámica- se decidió por la modernización. La analogía con los casos de Rusia y China es lícita, pero, si se exagera, puede ser engañosa: la dominación de la burocracia mexicana nunca ha sido total como en esos países. Al contrarío: durante los últimos 30 años la sociedad civil ha crecido, según lo muestran las últimas elecciones. El régimen mexicano no es totalitario ni México vive bajo una dictadura. Ahora bien, es imposible realizar las reformas sin dañar los intereses económicos y políticos de ciertos grupos asociados estrechamente al patrimonialismo estatal. En primer término, a todos esos empresarios y capitalistas que, durante más de medio siglo, han usado y abusado de la protección del Estado y que no han logrado producir bienes y objetos que compitan con los del extranjero. En seguida, las burocracias incrustadas en los sindicatos, las organizaciones campesinas y los sectores del PRI. Por último, la inmensa burocracia gubernamental y paraestatal.
La política de modernización, como ha ocurrido en España, Francia y otras partes, hirió a vastas capas de la población, especialmente en los centros urbanos: la clase media y los trabaja dores. En México las consecuencias han sido más dolorosas por la tremenda presión demográfica y porque aquí los pobres son más pobres y la estrechez colinda con la indigencia. Debemos oír y atender a las víctimas inocentes de la necesaria, pero cruel, política de austeridad. Hay que remediar lo más pronto posible su situación, hay que repartir las cargas de modo que los que tengan más sean también los que paguen más los costes de la reforma.. Pero sin ceder: hay que continuarla, extenderla y profundizar la. De lo contrario, caeremos en un pantano. Veámonos en el espejo de Perú.
Escisión del PRI
La campaña electoral coincidió con las reformas económicas del Gobierno. Fue desafortunado e inevitable. La consecuencia política de mayor gravedad fue la escisión del PRI. Se trata de un hecho decisivo en nuestra historia y que ha cambiado radicalmente la escena política. Todo comenzó cuando un grupo de líderes influyentes e inconformes con el nuevo rumbo pidió una mayor participación en la dirección del partido y en la elección de sus candidatos. Fueron rechazados. Fue un error: la democracia bien entendida comienza, como la caridad, en la propia casa. La disidencia se transformó en separación y la corriente democrática se convirtió en un movimiento político autónomo. Su aparición coincidió con un momento de dispersión en el amplio abanico de los grupos de izquierda. Cárdenas, Muñoz Ledo y sus amigos no sólo lograron, con inteligencia y energía, reunir en torno suyo a pequeños partidos con programas distintos y aun antagónicos; también le dieron unidad a esta extraña alianza. Unidad de acción, no de idea. El frente carece de programa -de ahí su fragilidad-, pero no de ímpetu ni de osadía: es un movimiento, en la acepción literal de la palabra. Por esto es legítimo preguntarse: ¿adónde va, qué quiere?
La escisión del PRI era previsible. En una conversación con Antonio Marimón, publicada en, noviembre de 1981 en el diario Uno más Uno y recogida en Pasión Critica (1985), me referí expresamente a esa posibilidad: "Podría ser que un nuevo partido surgiese de una división en el PRI. Esta es una de sus posibilidades históricas". Acerté y me equivoqué al mismo tiempo. Caractericé a esa futura agrupación . como un partido socialdemócrata que, por una parte, pudiese repensar los problemas mexicanos, dándoles soluciones que sean nuestras y que, por la otra, simultáneamente, preservase el pluralismo, la democracia y las libertades individuales" (páginas 245-246). Es indudable que el neocardenismo recoge una tradición revolucionaria mexicana. Por esto, a diferencia de otros grupos de izquierda, ha podido atraer al verdadero pueblo. Su mexicanismo no está en duda; lo están la novedad, la originalidad y la coherencia de sus ideas. Las vagas declaraciones de sus dirigentes no sustituyen a un auténtico programa. Algunos periodistas han dicho que se trata de un movimiento de centro-izquierda semejante a los socialismos de España y Francia. Nada más falso. El neocardenismo no es un movimiento político moderno, aunque sea otras muchas cosas, unas valiosas, otras deleznables y nocivas: descontento popular, aspiración a la democracia, desatada ambición de varios líderes, demagogia y populismo, adoración al padre terrible, el Estado, y, en fin, nostalgia por una tradición histórica respetable, pero que 30 años de incienso del PRI y los Gobiernos han embalsamado en una leyenda piadosa: Lázaro Cárdenas.
Es difícil caracterizar al movimiento neocardenista. No lo es ennumerar algunas de las notas que lo distinguen. En primer lugar, su naturaleza heterogénea. Es una alianza de partidos muy distintos y con programas contradictorios. En uno de sus extremos están los grupos de la izquierda tradicional, supervivientes de las sucesivas desilusiones y crisis por las que ha atravesado el marxismo-leninismo. Algunos entre ellos, con un retraso de años, descubren al fin que la democracia no es incompatible con el socialismo. (Esto es algo que deberían decirle con mayor frecuencia a Fidel Castro y a Daniel Ottega.) En el otro extremo, varios partidos definidos con un expresivo mexicanismo: paleros del PRI, ahora puestos a un lado por sus protectores. En el centro: los neocardenistas. El núcleo lo componen los afectados y los amenazados por la modernización económica y social, es decir, los socios y los usufructuarios de las corporaciones y los otros sectores de la gran burocracia oficial. Son las clientelas, en el sentido romano de la palabra: los protegidos por los patricios. Fueron el soporte del porfiriato, como ha mostrado el historiador Guerra. A su lado, los intelectuales añorantes. Abajo, en la base, un numeroso y más respetable conglomerado: las víctimas de la política de austeridad. El alma del movimiento, su ánima gitante, está constituida por un grupo de líderes que han roto con el PRI porque quieren volver al pasado.
Aclarar posturas
Esta rápida descripción se completa con la mención de otras notas que distinguen al frente cardenista: el populismo; el culto al Estado, que debe ser el principal actor económico, es decir, el gran capitalista; una política exterior beligerante por razones ideológicas; un lenguaje que repite las fórmulas y los estribillos de hace 50 años... Regreso al patrimonialismo.
A pesar de todo, el neocardenismo es una fuerza social. Sería peligroso ignorarlo o desdeñarlo; también lo sería minimizarlo. Pero para dialogar con él es necesario discernir, a través de la humareda de sus confusas palabras, qué es lo que realmente representa y hacia dónde se dirige. En la época de las grandes rectificaciones, de Gorbachov a Felipe González, parece una nostalgia o, más bien, un arcaísmo que no sabe que lo es.
Esta difinición, aunque cruel, es exacta. Sin embargo, en el neocardenismo hay también algo más y más entrañable: gente, mucha gente, que ha perdido la paciencia, no la esperanza. Merece ser oída. Hay que tenderle la mano.
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