Y ahora, qué
Querido H.:Me cuentas que el otro día, en un bar de Malasaña, escuchaste a una pareja de jóvenes hablando sobre el caso Amedo. Complicidades gubernamentales, terrorismo de Estado... Y uno le dijo al otro como triunfal colofón: "iA ver qué dice ahora Savater!". Y tú me transmites la pregunta. ¿Y tú me lo preguntas? Realmente soy de los que menos tienen que decir sobre ese asunto y otros parecidos (el Nani, torturas ... ), no por desentendimiento del tema, sino por haber hablado ya de él previamente, incluso antes de que ocurrieran los sonados procesos ahora comentados. Mis opiniones sobre esta cuestión son de inusual monotonía y de perfecta claridad: la tortura es el envilecimiento máximo de la Administración que la tolera o la excusa, no digamos si la fomenta; el crimen de Estado (que nunca es de Estado, sino siempre de Gobierno) convierte a quienes lo ejecutan en una liga mafiosa, que traiciona la confianza depositada en ellos por los ciudadanos y extorsiona fondos públicos para financiar delitos privados (como en todo gang, la responsabilidad es tanto mayor cuanto más elevado lugar ocupa en la jerarquía de mando el implicado). La supuesta aceptación popular que pudiera respaldar soterradamente tales desafueros no proporciona la más leve excusa a quien los comete: en un Estado democrático, la llamada opinión pública, amorfa e incontable, puede pedir lo que le venga en mientes, pero los servidores del Estado no tienen otro deber ni otra responsabilidad que el cumplimiento de las leyes. Si no, vengan pistolas y ya nos las arreglaremos cada cual por nuestro lado. En efecto, en un Estado democrático hay que asumir tareas sucias, pero no moral o legalmente sucias, sino sucias de esfuerzo y peligro malpagado, sucias de monotonía o de cansancio: esas tareas las llevan a cabo mineros, pescadores, maestros, obreros industriales, amas de casa y, sin duda, muchos guardias civiles y policías.No hay nada más limpio que esa suciedad, nada que reclame con mayor urgencia del resto de la sociedad todo el reconocimiento y compensación que podamos prestar. La otra suciedad, la de los crímenes y bribonadas que no se atreven a decir su nombre, no son sino golferías de mangantes que quieren ganar aun a costa de perderse el respeto a sí mismos y a los cargos que ocupan y que desde luego no son suyos.
De modo que he apoyado, apoyo y apoyaré cualquier iniciativa oficial o ciudadana encaminada a que el asunto de los GAL sea proseguido hasta que se aclaren todas las responsabilidades. Y lo mismo digo del caso el Nani, como lo dije de la muerte de Arregui o de Agustín Rueda. Y me parece moralmente exigible no cesar de incordiar mientras queden cabos sueltos (y no me refiero precisamente a cabos de los de uniforme ... ). Como verás, mis puntos de vista son muy convencionales, ¡qué le vamos a hacer! No siempre se puede ser decentemente original. De modo que a mí que no me pregunten, pues no puedo hacer sino repetirme. Que les pregunten, en cambio, a los periodistas que no hace tanto azuzaban al Gobierno con editoriales pidiendo que a los etarras se les cazara "como a alimañas en su cubil", aunque ahora parece que Amedo y la posibilidad de ser antigubernamentales con razón les han devuelto a la cordura legal. O que pregunten a los partidarios a machamartillo de la nefasta legislación antiterrorista. O que pregunten a quienes -sin estar a favor de la violencia, eso no- la "comprenden" en tanto el contencioso de la autodeterminación esté pendiente: ahora se las ven con otros hipócritas desaprensivos como ellos que también comprenden la violencia parapolicial -que a nadie le gusta, imagínense- en tanto peligre la seguridad ciudadana por la amenaza terrorista. Y a los unos tenemos que aguantarles los discursos y a los otros tenemos que pagarles los impuestos: anda, que les pregunten a ésos. Por mi parte, todo lo tengo dicho a este respecto.
Me dices: "Y entonces, ¿por qué flotaba esa duda respecto a lo que tú podías pensar o decir sobre tal cuestión?" Amigo mío, aquí entramos en otro terreno que quizá te divierta, pues concierne a las manías de esa casta -o mejor, castilla- de los intelectuales, a la que sin remedio pertenezco. Si tienes un momento te aclaro la cuestión. Soy partidario, como te digo, de que no se exculpe ni desvíe ninguna de las culpabilidades por acción u omisión impliciadas en casos de tortura, mafia policial, GAL, etcétera. Y si es preciso llegar hasta miembros del Gobierno -y, sinceramente, todo parece indicar que sí es preciso-, que nadie se libre del cese o del banquillo de acusado penal. Ahora bien, todo esto te lo digo con la muerte en el alma, y me produce enorme tristeza y hasta vergüenza. Me parece dramático para nuestro ordenamiento democrático llegar a esto, aunque naturalmente sería irreparable dejar ciertas cosas impunes. Es terrible tener que reconocer que el pragmatismo más obtuso y suicida va haciendo desalmadas a las democracias, fenómeno no exclusivamente español, como indican los sucesos de Gibraltar en los que fueron ejecutados sumariamente tres miembros del IRA; es desolador constatar que la insondable necedad de los nacionalismos violentos logra literalmente desmoralizar a los gobernantes y, a los gobernados. Cuando me entero de que España es un importante traficante de armas a los países menos recomendables del globo o veo al presidente del Gobierno saludando al democrático Suharto, que ha asesinado a más oponentes políticos que Pinochet, Stroessner y la Junta Militar argentina juntos, no me froto las manos diciendo: "¡Ya la cagaron!", sino que me abochorno aún más de lo que me indigno. Lo mismo que me alegro -y lo digo- cuando el Gobierno muestra tino no ya contra la opinión, sino contra la bobería pública: así, por ejemplo, en el caso del secuestro de Revilla, cuando la tesis de ETA y sus bedeles culpando a la crueldad del Gobierno por la prolongación del secuestro parece abrirse paso, desde quienes llaman "prepotencia gubernamental" a la más elemental muestra de responsabilidad hasta el badulaque que se ofrece estentóreamente como rehén alternativo (la organización terrorista, siempre inmisericorde, ha ignorado la oferta).
A esta posición se le llama, qué remedio, ser un intelectual del sistema. Lo que equivale a decir que yo puedo esperar y espero un funcionamiento mejor de la democracia, pero nada mejor que la democracia. Esta modestia es cosa muy criticada. No me refiero a quienes día y noche se pasan la vida clamando por la venta de los intelectuales; a los suntuosos canapés de las recepciones oficiales, las medallas y premios o no se sabe qué inconcretas pero jugosas prebendas (también es reprochable, me olvidaba, salir mucho en televisión). A éstos ya nos los conocemos de sobra: el ninguneado que encabeza la lista de viajeros transatlánticos por cuenta del erario público y no cesa de tronar -¡pura biografía!- contra los derroches del ministerio en financiar nulidades; el venerable señor que aspira a formar parte de una institución filosófica y al hallar una traba burocrática descubre que tal institución no es sino vil criatura gubernamental; el guerrillero cultural que en cuanto se acerca la fecha de un premio oficial bloquea todos los teléfonos con ruegos de que no se olvide su libro, etcétera. Quisicosas de la humanidad, sí, pero quede constancia de que no son los especialistas en deplorar la decadencia de las costumbres los más remisos en vender su primogenitura por un plato de lentejuelas. No, lo grave es que aceptar ser un intelectual del sistema lleva consigo formar parte de él y criticarlo desde dentro. Tal cosa va contra lo que se considera tradicionalmente básico en un intelectual comme il faut: estar fuera. Se trata de una versión laica del religioso "mi reino no es de este mundo". (como decía Bergamín con más gracia, pero también en cristiano, "mi mundo no es de este rei-
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no"). El orgullo del intelectual (absurdamente llamado probidad) es proclamar que él no pertenece a esto, que se mantiene fuera; y su parroquia también se lo exige, porque quiere mecerse en la nana de que hay alguien fuera que vendrá ideológicamente a rescatarlo, como el Séptimo Intelectual de Caballería. Los liberados críticos de este mundo, en el mejor de los casos (es decir, cuando no se trata de simple caradura y pose), se agrupan para mayor comodidad en (los síndromes: los que llamaremos, para hacerlos más ilustres, síndrome de Lenin y síndrome de Heidegger. Te lo cuento brevemente.
El síndrome de Lenin no hay que considerarlo patrimonio exclusivo de los forofos de este líder. En realidad, de Lenin aquí no se debe de saber mucho de fijo, a juzgar por la insistencia de Anguita en asegurar que las reformas de Gorbachov van precisamente por el imperio hacia Lenin. ¡Hombre, no queramos a los soviéticos tan mal, que bastante han sufrido ya! El totalitarismo contemporáneo no es un invento de Stalin ni de Hitler; lo acuñaron en 1903, en Londres, Plejanov y Lenin, durante la asamblea general de la socialdemocracia rusa, cuando respondieron a quienes les preguntaban si ellos garantizaban el respeto a las libertades públicas y a la integridad personal: "No respetaremos más que lo que convenga al interés de la revolución". Así empezó la pesadilla del siglo. Como naturalmente supongo que Anguita (de Gorbachov ya me fío menos) no menosprecia en modo alguno las libertades políticas, colijo que cuando dice Lenin es una forma piadosa de hablar, como cuando un ateo se despide diciendo adiós, o los ciudadanos del mundo feliz huxleyano decían "hasta mañana, si Ford quiere". Para lo que aquí nos compete, padecen el síndrome de Lenin cuantos dicen considerar el Estado capitalista como una dictadura encubierta adornada con falsas libertades, a la que proponen como remedio (esta parte suele omitirse) una dictadura abierta sin otra libertad auténtica que el leal asentimiento al nuevo régimen. Dirás que me invento fantasmas truculentos, pero recuerda que vivo en Euskadi. Te extracto unas cuantas opiniones emitidas en Egin por un muy valioso catedrático de filosofía, merecidísimo premio Nacional de Ensayo: "El mantenimiento del Estado burgués es una realidad estrictamente intolerable; por tanto, hay que destruirlo", "el objetivo primero y esencial de los mecanismos de dominio de un Estado tan ferozmente despótico como es en el que vivimos es suprimir cualquier forma de pensamiento autónomo", "la intelectualidad española lo único que hace es lamer la mano que les da de comer", "estar al servicio o contra el poder pasa por una toma de posición respecto a la cuestión vasca, pero como esto suena muy elíptico, yo diría de la guerra del norte. Cuando digo esto estoy en una toma de posición frente al Estado", etcé tera. En su manifestación más grave, este síndrome no denuncia la tortura, los GAL, el militarismo, etcétera, en espera de lograr la autocorrección del sistema -dada desde un principio por imposible-, sino como llamada a una hipotética insurrección popular. Lo cual exigiría un echarse al monte físico tras el echarse al monte verbal (algunos intelectuales italianos hicieron algo más que coquetear con esta posibilidad), de lo cual en España dispensa la existencia de ETA, que viene a ser la guerrilla latinoamericana del intelectual que tiene la mala suerte revolucionaria de vivir en Europa. Pero las formas habituales del síndrome de Lenin suelen ser más benignas. Se presentan (no tanto como delirios bélicos, sino como simples utopideces) entre estalinistas arrepentidos y arrepentidos de haberse arrepentido, neoácratas de sacristía, inconformistas de campo y playa, etcétera. Lo importante es dejar bien claro que uno está lastimado e irreductible, ya del todo desengañado, pero siempre fuera. No les vendría mal a éstos, quizá recuperables, reflexionar sobre el caso chileno, para lo cual les ayudará la lectura de los dos espléndidos artículos de Vázquez Montalbán publicados hace poco en este mismo periódico. El síndrome de Heidegger tampoco tiene que ver mayormente con la frecuentación del críptico rector de Friburgo. Se exterioriza como un desdén afligido o censorio contra todo lo que pueda sonar a actualidad, modernidad, etcétera... Es algo así como la escuela de Francfort, menos el marxismo. El Gobierno es un asco, naturalmente, pero ni más ni menos que el resto de los signos de la época: la televisión, los deportes, el éxito editorial de la vulgaridad, el narcisimo, el compadreo de los mediocres, el SIDA, etcétera. ¿Para qué hablar de ello? No vale la pena tratar de ningún fenómeno actual, sea cultural o político -de los derechos humanos, la tortura o el final de las vanguardias a la bioética- salvo para señalar que representa un escalón más en la decadencia. Quien padece el síndrome de Heidegger ya sólo se dedica al diagnóstico histórico (de la máxima generalidad, pero lleno de picantes noticias sobre románticos menores o vieneses sulcidarios) y a rumiar y regurgitar esencia, sea de la índole esotérica que fuere. Ante todo deja muy claro que él ya no es de este mundo, sino un exiliado de tiempos mejores -o menos peores-, y que como él ya no quedan muchos. Una variante más tónica urde en cenáculos o publicaciones de elite teorías muy sutiles que dan cuenta del mundo sin que el mundo se dé cuenta; situadas más allá del pedestre nivel de unos y otros, tienen la ventaja de ser compatibles con cualquier actitud práctica de quien las sostiene y a la vez técnicamente diferentes del cinismo. En una entrevista con Günter Gaus en 1964, Hanna Arendt habla de la actitud de muchos de los más finos intelectuales alemanes allá por 1933 respecto a Hitler: "Formulaban teorías fantásticas, apasionantes, sofisticadas y que volaban muy alto por encima de las divagaciones habituales. Lo que se produjo luego ellos no lo habían querido: fueron atrapados con el cepo de sus propias construcciones". La historia casi nunca es tan leída y sutil como sus intérpretes... Como no padezco ninguno de ambos síndromes y suelo ser dialécticamente beligerante contra ellos, soy el paradigma de intelectual del sistema. ¿Me creerás si te digo que a mucha honra? Porque ser intelectual del sistema no es ser intelectual del Gobierno, ni del partido socialista, ni del sistema capitalista o del sistema métrico decimal, sino del sistema democrático. Supone admitir que uno está dentro y que mi república es sin duda de este mundo. Como detesto el pasado y no creo en el futuro, no me queda otro remedio que encargarme del presente. Hacerme cargo no quiere decir estar conforme en todo, sino no esperar remedio de fuera, ni mucho menos presentarse como subversiva o mística avanzadilla de quienes han de traerlo. No a pesar de ser intelectual del sistema, sino por serlo, he luchado contra la tortura, contra las cárceles invisibles, contra los crímenes por falsa razón de Estado, contra el terrorismo y su apoyo ideológico, contra el clericalismo y el militarismo, etcétera. Pero sobre todo me esfuerzo por reflexionar sobre los valores positivos que se oponen a tales lacras y que compartimos y tratamos de institucionalizar los que estamos dentro del sistema. De modo que cuando ante esto o aquello oigas preguntar: "¿Y ahora qué dirá ése?", puedes responderles: se atendrá a lo dicho.
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