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El "derby"

En medio de la barahúnda precursora de la confrontación laboral que van a sostener el Gobierno y los sindicatos de izquierda el próximo día 14, la vida del país discurre con normalidad. Así seguirá discurriendo tras ese acontecimiento, y aun me atrevo a augurar que esa mal llamada jornada de huelga también transcurrirá con normalidad, acaso con algunos coscorrones en unos pocos puntos. Con tanta normalidad discurre la vida cotidiana española, que el público apenas ha advertido la aparición del libro de Victoria Camps Ética, retórica, política -tres tratados aristotélicos en un breve volumen-, que, si hubiera sido leído por los responsables de cualquiera de los bandos en litigio, no digo que habría operado el milagro de alterar las decisiones de uno u otro, pero sí podría haber servido para exponerlas con un léxico algo más razonado y compuesto que el que, sin excepciones, han utilizado todos los involucrados en el conflicto. Tan normal y rutinario es el curso de los acontecimientos desde que se hizo público el anuncio de la mal llamada huelga, que no ha faltado la proclama de los intelectuales de bocina, quienes, no teniendo por su condición casera que acudir a un centro de trabajo para ganarse el sustento, se permiten arengar al vecindario para que participe o deje de participar en la jornada de protesta, con la misma falta de escrúpulos con que antaño oradores y poetas -ya exentos por su edad del servicio militar- enardecían los ánimos de los reclutas camino del frente y les instaban a morir por la patria. Tan social y casi vistoso se anuncia el choque, que las revistas especializadas requieren de los 100 españoles famosos su punto de vista, al igual que en otras ocasiones fueron consultados para dar su opinión acerca del adulterio, el nudismo en las playas, la existencia de Dios o la expropiación de Rumasa.Una somera lectura del libro de Camps habría,bastado a los animadores del enfrentamiento del día 14.para dejar de lado los reproches al adversario y limitarse a abordarle, con la fuerza de sus razones, sin tener que subrayar su propia virtud mediante el contraste con el vicioajeno. No podía Camps dejar de recordar, en su rápido tour d'horizon a las tres disciplinas aristotélicas, la teoría weberiana de las clos éticas, la de la convicción -que la autora traduce como ética de los principios- y la de la responsabilidad. "La teoría weberiana", dice Camps, "suele traerse a colación con el fin de señalar el inevitable divorcio entre la ética y la política; quien quiera comportarse éticamente, sin abdicar de sus principios, deberá huir de la política que obliga a olvidar los principios para asumir las corisecuencias de los propios actcs". De esa forma, el político, ante una alternativa que le obliga a suspender los principios que forman parte de su personalidad y de su ideología, ha de tener el valor de desertar de ellos, de modificarlos para acomodarlos a las circunstancias reales o simplemente de revocarlos; y, si no tiene ese valor -y todo valor cuesta y se paga-, tendrá que renunciar a la política.

La ética de la responsabilidad goza de mal nombre, y el político prefiere no recurrir a ella más que en casos extremos; por el contrario, la ética de las conviccionel -que tan cómodamente predican quienes se quedan en casa a juzgar y no intervienen en la cosa públicapoco menos que eleva a los altares a quien se atiene a ella, pero será raro el caso del político que pueda ejercer su cargo sin salirse de sus límites. Incluso en esos casos extremos se puede inventar toda una serie de subterfugios para reducir el confllcto a un choque de principios o hacer resbalar hacia el área de las convicciones un problema de responsabilidades y consecuencias.

Si hubieran leído a Weber, ninguna de las partes en litigio habría puesto el acento de sus discursos en la fidelidad a los viejos principios, y, con menos hipocresía, habrían-podido fundamentar sus decisiones con vistas a los nuevos fines. La mayor paradoja que ofrece una sociedad estructurada sobre principios marxistas es que se predica, en contraste con la capitalista, como derivada de una concepción científica de la historia. Pero la ciencia cambia y evoluciona, se revisa y amplía a diario, y recibe su mayor impulso intelectual de la negación del cuerpo de doctrina precedente; y, si eso es así, tanto para la biología como para la historia, la concepción científica de ésta debe dar lugar a una sociedad apoyada en principios o bases teóricas mudables, en un estado de permanente revisión. La fidelidad a los principios, sean cuales sean, termina por ser siempre retrógrada, y la mejor prueba de ello hoy procede de Moscú. Para mí tengo que las dos partes en litigio, tanto el Gobierno como los sindicatos, se mueven en el terreno de la ética de la responsabilidad, pese a sus protestas en sentido contrario y sus descaradas maniobras para situar a los propios en el terreno de la fidelidad y a los adversarios en el de la traición. No hay fidelidad ni traición, no hay virtud ni vicio; hay dos posiciones opuestas y simétricas, que se sitúan en el mismo campo -el de las decisiones políticas que se traducirán en responsabilidades y consecuencias- y en fecha fija alinearán sus fuerzas para dirimir la contienda.

Tal estado de cosas se parece mucho a un derby, por emplear la palabra con que de un tiempo a esta parte se viene llamando la competición periódica entre dos equipos rivales y vecinos. Sólo por extensión, y sin tanta vivacidad, se aplica también al choque entre dos equipos lejanos, representantes de comunidades diferentes y distantes y enfrentados por la posesión de un título. Pero lo mas atractivo y genuino del derby no es la carrera hacia aquel título, sino el desencadenamiento de las pasiones locales. Repito que ambos equipos deben ser rivales y vecinos, y uno de ellos, por su mayor solera y poder, parte siempre como favorito; pero, si uno tiene tras de sí más historia, abolengo y riqueza, el otro sale con mayor brío, coáganas de agradar, dar el susto, romper la tradición y sumar una victoria más a su palmarés, un tanto pobre si se compara con el del primero. Sus hinchas son casi idénticos, a no ser por los colores; las mismas gorras, bufandas, trompas y mucho autobús. Pero lo más singular del derby es que, por lo general, los dos equipos ganan el partido. Si uno gana por tanteo, el otro está dispuesto a apuntarse la victoria moral, un adjetivo cuyo uso para el caso no habría escandalizado a Weber, pero sí a algún profesor con menos tragaderas; si a uno le conceden el triunfo, al otro se lo roban; si al primero le premian, al segundo le castigan. La justicia -una justicia de canguro, dirían los ingleses- ha de salir mal parada en aras a un objetivo de mayor altura: el contento de todos, tanto vencedores como vencidos, imprescindible para mantener la animación del derby hasta la siguiente edición del mismo en el otro campo.

O mucho me equivoco, o en la próxima mal llamada jornada de huelga ganarán todos, tanto el Gobierno como los sindicatos; incluso algunos venidos de fuera y atraídos por la publicidad del acontecimiento, al que tratarán de sumarse para también participar del triunfo de todos. Son tales las pasiones que se han desencadenado, que se llega a sospechar si en todo ello no hay gato encerrado, una estrategia de largos alcances: en esencia, un imaginativo brote de realpolítik destinado a legitimar la ocupación del espacio electoral por un único partido bicéfalo a causa de la incomparecencia de una invertebrada oposición. Aparecen en escena UGT y CC OO con inusitado brío, en tanto que, cabizbajos y encogidos, salen por el foro AP y PC.

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