La tradición es otra cosa
París y Londres se enfrentan a su pasado con distintas actitudes
Los ingleses tienen distracciones un poco menos mentales. La palabra intelectual es francesa; a los ingleses les gusta poco. Leo en Londres una breve necrología de Ivo Mallet: fue embajador en Madrid en la época de Franco, y se distinguió por recomendar vivamente a su Gobierno que considerase a Franco como un verdadero demócrata. La izquierda no llegó nunca a penetrarle.Los que le conocieron entonces recuerdan la frase con la que recomendó al Foreign Office, en una comunicación oficial, que trasladase a uno de sus secretarios de embajada: "Es excesivamente intelectual en las conversaciones de los cócteles".
A la nostalgia, Londres le llama tradición y es amable con ella. Lo es con los Beatles, de los que se han encontrado canciones -inéditas (y fragmentos de ensayos, sonidos sueltos, trozos de conversaciones) en los estudios de Abbey Road (un trabajo de arqueología de una época de la que sólo han pasado más de 20 años); y lo es con Beethoven, cuya Décima sinfonía, recientemente descubierta (un trozo), se codea con ellos en los estantes de novedades de las tiendas de discos Tower Records.
Esta forma de encadenar los tiempos es la que les encanta: algo que, al mismo tiempo que viejo, es realmente nuevo. El disco compacto que más felices les hace es aquel que recoja antiguas voces o sonidos con una calidad nueva: es decir, que justifique la existencia de la técnica. En España todavía se compra alta fidelidad por sí misma, y no por la música que transporta.
Recuperaciones
Este año ha sido el del auge del disco compacto en Londres -los mismos precios, aproximadamente, que en España, aunque los hay de oferta desde 650 pesetas-, y algunos críticos dicen que el mejor de todos ha sido el de la reconstrucción de la comedia musical americana Showboat, precisamente porque se ha hecho minuciosiariente, con una recuperación de los instrumentos y la orquestación de la época. Es de 1927; ya se trata como si fuera de la Edad Media.
En la lista de los mejores -no de los más vendidos- está la ópera Fortunio, de Messager; La fanciulla del West, de Puccini; el Mesías, de Haendel; y Schubert, y Wagner, y Bach. El secreto está en que se alzan con esas partituras sonidos que sus autores jamás pudieron oír con esa limpieza, esa claridad y ese sentido de la interpretación.
Esto trae grandes discusiones sobre temas realmente bizarros: Ana, princesa real, ha dicho que no se espere de ella el comportamiento de una princesa de cuentos (es huraña), y lo que se discute -sobre todo, entre las clases bajas- es si realmente debe comportarse como una princesa de cuentos: algunos súbditos británicos creen que tienen derecho a exigírselo.
El editorial de un gran periódico londinense discute el futuro del cricket; si los equipos contratan a jugadores del Tercer Mundo, los jóvenes británicos pueden desmoralizarse por una medida que, en realidad, es sólo política. Y si la política entra en el cricket, es que ya todo se puede perder.
A pesar de todo eso, en una lista de éxitos de venta de la librería de un gran almacén encuentro en primer lugar la Breve historia del tiempo, del científico Stephen Hawking, prácticamente incomprensible para la media de los lectores. Pero parece que su contenido no va contra ningún principio adquirido y presenta algo que llamaríamos tan tradicional como la creación del uni-
La tradición es otra cosa
verso de una manera completamente nueva.Parece que el inglés, hoy, no presenta problemas sobre su propia identidad. Los tuvo durante los primeros tiempos de la pérdida del imperio colonial -como la irrupción de los jóvenes airados-, y hoy el problema imperial es meramente práctico, como la invasión del país por las razas antes dominadas -la devolución de visita-.
Se buscan medidas para resolverlo, aunque el racismo se disimula bajo la cortés y obsequiosa malignidad del londinense, y aunque a veces la indignación del así colonizado se alce en revueltas (los españoles inmigrantes marginados se quejan de que ellos no sólo están colonizados por los británicos, sino también por los colonizados de los ingleses como lo son los paquistaníes, hindúes o kenianos, dueños de casas y tiendas en los barrios pobres).
Mientras sea una mano de obra barata y clandestina -la mitad de los trabajadores de color son ilegales-, todo irá bien. Los progresistas creen que, entre tanto, se irán asentando hasta ser como ingleses: más progresismo no se encuentra.
Los debates, en general, no pasan de estos temas: el de la salmonella encontrada en los huevos -un drama: no conciben el desayuno sin huevos-, que le ha costado el puesto a la ministra de Sanidad (porque aquí sí se conserva la tradición de dimitir: un arcaísmo), y si es decente o no enviar los que no se venden a Armenia; los matices con que se interpreta a Shakespeare -en unos cuantos teatros: siempre hay dos o tres Shakespeare disponibles- o cómo se reconstruyen las óperas -los decorados de Enzio Frigerio para el Rigoletto de Nuria Espert eran, realmente, demasiado oscuros: la tradición inglesa quiere encontrar Italia luminosa, aunque sea cuando "la timpesta e vicina"-, o el comportamiento de la familia real (sus modales, sus trajes, sus apariciones en público; no otra cosa).
En cuanto a los Shakespeare, el que más conmueve -por su cuerpo retorcido, por su infinita desgracia, porque le sale el mal de la joroba- es el de Derek Jacobi, en Ricardo III. Pero es que también hay un teatro de hablar, donde brillan los grandes ídolos: también están en escena Vanessa Redgrave, sir Alec Guiness (acudí a verle en Un claro en el bosque: tiene toda la sutileza y la malicia con que un actor de gran oficio emplea los trucos y coloca las frases, el humor, la identidad del personaje de la obra). Y hay que señalar que en estos momentos la mayor recaudación de Londres para un solo autor corresponde a Ibsen, con dos obras en cartel, a teatro lleno.
Causas perdidas
El francés, en cambio, parece que está buscando ahora su identidad en la revisión de sus causas perdidas por el tiempo, desde la Enciclopedia a Sartre. Fernand Braudel -una superficie bella y clara, un fondo ligero para coleccionar lo cotidiano- escribió a los 80 años un libro que ahora se discute y se reedita, La identidad de Francia: es el francés de la calle, del campo -de donde esté- en quien se manifiesta la esencia de lo francés y la continuidad de los tiempos -"de Michelet a Michelin", dice uno de sus críticos-, y eso viene pasando desde 4.000 años antes de nuestra era, y se produjo justo en el valle de París, donde llegaron inmigrantes de lo que todavía no se podía llamar Europa central, con una preparación especial para la agricultura. Por eso ha despertado un entusiasmo difícil de comprender el hallazgo de dioses galo-romanos en el subsuelo de París. Aseguran la continuidad.
Babelia
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