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La nueva frontera madriléña

Hay un nuevo tipo de edificación en Madrid que antes sólo era posible imaginarse en un poblado de la nueva frontera norteamericana o en los suburbios tropicales de algún asentamiento al borde de la selva. Se trata de esas construcciones entre el adobe y el cemento, un poco encaladas, con tejado de zinc, una furgoneta destartalada en la puerta o sin destartalar, una puerta estrecha y la altura correspondiente a un sólo piso. Así retratadas pueden parecer chabolas, pero no lo son. Son, en todo caso, las hijas prósperas de la generación del chabolismo que, por supuesto, no ha desaparecido todavía. Éstas son mucho más consistentes, están hechas para durar, lo que no deja de tener un lado paradójico. Todo su aspecto externo está dirigido a comunicar al transeúnte que esos materiales tienen por fin organizar un orden estrictamente provisional y que su permanencia está en proporción directa con la llegada de nuevos planes y de nuevos territorios que ocupar. Están en la frontera, ahora bien, con una solidez distinta, quizá con el convencimiento de que ahora las fronteras duran más, de que cualquier traslado se realiza sobre un espacio cada vez más denso y cada vez más reducido.Su situación ha variado también respecto de las chabolas propiamente dichas, o sea, respecto del reducto miserable en el que se vivía porque era el único sitio en el que se podía vivir. Las chabolas de siempre ocupaban el límite de los barrios periféricos, las cuencas enlodadas,de los arroyos, las pendientes de la vía del tren, un paisaje desolado e incomunicado, la sombra de algunos árboles agonizantes en medio del páramo. Sin estrategia y sin concierto. Se asentaban en el terreno que nadie quería y en eso consistía el fundamento de la elección. Definían también un límite de la ciudad, pero sin la consciencia de ese límite ni la de su pertenencia a un agrupamiento humano regido por otras leyes y otra higiene.

Las nuevas construcciones y su nueva solidez sí contienen, en cambio, una estrategia y esa estrategia se dirige a un espacio. Ello se deduce de encontrarlas, sobre todo, en la orilla de las grandes carreteras que salen de la capital en busca de los cuatro puntos cardinales. No de cualquier carretera o vía posible, sino de aquellas cuya importancia ha sido ya contrastada. En la de Barajas, por poner un caso, hacia el Este del mundo, pueden encontrarse multitud de ellas formando un poblado, o solitarias sobre una ligera elevación del terreno, imitando aún poco el mapa de las urbanizaciones residenciales. Lo primero que hay que decir es que ya no se esconden. Buscan las cimas y no las depresiones. Y cuando no buscan rigurosamente las cimas, se queda en un punto muy visible de la perspectiva que el conductor obtiene desde la vía asfaltada. Han perdido la vergüenza del pobre gracias a la dignidad que proporciona un poco de cemento y un pequeño corral que aspira al reglamento de parcela.

Lo segundo que cabe proponer es que esa proximidad respecto del asfalto sólo puede interpretarse como una firme disposición a mantenerse en contacto con el núcleo urbano y,' por tanto, con todas sus leyes mediante una mirada continua a la forma en que el tráfico se comunica con él. Eso quiere decir, entre otras cosas, que las nuevas construcciones llevan la dirección de la ciudad y no la contraria. No huyen del mundo, sino que regresan a él. Sus antecesoras huyeron, pero ellas están ahora en la posición de regreso, en la posición de recuperar algo que los progenitores perdieron.

Hay, en conclusión, una estrategia subterránea de conquista o reconquista. Los inquilinos de esas construcciones son precisamente los mendigos profesionales, los vendedores sin código de rayas, los tahúres de calle, y toda la turba advenediza que ha ocupado, de unos años a esta parte, la ciudadela. Nunca se habían visto tantos mendigos, ni tanta gente indocumentada, en Madrid ni con ese porte. No tienen miedo y no se avergüenzan. Parecen estar cumpliendo un plan de ocupación.

La frontera para los madrileños ya no es el punto que linda con el exterior, sino el límite que retrocede y se cierra sobre el corazón de la ciudad. En vez de extenderse, da la impresión de que todo regresa.

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