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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Causa para la ONU

Los GOBIERNOS han descubierto que preocuparse por la conservación de la naturaleza y proteger la atmósfera ha dejado de ser asunto de minorías marginadas para transformarse en una opción política necesaria. Parece que nuestros líderes se han convencido, por fin, de que a muy corto plazo -apenas una generación- el peligro de degradación del planeta es real y que es preciso hacer algo para impedirla.El problema no es nuevo. Tampoco lo es la lucha de los verdes en Alemania Occidental, de Greenpeace en todos los mares, de ecologistas y científicos, pero esta batalla fue durante años sinónimo de marginalidad revolucionaria, incluso contando con el modesto reconocimiento que le prestaba un tímido programa de la ONU para la defensa del medio ambiente, el PNUMA. Para que el movimiento ecologista adquiriera respetabilidad fue necesario que los científicos demostraran con la ayuda de fotografías el irreparable daño sufrido por la capa de ozono en la Antártida. Hasta entonces cualquier denuncia era tachada de catastrofista, especialmente si la reparación del mal comportaba la adopción de medidas poco rentables políticamente o excesivamente caras. La incorporación de los problemas ecologistas al ámbito político es un ejemplo de lo que puede conseguir la presión social ejercida con contestataria constancia.

Los Gobiernos afectados -sobre todo los de los países más desarrollados, que son los principales responsables de la polución- parecen haberse convencido de la urgente necesidad de solucionar la cuestión, por más que a veces dé la impresión de que confunden urgencia con precipitación. Ésta es, al menos, la conclusión a la que se llega al analizar los resultados de tres conferencias internacionales celebradas en una sola semana. En París, el 4 de marzo, y en Londres, del 5 al 7 del mismo mes, se adoptaron medidas para la protección de la capa de ozono y para la progresiva eliminación de los productos que le son nocivos; todo ello, con el cuidado de no arruinar a las empresas que los producen y mirando de reojo a las naciones subdesarrolladas que podrían ponerse a generarlos. Por fin, en La Haya, el 10 y 11 de marzo, se celebró una cumbre, convocada precipitadamente y sin objetivos excesivamente claros. Asistieron delegaciones de 24 países para ocuparse de la "protección de la atmósfera del globo". Mientras acudían Mitterrand y Rocard, Felipe González y Kohl, De Mita y el rey Hussein de Jordania, faltaban representantes de EE UU y de la URSS. Jacques Delors asistió a última hora para aclarar que no podían adoptarse medidas que afectaran a la política comunitaria. Sólo con las ausencias, quedaba devaluada la conferencia. Lo mismo sucedía con la creación de una supuesta autoridad internacional que, carente de fuerza ejecutiva, parece poco útil. Las sucesivas reuniones son significativas como toma de conciencia, pero no puede dejar de pensarse que, en un tema en el que existe tanta preocupación y tanta posibilidad de acuerdo, sería mucho más coherente que las Naciones Unidas fueran las que tomaran cartas en el asunto.

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