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Ilustres agonías

Durante sus 48 años de matrimonio, Lev Nicolevic Tolstoi y su esposa Sofía se habían amado apasionadamente y se habían odiado con igual fervor. Ella, 16 años más joven que él, aún se veía hermosa y lo perseguía con un amor despótico. Pero la noche del 27 de octubre de 19 10, Tolstoi, de 82 años de edad, no pudo aguantar más la convivencia con Sofía. Lev Tolstoi durmió hasta las tres de la madrugada, y no pudiendo recobrar el sueño, "encendió una vela, se sentó en la cama; es entonces cuando se abrió la puerta y apareció un instante su mujer, extrañada de ver luz en el cuarto". Sería ése el último momento en que la viera, porque "sintió que el asco y la rebelión aumentaban. Sofocado, se tomó el pulso, 97 latidos. Se levantó y tomó la decisión de abandonar definitivamente Yasnaïa Poliana: se había producido en él la sacudida que le empujaba a hacerlo". Dejó una carta para su mujer: "Me es indispensable", le decía, "estar solo... Por favor, no me busques y no acudas donde esté si llegas a saberlo". Preparó el equipaje con lo mínimo preciso: " marchar era lo importante". Despertó a su hija Sonia, con la que se llevaba muy bien, a Varvara (su copista) y a Makovicky, un médico esloveno que, plenamente compenetrado con el evangelio social del conde de Tolstoi, vivía con él desde 1904 en calidad de médico personal. Bajó a las cuadras, enganchó los caballos y era aún noche cerrada cuando Tolstoi, conduciendo el coche, dejaba atrás para siempre aquel lugar donde había pasado la mayor parte de su vida y en cuyo despacho había escrito varias de las obras más famosas de la literatura universal (cuyas regalías vigilaba con mucho celo su esposa Sofía).Seis kilómetros le separaban de la estación de Yassienki-Clitchokino. Desde ella, al amanecer, el viejo patriarca iniciaría una frenética fuga ferroviaria que concluiría, cuatro días más tarde, en la pequeña estación de Astapovo, lugar donde sus acompañantes le forzaron a bajar del tren, tiritando de frío y de alta fiebre. Una semana después, en la mañana del 7 de noviembre, fallecía en las habitaciones que le había cedido amablemente el jefe de estación, orgulloso y abrumado de recibir viajero tan famoso. Ésta es la historia increíble que relata Alberto Cavailari, antiguo director de Il Corriere della Sera, en su libro La fuga di Tolstoï (E¡naudi, 1986), de esa huida terrible, fantástica, sin tener decidido adónde iba, cambiando de itinerario para despistar la temida persecución de su esposa, la cual, en efecto, no tardó nada en alertar a la familia, a la policía y a los periódicos, cuyas primeras planas dieron pronto noticia de la desaparición del gran hombre. Una fuga que fue convirtiéndose paulatinamente en agonía hasta su muerte en la alcoba del jefe de estación. En los ratos en que deliraba creía aún seguir viajando en el tren, confundido al oír "el golpeteo del telégrafo, el ruido seco de los cambios de agujas y el paso de los trenes hacia el Sur".

¿Es historia o novela este apasionante librito del periodista italiano? "Todo lo observable en el hombre", decía E. M. Forster, "es decir, sus acciones y la existencia espiritual que pueda deducirse de ellas, pertenece al dominio de la historia, pero su faceta novelesca abarca la pura pasión, los sueños, penas y autoconfesiones". Por eso cábe la novela histórica, y ésta de Cavallari, sin que él la califique de nada, es la novela de la agonía cierta de Tolstoi. Pero es curioso, también la agonía de otros dos hombres ilustres ha sido el argumento de otras tantas novelas recientes: Les derniers jours de Baudelaire (Grasset, 1988), de Bernard-Henry Lévy (su traducción acaba de aparecer), y el nuevo best-seller (aunque no esté llamado a ser obra maestra) de Gabriel García Márquez, El general en su laberinto (Mondadori, 1989), que narra los últimos estertores de la vida de Simón Bolívar.

No me extraña esta coincidencia. La novela, por muy abstracta que se pretenda, necesita contar algo, y tras tanto uso del género desde su nacimiento con El Quijote, por muchas técnicas ingeniosas y múltiples espejos que empleen los autores, faltan argumentos nuevos para sobornar al lector. El drama en que consiste la vida de un hombre, el margen que para ella le dé el mundo de su tiempo, es para mí la raíz de toda novela interesante. Mas cuando ese drama y ese mundo son sobremanera conocidos, el interés decae. De ahí que una de las causas del éxito de la novela latinoamericana haya sido, como lo vio muy claramente uno de sus más tempranos creadores, Arturo Uslar Pietri, que "no crea una sobrerrealidad desconocida y gratuita, sino refleja una realidad verdadera pero insólita para el resto del mundo", lo que se ha flamado el realismo mágico hispanoamericano. Fijarse en las postrimerías de una figura histórica cuya irnagen conocemos y nos atrae permite, al reducir el relato a un período muy breve -semanas o días- concentrar nuestra mirada y Regar a saber por qué fue su vida lo que fue. En su agonía, el moribundo vuelve a recorrer vertiginosamente los grandes momentos de su existencia, no sólo los que resultaron importantes para su acción histórica, sino sobre todo los que de veras le importaron a él.

Esa reviviscencia de su pasado se estimula y justifica al recorrer de nuevo caminos transitados en otras épocas y en otras circunstancias. "Era la cuarta vez que viajaba por el Magdalena", cuenta García Márquez del Bolívar camino de su fin, "y no pudo eludir la impresión de estar recogiendo los pasos de su vida. Lo había surcado la primera vez en 1813, siendo coronel de milicias derrotado en su país, que llegó a Cartagena de Indias desde su exilio de Curazao buscando recursos para continuar la guerra... En el tercer viaje, la obra de emancipación estaba ya concluida, pero su sueño casi maniático de la integración continental empezaba a desbaratarse en pedazos. En aquel su último viaje, el sueño estaba ya liquidado...". Y este descenso por el Magdalena, en los champanes de río -el suyo, más lujoso, "con un timonel en la popa y ocho bogas que lo impulsaban con palancas de guayacán"- le sirve al reciente premio Nobel para dar uno de esos destellos suyos, fantásticos y sin embargo reales: "(se acordaba) de cuando hicieron la guerra de liberación del río... De cuanto habían cambiado las cosas se dio cuenta el mismo José Palacios (su fiel mayordomo) al cuarto día de viaje cuando empezaron a ver en las orillas de los pueblos las filas de mujeres que esperaban el paso de los chamanes. 'Ahí están las viudas', dijo. El general se asomó y las vio, vestidas de negro, alineadas en la orilla como cuervos pensativos bajo el sol abrasante esperando aunque fuera un saludo de caridad".

Asimismo, Cavallari señala cómo Tolstoi, sentado en su vagón de tercera para pasar más inadvertido, miraba su enorme maleta que "guardaba aún el rastro de algunas etiquetas, recuerdo de viajes lejanos... Había comprado en Sebastopol, cuando era soldado, la gruesa maleta de cuero llamado de China, espeso, sólido, resistente a los largos viajes asiáticos. Le recordaba los momentos mágicos de su vida: Sebastopol, el calor, el sitio, la vida militar... San Petersburgo, el encuentro con Turgueniev y el descubrimiento de la prosa límpida, llena de aliento... Francia, donde había sido feliz tiempo antaño, cuando viajaba por las tierras del Borbonado, llenos los cielos de nubes plateadas... Pero esta gruesa maleta no sólo le complacía al representar un pasado de libertad. Ahora contenía su vida futura. Pocos libros, jabón, papel de escribir, ropa, abrigos cálidos para el invierno y camisas frescas para la primavera. Era la casa que siempre había deseado: pequeña, esencial, útil, móvil..., y el mirarla le procuraba una serenidad profunda".

La agonía de Baudelaire resulta más complicada, porque el autor inventa una historia paralela, la de un joven a quien Baudelaire dicta, mientras se va quedando paralítico por su sífilis, un nuevo libro que hubiera sido su obra maestra, hasta la afaxia final. Pero también contiene detalles auténticos de la vida intelectual del poeta maldito y de sus demoledoras opiniones sobre el ser humano.

Tres ilustres agonías. Pero en el mismo ámbito aún cabe la novela del suicida en la que no hay agonía sino unos instantes sólo antes de la aniquilación. A la postre, si miramos bien, todos esos protagonistas deseaban lo mismo: que se acabasen sus vidas.

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