Un Gobierno patético
UN PROGRAMA de austeridad y ajuste como el que acaba de anunciar el Gobierno argentino necesita imperiosamente de la colaboración de los ciudadanos o creará los efectos contrarios de los que se pretende. Para ello -recuérdese el ejemplo de España y el Gobierno socialista de finales de 1982 y, sensu contrario, el más reciente de Venezuela- es imprescindible que lo ponga en práctica un Ejecutivo cargado de todo el poder político y consenso social que las urnas puedan aportar. En el caso argentino, la respuesta no ha podido ser más inmediata ni más dramática; los graves disturbios ocurridos en la ciudad de Rosario sólo horas después de hacer público el contenido del plan se han saldado con tres muertos, numerosos heridos y detenidos y la instauración del estado de sitio en toda la república.La coyuntura argentina es patética: un Gobierno que administra la cosa pública en situación de interinidad, humillado en las elecciones, es el encargado de hacer tomar a los ciudadanos una amarga medicina que ese mismo Ejecutivo ha sido incapaz de dosificar en seis años de mandato ordinario. Difícilmente puede pedirse al pueblo argentino que haga un acto de fe colectivo en tal Gobierno. Los mecanismos constitucionales de la nación suramericana establecen un amplísimo período de transición de casi ocho meses entre los comicios y la toma de posesión del nuevo mandatario. Hasta los más conspicuos comentaristas habían advertido de los peligros de tan extenso período de interinidad en la actual situación de bancarrota. Pero el presidente electo, el peronista Menem, ha preferido no asumir ninguna responsabilidad antes del término del mandato. Es dudoso que esa decisión obedezca a un escrúpulo legalista, sino que más bien parece responder al deseo de establecer una nítida separación entre su mandato y el de Alfonsín. El problema es que para cuando el líder justicialista asuma la presidencia, allá por el mes de diciembre, ya no quede nada sobre lo que aplicar la "fórmula simple de la vida, nacional, popular, humanista, social y cristiana", que Menem reivindica como receta para la bomba sobre la que los argentinos llevan medio siglo sentados.
Así que el presidente Alfonsín se ha vuelto a quedar solo para el camino de los que pueden ser los seis meses más amargos de su vida política. El líder radical conseguirá finalmente entregar el poder a un civil salido de unas elecciones libres -objetivo fundamental de la restauración democrática de la que ha sido principal impulsor-, y nadie podrá negarle el mérito de establecer ese precedente en un país donde tal milagro no ocurría desde hace más de medio siglo. Tampoco se puede soslayar en estos momentos tan dificiles que Raúl Alfonsín sentó en el banquillo de los acusados a tres juntas militares, algo que ningún otro país ha tenido el valor de hacer y por el que el presidente radical ha pagado el altísimo precio de una conspiración militar permanente que, desgraciadamente, ha ganado la partida en más de una ocasión.
La obsesión de Alfonsín por cumplir lo que debía ser el principal designio de su mandato le ha hecho dejar en un segundo plano la situación económica y social del país -a cuyo enderezamiento tan poco ha colaborado, por cierto, la oposición política y sindical, y que en buena parte fue heredada de la dictadura-, lo que ha supuesto a la larga tantos peligros potenciales contra la estabilidad democrática como la cuestión militar.
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