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Ahora China está ahía al lado

China se catapulta al primer plano de la historia política e ideológica de nuestros días con una interrogación de enorme alcance válida también para Gorbachov: ¿es posible reformar un régimen comunista sin cambiar sus estructuras políticas? O bien: ¿se puede transformar una estructura socialista sin correr el riesgo de que estalle? Terminada la era del maoísmo, derrotada la Revolución Cultural y la banda de los cuatro, el hábil y pragmático Deng, en el poder desde 1978, inició sus grandes reformas. Eliminó la colectivización del campo, impulsó la iniciativa privada, fomentó el beneficio, dirigió sus tiros contra el viejo ideal igualitario, etcétera. Pero las reformas de la época posmaoísta no pasaron del terreno de la economía al de la política. Las estructuras del partido y el control económico han seguido más o menos idénticos. Y por eso mismo amenazan con paralizarse.Bajo el zodiaco de una rebelión de jóvenes e intelectuales, cuyos epicentros están en las universidades, el destino de China parece una vez más confiado a generaciones novísimas, como jovencísimos eran los guardias rojos.

Y jóvenes sobre todo eran los grandes rebeldes, verdaderos fundadores de la China moderna, que en 1919 se alzaron contra el colonialismo de las grandes potencias, contra la servidumbre a los señores feudales, contra las costumbres feroces y esclavistas de las familias, en defensa de las jóvenes vendidas en matrimonio (el propio Mao nació no como político, sino como moralista, en la escuela de Changsa, escribiendo sobre el derecho de las mujeres al "verdadero amor"). La de 1919 es una rebelión social y moral, además de aspirar a la independencia nacional. Su espíritu sigue encarnado en Lu Sun, el Kafka chino,- que en el Diario de un loco hacía a su protagonista descubrir con horror que todos los libros contenían en realidad un solo consejo: "Cómo comer hombres".

La revolución ideal de Juventud Nueva -así se llamaba la organización que consteló la entera China- se estructuró más adelante (influida por la Revolución de Octubre) en torno a un núcleo vagamente marxista (para Stalin y Jruschov se trataba de "ideas de amarillos"), el chinosocialismo de Mao (puritano, igualitario, antirruso), cuyo más poderoso componente fueron los "parias de la tierra", los campesinos, y los intelectuales, salidos de la revuelta de 1919, que cabalgaron fielmente a su lado en la Larga Marcha hasta la independencia, en 1949. Lenin, después de octubre, había dicho: "Todo el poder para los soviets". Mao, llegado a Pekín, se limita a proclamar: "La China está en pie".

Si evoco el 4 de mayo de 1919 (su septuagésimo aniversario acaba de pasar) es porque considero -contra el eurocentrismo ideológico que compara la agitación actual con la Revolución Francesa o bien, incluso, con Solidaridad- que el más sólido punto de referencia para poder juzgar es cabalmente aquella revolución, cuyas dimensiones de libertad y de democracia no se perfeccionaron. Ahora, transcurridos 40 años de Mao y Deng, en el país resuenan nuevos gritos de libertad, de derechos y de democracia, contra la mala gestión, la crisis económica y la corrupción, y contra el partido único.

Como se ve, no se trata de un movimiento ideológico comunista; el contrario, está muy claro que la ideología marxista, en muchos aspectos, parece haber tirado la toalla. Es más bien una aspiración, tan vaga como decidida, a avanzar hacia una revolución democrático-burguesa por un lado, y por otro una voluntad de instaurar valores de libertad, de democracia, en toda su extensión; también en el interior de las actuales estructuras políticas.

A todo esto se añaden nuevos componentes: los del sueño occidental: el bienestar, el provecho, el éxito, el dinero, la casa, el automóvil (exactamente igual que nosotros...). Qué ingenuos éramos -hoy puedo decirlo-, o qué egoístas eurocéntricos, al pensar, hace 20 años, que los chinos podían haber inventado el monacato perpetuo para sí mismos mientras nosotros vivíamos entre los algodones del beneficio y la humanidad se lanzaba a la carrera del oro.

Lo hemos visto muy claro en las manifestaciones convocadas por los jóvenes en el 70º aniversario del 4 de mayo, en las que ha resonado el grito "No a la corrupción" y se ha dibujado una perspectiva: "La democracia, alimento de los derechos del hombre". De momento nos deja pasmados la profundidad de la crisis que sacude a la China real. La corteza de la tierra china se resquebraja.

La nueva larga marcha es la de 50 millones de campesinos hambrientos, esqueléticos, que en filas de hormigas marchan por la tierra que ya no los alimenta, para tomar por asalto los trenes que se dirigen a las grandes ciudades. ¡No son, desde luego, el Shangai Express!..., sino vagones desvencijados asaltados por hordas vociferantes de mujeres, hombres, niños que se pasan la noche al raso, a la espera de escapar hacia la gran ciudad.

De los 330 millones de cultivadores activos -según las estadísticas de comienzos del decenio, hoy de dominio público-, las reformas del campo han lanzado al mercado de trabajo a 180 millones de campesinos. Y en el año 2000 el excedente de mano de obra agrícola llegará a 250 millones de brazos.

Las arcas del Estado están vacías, y éste está endeudado por más del 60% de las cosechas entregadas por los agricultores. La fabulosa metrópoli, para los campesinos en fuga, brilla lejana y cercana con sus luces, resplandece de prosperidad, rezuma bienestar, con sus tiendas de electrodomésticos de ensueño, sus rascacielos, sus hoteles construidos por empresarios americanos (cada suite tiene jardín y piscina privada).

Las mujeres, desechado el tosco traje azul maoísta, visten las largas faldas de los años treinta con una vertiginosa abertura hasta la cadera. Son guapas, misteriosas, van maquilladas. La televisión, con su ojo mágico, nos cuenta el western urbano, la búsqueda de las pepitas de oro. Seiscientos millones de chinos -ése es el número de los que, según las estadísticas, devoran en silencio las imágenes, hacinados a menudo en una sola casucha, pegados como moscas al ojo de miel del recuadro luminoso- aprenden y sueñan. Miran Sisí, las telenovelas, las nuevas fronteras de la prosperidad en las "superzonas económicas especiales" que se crean en torno a la ciudad.

Cuarenta millones de niños entre los siete y los 14 años están sin escuela. Pero la gran maestra, la educadora, la profesora de historia, economía, de situación internacional, es ella, la televisión: da clases todos los días, como he dicho, a más de la mitad de la población china. Sin ideología de ninguna clase, las imágenes de la pantalla son el manifiesto insurreccional que Mao no había previsto, desde luego.

¡En marcha, parias de la Tierra! Dos millones de campesinos han emigrado hacia Shanghai. Un millón a Pekín, medio millón a Cantón. Con la azada al hombro, representan la fuerza de trabajo para las tareas más ínfimas. De cuando en cuando la policía los carga en trenes, los cierra y los devuelve a todos a sus casas.

Cabe preguntarse qué tienen hoy en común una generación superideologizada, como la de la época de Mao, y los jóvenes que quieren los mismos valores concretos que se pueden encontrar en Londres, Roma, París. Pues tienen en común que el ancien régime vuelve a ser el partido comunista.

Bestia negra de Mao, que lo destruyó, Deng lo ha reconstruido y mejorado, le ha devuelto dignidad y poder. Pero el Partido Comunista Chino vuelve a ser, ahora y siempre, a los ojos de los jóvenes, inepto y corrompido, y en cualquier caso símbolo de un liderazgo ideológico caduco. El comunismo está demodé. Y con él, por desgracia, algunos valores que en China han tenido su importancia histórica. Lo que tienen en común estas generaciones tan distintas en el tiempo es la herencia de una técnica de la acción de masas. Está claro que hay una memoria histórica de la propia fuerza durante la Revolución Cultural, una huella indeleble que, pese a los 20 años transcurridos, funciona aún.

Es la estrategia del Clausewitz chino, Mao, con sus reglas de guerrilla urbana, emboscadas, periódicos murales (dazibao), eslóganes de impacto -"Cambiad los palillos por tenedores y cuchillos", sabrosa metáfora- y las universidades en primera línea, como estados mayores de la ofensiva. Los jóvenes de hoy no son en absoluto maoístas. Y los que ahora vuelven a ponerse en la chaqueta, provocadores, la insignia del viejo Mao parecen incluso más occidentales que chinos.

Pero de Mao recuerdan algunas reglas militares, como aquella de que "una chispa prende fuego al prado". Y por eso ensalzan al difunto secretarío del partido, Hu Yaobang, muerto no hace mucho, que había sido defenestrado por Deng en 1987, por su "liberalismo burgués", haciendo de él un símbolo de libertad y democracia.

Deng sabe de qué se trata. Y tiene miedo.

Traducción: Esther Benítez.

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