Los 'homeless', ¿indigentes o locos?
El encierro en los hospicios de mendigos, desempleados y gentes sin hogar es una de las respuestas del siglo XVII a la desorganización social y a la crisis económica que los cambios en los modos de producción provocaron entonces en Europa. Un encierro -intento absolutista de ocultar la miseria- de cuya magnitud dan cuenta las cifras de personas hospitalizadas: 8.000 en la Salpétriére, una de las instituciones que formaban el hospital General de París -reservada a mujeres pobres, mendigas, lisiadas e incurables, viejas y niñas, idiotas y locas-, a los pocos años de su apertura, cuando esta ciudad contaba con 500.000 habitantes. "Hacemos muy expresas prohibiciones", se decía en el real edicto que hacía nacer el hospital General, "a todas las personas, de todo sexo, lugar y edad..., válidos e inválidos, enfermos o convalecientes, curables o incurables, de mendigar en la ciudad y barrios de París, ni en las iglesias, ni en las puertas de ellas, ni en las puertas de las casas, ni en las calles, ni en otro lado públicamente, ni en secreto, de día o de noche..., so pena de látigo..." (27 de abril de 1656). Dörner enumera el listado, la tipología de los ciudadanos "arqueros del hospital": "Mendigos y vagabundos, gentes sin hacienda, sin trabajo o sin oficio, criminales, rebeldes alcohólicos, locos, idiotas y hombres estrafalarios; pero también esposas molestas, hijas violadas o hijos derrochadores fueron, por este procedimiento, convertidos en inocuos y aun hechos invisibles" (Büger und Irre, Ciudadanos y locos, 1969). Sobre esta instancia no médica del orden monárquico y burgués, situada en los límites de la ley; sobre este borramiento absolutista de la desviación y la indigencia, jurisdicción sin apelación posible, se establece, en los años constituyentes de la legalidad contemporánea, el manicomio y la psiquiatría como especialidad médica, diferenciando las formas de locura o de enajenación mental y sus espacios de reclusión.Casi tres siglos después del gran encierro, una nueva crisis estructural del sistema económico de Occidente -la robotización en vez de las grandes manufacturas, entre otras razones, y una creciente derechización en la gestión política de la crisis- plantea, sobre todo en las grandes ciudades, los problemas de la mendicidad violenta, de la marginación y de las formas irracionales o socialmente inútiles de convivencia. Agravados por la cuestión de las drogas duras, del envejecimiento de la población y del incremento, gracias a la mejora de la calidad de la vida y a la relativa eficacia del sistema sanitario, de la cronicidad incapacitante: porcentaje de población necesitada de algún tipo de cuidado sostenido en el tiempo. Y, ¡cómo no!, surgen voces pidiendo el retorno al gran encierro, a los manicomios, la creación de sidatorios y la promulgación de leyes represivas para el consumo de drogas, cuando habíamos llegado a un consenso -la comunidad científica y cultural, la ciudadanía en general- sobra la inutilidad terapéutica, más aún sobre el daño y la cronificación sobreañadida que el asilo produce tanto en los enfermos mentales como en los ancianos o en los niños idiotas.
Sin duda, la indigencia, la cronicidad y la enfermedad mental, sobre todo cuando adopta formas de conducta no aceptadas por la mayoría, despiertan tentaciones totalitarias arraigadas en sectores importantes de la sociedad, que se expresan con llamamientos a la marginación y al castigo, por mucho que se sepa de su inutilidad técnica y de su coste social, en vez de solicitar medidas, más preventivas y curativas que cautelares, de las administraciones públicas.
En cualquier caso, la esperpéntica mezcla de indigencia, de locura y conductas criminales en las calles de las grandes ciudades no puede confundir las respuestas públicas. Hay una dimensión política y una dimensión social y técnica del tema. De una parte, los homeless, la gente sin hogar, considerados como un grupo de riesgo con criterios sanitarios, enfermos psiquicos o no, necesitan alojamiento, quizá comida; prestaciones sociales, en suma. Es posible: que también precisen de una intervención médica por una bronquitis crónica o por alucinaciones. Pero son dos temas, dos necesidades, expresadas o no, y, por tanto, dos actuaciones diferenciadas. Confundir ambas, o no entender la necesidad de autorización judicial para ingresar contra la voluntad a pacientes que han perdido la capacidad de gobernarse por sí mismos, es volver a las lettres de cachet, a las órdenes reales y a los hospicios y correccionales del absolutismo.
No se trata de morir con sus libertades puestas (Rojas Marcos, Las calles de Nueva York, EL PAÍS, 13 de mayo de 1989) ni de ser acuchillados tras la crisis del amok (Haro TecgIen, La psiquiatría ante sí, EL PAIS, 2 de mayo de 1989), pero tampoco de sacrificar la libertad. Hay respuestas técnicas, planificaciones más eficientes de las prestaciones sociales -sobre todo en nuestro país, donde estos departamentos parecen estar gafados- y respuestas políticas más solidarias que las de Estados Unidos. Garantizar la seguridad y una asistencia aceptable, respetando la dignidad de la persona, es el desafio para ciudadanos, gobernantes y técnicos. Lo que no obvia, sino que sitúa en su lugar, la lucha por una sociedad más justa y solidaria.
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