Una cena-coloquio y una forma de pobreza
A principios de esta semana, una conocida revista madrileña destinada al público femenino organizó una cena-coloquio con cuatro a su vez conocidas escritoras, en un local bien de la capital. La cosa se presentaba, pues, al estilo de lo que ya debe empezar a llamarse "nueva tertulia elegante" y que consiste, en el buen sentido de las cosas, en una presentación en sociedad de la cultura, las letras o demás. Tengo la impresión de que eso es bueno para el producto y de que significa una gloriosa evolución desde los tiempos en que la literatura y otros se hallaban recluídos entre los desconchados de los colegios mayores. Entre que el público competente esté constituído por chicos con ojeras, uniformemente alimentados y con una compulsión en la muñeca de tomar apuntes o que esté constituido por chicas con organdíes, un frutero en la coronilla, flor de raso en el entrepecho y chicos con su terno más brillante, yo prefiero lo último. Ninguno de los dos grupos tiene una relación demasiado estrecha con el objeto de que se trata, pero un decorado más cuidadoso ayuda a -que se excite el espíritu. A mí, por lo menos, me pasa. Cuando se tiene enfrente un público vestido de pobre, no se puede bajar libremente al fondo de las cosas. El invitado siente la extraña obligación de atender a necesidades elementales de los que le observan. Al final, paga las copas y se marcha a casa con la decisión de escribir una novela sobre la lucha de clases.Aquí, en la cena-coloquio me refiero, todo. estaba dispuesto para que el alma se sumergiera en la esencia de las cosas: rosas en la mesa, chicas inaccesibles y otras que lo fueron, jóvenes escritores que exigen a gritos un puesto entre la jet, duros periodistas mostrando el rostro falso y amable de la profesión, artistas maduritos que viven como dioses y diosas de las plantaciones familiares, menú suave y perfecto y organización con un encanto superior a todo lo demás. Por tanto, todo estaba dispuesto para la inmersión espiritual, pero al submarino de la inteligencia no debieron funcionarle las turbinas. No me explico qué pudo pasar.
Mientras la cálida fragancia de la concurrencia satisfecha de sí misma se elevaba en el aire, una especie de pájaro raro se metió allí. Una pregunta estrafalaria, un deseo sofocado, yo no sé, tampoco lo recuerdo, hizo que en un momento dado de la digestión parte de las escritoras invitadas sintieran la obligación de exponer las miserias y grandezas de la condición femenina en un mundo gobernado e inventado por el género opuesto y algo enemigo. De tal forma, su obra, los propósitos y los trabajos que les había costado, es decir, lo que de verdad importaba y lo que de verdad les importaba a ellas, quedaron borrados por el argumento insistente de su condición. Estoy de acuerdo en que este mundo es una castaña y en que el género masculino es el que más ha hecho por ello. También en que la liberación de la mujer ha sido la conquista social y política más relevante de este siglo. De acuerdo en que su atraso respecto de la generalidad de los hombres es producto de la discriminación y del castigo Pero en lo que no estoy de acuerdo es en ese discurso que reduce lo que existe a una pro clama de lo que somos o de lo que nos han hecho, tanto si la proclama es racial, como si es patriótica, económica o sexual.
Y eso no tiene nada que ver con estar en posesión de la ver dad o no. Con tener razón o no tenerla. Hay una forma de pobreza que consiste en negarnos a nosotros en beneficio de una pertenencia, en beneficio también de lo que nos ampara. Cuando las mujeres ingenieros, los vascos escritores o los musulmanes diseñadores de artefactos, se ven a sí mismos como mujeres, vascos y musulmanes, algo indica que lo que hacen no es más que un pretexto y que su valor sólo depende de la forma de agrupamiento del que lo ha hecho.
Creo que es un error que una mujer escritora hable primero de ella como mujer, e incluso que cuando escribe se considere ante todo mujer. El valor de lo que hace debiera ponerse por encima de lo que ella es. Ahí radica la justicia. En juzgar a cada uno según lo que hace y en que él mismo se juzgue según ello. Lo otro es lo de siempre.
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