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Crónica de una progresividad anunciada

En el presente artículo el autor sintetiza una serie de reflexiones sobre la progresividad en el impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF), como característica deseable de todo impuesto personal, al tiempo que se da un repaso a lo que con ella ha ocurrido en la todavía corta historia del IRPE

La historia reciente del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) se ha visto salpicada por diferentes acontecimientos que han dirigido la atención y el debate público hacia la acumulación de rentas en la familia o hacia los efectos del mercado único europeo sobre la imposición al ahorro. Mientras, se han olvidado otros temas no menos trascendentes. Uno de estos olvidos se refiere a la progresividad .del impuesto, que fue, sin duda, la característica más demandada socialmente en los orígenes de la reforma tributaria de 1978. Tras un proceso de legislación y gestión de más de 10 años, la percepción de la carga progresiva del IRPF por los diferentes colectivos sociales y agentes económicos que la soportan ha de ser distinta a la que existía al principio de la reforma.La progresividad se concibe como una característica de la imposición personal, según la cual, si se toma como índice de capacidad de pago la renta percibida, las cuotas impositivas se obtienen mediante la ampliación de tipos crecientes a la renta imponible, mayores cuanto mayor es esta última. Los impuestos indirectos y los impuestos proporcionalmente sobre la renta se pagan, por el contrario, en proporción directa a lo que se consume, en el primer caso, o a la renta que se gana, en el segundo. Es conveniente recordar, en momentos en que existe una clara tendencia en países desarrollados a la proporcionalidad de los sistemas impositivos, dando un mayor peso a la imposición sobre el consumo y disminuyendo los tipos progresivos en la imposición personal sobre la renta, cuáles son las razones que se aducen para la existencia de una progresividad tributaria.

Corrección de injusticias

En primer lugar, se ha defendido la progresividad como forma de corregir las injusticias que la distribución a través de mecanismos de mercado origina o consolida. Puesto que uno de los objetivos a cubrir por el sector público es corregir las desigualdades en rentas y oportunidades que conviven con la asignación de recursos propias de economías de mercado, cobrar impuestos en mayor proporción a los que más tienen se considera justo. Si exclusivamente el mercado se encargara de pagar rentas según la productividad de los agentes económicos, no se corregirían, sino que aumentarían las ventajas comparativas originales, de edad, de localización geográfica, de riqueza heredada, etcétera, y tales situaciones tenderían a perpetuarse injustamente. Es de reconocer, no obstante, que la mayor efectividad en la corrección de estas desigualdades debe atribuirse a las políticas de gasto público y no al impacto redistributivo de los ingresos. En efecto, son las políticas públicas de pensiones, subsidios de desempleo, sanidad, educación, etcétera, las que en mayor medida pueden incidir en asegurar un cierto nivel de bienestar a aquellos que menos tienen. Por ello, más importante que referir la progresividad a un único impuesto es aplicarla a la totalidad del sistema fiscal, incluyendo en el mismo la política de gasto público.

Otro argumento esgrimido en favor de impuestos progresivos es el propio de los economistas neoclásicos. Existiendo una utilidad marginal decreciente de la renta (lo que no es otra cosa que afirmar que un millón de pesetas le es mucho más útil, en general, a quien tiene poca renta que a quien tiene mucha), el pago de un impuesto calculado como una proporción fija de la renta percibida supondría un sacrificio mayor para niveles bajos que para niveles altos de renta. Por ello se argumenta que para asegurar la igualdad de sacrificio los impuestos deben ser progresivos, de manera que pague una proporción mayor de su renta quien más tiene. La dificultad de este razonamiento estriba en vincular la progresividad con la utilidad individual de las rentas, lo que es dificilmente observable. La progresividad del impuesto, afirman también quienes critican este planteamiento, debe ser real y no formal. En ocasiones es preferible un impuesto administrativo con generalidad, aun siendo formalmente proporcional, que no un impuesto de tarifa progresiva, pero con importantes componentes regresivos en su aplicación.

Un tercer argumento justifica la redistribución en general y un impuesto progresivo en particular, en una especie de pacto social de carácter constitucional celebrado ante horizontes inciertos. Tal es el caso cuando nos situamos ante diferentes probabilidades de percibir distintos niveles de renta según las condiciones iniciales de los distintos individuos. Imaginemos que antes de nacer, y sin saber con qué nivel de renta nos fuésemos a encontrar una vez en el mundo, hubiese una asamblea de todos los nasciturus y a alguien se le ocurriese un impuesto progresivo sobre la renta que garantizase, mediante subsidios iguales a la cantidad recaudada, una cierta redistribución de aquélla. Sintiendo todos antes de nacer una lógica aversión al riesgo, sin duda suscribiríamos tal constitución. El impuesto aparecería, entonces, como un seguro sobre la renta, cuyo precio, para los que obtuvieran rentas por encima de cierto nivel, estaría constituido por las deudas tributarias del impuesto progresivo.

Coordinación social

Finalmente, y quizás sea ésta la línea argumental más convincente, podemos considerar la redistribución como resultado de un proceso de coordinación social. Admitiendo que la eficacia de la redistribución se encuentra, sin duda, en el gasto público, es necesaria para garantizar su supervivencia la asunción social de una política de solidaridad. Esta asución, entendida como el resultado de un conjunto coordinado de decisiones colectivas e individuales, no puede basarse exclusivamente ni en un imperativo legal o constitucional, ni en programas de gasto conocidos casi exclusivamente por los beneficiarios del mismo y que implican una vivencia pasiva de la redistribución. Requiere de puntos de referencia, de mensajes colectivos y de actitudes que anuncien este papel solidario de las finanzas públicas. Y creo que para ello nada mejor que un mecanismo de financiación del gasto público con una cierta progresividad y de compromiso voluntario que haga patentes los valores solidarios existentes en la sociedad. Sin duda, un sistema fiscal proporcional es menos aglutinante y fomenta más el individualismo que un sistema formal y explícitamente progresivo.

La cuestión, entonces, es conocer qué grado de progresividad es el que se demanda. Como ya se anunciara, ésta es una pregunta de difícil, por no escribir imposible, respuesta. Por lo anteriormente expuesto, este grado de progresividad estará vinculado a la intensidad con que se defiendan valores de solidaridad por las instituciones, los colectivos sociales y los diferentes agentes económicos que configuran una cierta formación social. Es más una pregunta a responder colectivamente que mediante criterios técnicos. Si tratáramos de abordar su respuesta desde esta última perspectiva analítica, encontraríamos innumerables índices con los que medir la progresividad del impuesto, arrojando algunos de ellos resultados contradictorios. Es preferible, entonces, adoptar una perspectiva histórica o relativa y pasar a comentar lo que ha ocurrido con la progresividad del IRPF en los últimos años, antes que tratar de encontrar un baremo abstracto que fije su nivel óptimo.

Cuando, en 1978, se aprobó la ley 44/78 del IRPF, poco se podía imaginar el legislador lo que iba a ser el impuesto en los próximos años de vida. Desde luego, si hubiese anticipado la inconstitucionalidad de algunos de sus artículos, aquellos que se referían a la acumulación de rentas en la unidad familiar, no hubiera legislado de la forma en que lo hizo. Las expectativas hacia el impuesto apuntaban, sin embargo, por derroteros bien distintos.

En estos más de 10 años de vida del impuesto se han producido cambios importantes en las normas básicas de la ley 44/78. Los cambios que han afectado a la progresividad del IRPF lo han hecho como consecuencia de las modificaciones en los rendimientos netos, en la tarifa y en las deducciones de la cuota.

Tanto los cambios en el tratamiento de las plusvalías o ganancias de capital como el incremento en los gastos deducibles por rendimientos han tendido a reforzar la progresividad del impuesto. Todas estas alteraciones han supuesto un aumento en la carga tributaria efectiva (en lo que, incluyendo retenciones, se paga a la Administración tributaria) en mayor proporción para los niveles altos de renta imponible.

Los cambios en la tarifa que se han instrumentado básicamente en las diferentes leyes de presupuestos han tenido distintas finalidades. En ocasiones, las modificaciones se encontraban motivadas en ajustes a cambios anteriores producidos en las retenciones; en otras, su objetivo era aumentar la coherencia lógica de los tipos marginales y medios, y en otras, en ajustes a la inflación de la tarifa existente. En todos estos cambios se procuraba que el resultado fuera un impuesto más progresivo.

Por último, también las alteraciones legales en las deducciones de la cuota han ocasionado incrementos en la progresividad del impuesto. La denominada deducción variable, la eliminación de las deducciones por adquisición de valores, los cambios en las deducciones familiares y la deducción por rendimientos del trabajo han favorecido más a las rentas bajas que a las altas.

El resultado de todos estos cambios puede apreciarse en la evolución sufrida por los tipos efectivos (que se obtienen dividiendo la cuota líquida o importe pagado, incluyendo retenciones, por la renta o base imponible) desde 1982 hasta 1987. En 1982, la primera mitad de los declarantes soportan tipos efectivos mayores que en 1987, mientras que justo ha ocurrido lo contrario para la segunda mitad de declarantes, los de mayor tipo efectivo. La mitad que más impuestos pagaba en 1982 paga más en 1987, y la mitad que menos pagaba, paga en dicho año menos que en 1982.

Los datos

En 1987 sólo un 5% de los contribuyentes soportan un tipo efectivo superior al 20%, mientras que un 20% de los contribuyentes paga un tipo efectivo prácticamente nulo. En este último 20% deben considerarse incluidos gran parte de los nuevos declarantes que se han ido incorporando a los censos del impuesto.

Estos datos evidencian la fuerte evolución progresiva del IRPF en los últimos años. Muy pocos contribuyentes son los que en realidad soportan una presión tributaria real superior al 15%, mientras que para una gran parte de los contribuyentes la presión fiscal es más indirecta (por presentación de declaraciones, obligaciones contables, etcétera) que directa, ya que el tipo efectivo es muy bajo. Es claro que en esta evolución unos contribuyentes han perdido y otros han ganado; no puede ser de otra manera cuando se acentúa la progresividad de un impuesto.

Queda por cuestionarnos si no se habrá aliviado en exceso la carga tributaria para algunos y elevado también en exceso para otros. Es dificil recurrir a algún criterio analítico que responda esta cuestión. La respuesta, sin duda no puede ser otra que la que den los propios colectivos sociales interesados.

Para algunos, probablemente aquellos que han visto incrementada su carga tributaria, es posible que la progresividad del impuesto parezca excesiva e injustamente repartida. Los intereses de aquellos que se encuentran en los deciles donde ha disminuido el tipo efectivo en 1982 deben colocarse en el otro lado de la balanza. En los próximos meses, al afrontar la reforma de la imposición sobre la renta, los agentes económicos y las instituciones políticas y sociales deberán manifestar en qué platillo de la balanza se sitúan y cómo contrarrestar las posiciones de unos y otros. En todo caso, tales posiciones deben tener en consideración tanto la importancia de un impuesto progresivo sobre la renta como la historia real de nuestro IRPF.

es director del Instituto de Estudios Fiscales.

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