El discreto encanto del gerente Bush
El presidente norteamericano cumple un año en la Casa Blanca con mayor aceptación que sus predecesores
Una semana después de la histórica cumbre de Malta, el jefe del gabinete de George Bush y uno de sus más influyentes y cercanos colaboradores, John Sununu, definía con exactitud médica, en el National Press Club de Washington, el diagnóstico que los enemigos políticos de su jefe le habían aplicado antes y durante los primeros, meses de su presidencia. "Pensaban que era un hemofílico que se desangraría ante la primera incisión que se le practicara", dijo Sununu. Un año después de tomar posesión como 41º presidente de Estados Unidos, George Herbert Walker Bush ha demostrado con su comportamiento que sus críticos estaban equivocados y que no sólo no se desangra, sino que no es fácil herirle.
Bush celebró ayer sus primeros 365 días al frente de este país con un grado de aceptación entre la ciudadanía que oscila entre el 70% y el 78%, unos porcentajes no alcanzados en el primer año en la Casa Blanca por ninguno de sus tres inmediatos antecesores: Ronald Reagan, Jimmy Carter y Gerald Ford. Además, gracias a sus iniciativas en política exterior -la interior constituye todavía una asignatura pendiente para el presidente-, que culminaron con la invasión de Panamá el pasado 20 de diciembre, Bush ha conseguido sacudirse de un plumazo las acusaciones de wimp -débil, indeciso y timorato, en versión española- con que le bombardearon sus adversarios durante la campaña electoral y en los primeros 11 meses de su presidencia hasta la intervención militar para derrocar a Manuel Antonio Noriega.En los círculos políticos de Washington nadie considera ya a Bush como el eterno segundón, el probo y honrado funcionario público que todavía en octubre era descrito por un conocido comentarista político, Russell Baker, por su indecisión en apoyar el fallido golpe de Estado contra Noriega, como el protagonista de un sueño en el que todavía se creía vicepresidente y evitaba toda controversia para así poder ganar un cuarto mandato en 1992 como compafiero de candidatura de Reagan.
El consenso general es que la política exterior, donde Bush se mueve como pez en el agua, ha salvado su primer año en la Casa Blanca. Bush no niega su afición a los temas exteriores, en los que se considera un verdadero especialista, ni el hecho de que se encuentra más a gusto dialogando con Mijail Gorbachov, Helmut Kohl o François Mitterrand que tratando de convencer a lo líderes de un Congreso dominado por los demócratas sobre la benignidad de un determinado proyecto de ley sobre los muchos y muy graves temas interiores pendientes.
Un cambio prudente
Su hobby es además absolutamente coherente con su biografia política, que incluye cargos tan ligados al exterior como la jefatura de misión en Pekín, la Embajada en las Naciones Unidas y la dirección de la Agencia Central de Inteligencia (CIA).El cambio de Bush en la formulación de los grandes ejes de la política exterior norteamericana ha sido gradual, "prudente, diplomático y cauto", para emplear sus propias palabras. Después de unos primeros meses en los que la Casa Blanca advertía continuamente sobre los peligros de dejarse seducir por las palabras de Gorbachov -"no hay que cometer el error de Reagan, que estaba hipnotizado por el líder soviético", se comentaba en círculos allegados al presidente-, Bush ha abrazado la causa de la perestroika con más entusiasmo si cabe que el actual ocupante del Kremlin.
Tras aguantar impávido, durante cerca de cinco meses, las críticas interiores y europeas sobre su falta de sensibilidad ante los acontecimientos que se estaban produciendo en el Este, Bush se presentó en Bruselas a finales de mayo con una formulación radical de las relaciones con la Unión Soviética y una propuesta inesperada sobre reducción de efectivos militares en Europa que dejó boquiabiertos a los líderes occidentales. El fin de la guerra fría desde la óptica de Washington -que culminó en noviembre con la apertura del muro de Berlín y se reafirmó en diciembre con la cumbre de Malta- se inició en mayo con la oferta de Bush de pasar del enfrentamiento y la contención, las dos constantes en las relaciones entre Washington y Moscú desde finales de la II Guerra Mundial, a la cooperación.
A pesar de la confianza y la amistad que unen a Bush con su secretario de Estado, James Baker, consolidadas a través de intereses comunes políticos y económicos en Tejas, el presidente se considera su propio ministro de Asuntos Exteriores. En todo momento, Bush deja meridianamente claro que la formulación de la política exterior le corresponde sólo y exclusivamente a él. Como señala uno de sus colaboradores, veterano de varias administraciones en la Casa Blanca, "en la época de Reagan, las decisiones se tomaban de abajo hacia arriba". "Con Bush es al revés. Todo se origina de arriba hacia abajo".
Bush ha aportado a la presidencia una actitud de gran reserva en torno a sus decisiones políticas, probablemente heredada de su etapa al frente de la CIA, que choca con los modos habituales de Washington, donde las filtraciones a los medios de comunicación por parte de altos funcionarios constituían una de los prácticas habituales para tratar de influenciar a la opinión pública.
El más secreto
Bush no tolera las filtraciones. Para él, "no news is good news" ("si no hay noticias es que todo marcha bien"). Cuando The Washington Post se adelantó en 24 horas al anuncio oficial de la cumbre de Malta, Bush montó en cólera y comentó agriamente a su círculo más íntimo: "Si se produce una nueva [filtración] habrá que estrechar todavía más este círculo". Ni siquiera sus secretarios de Defensa, Richard Cheney, y de Prensa, Marlin Fitzwater, conocieron hasta meses después el viaje secreto realizado por el asesor de Seguridad Nacional, Brent Scowcroft, a Pekín poco después de producirse la matanza de la plaza de Tiananmen.El afán por mantener el secreto a toda costa le ha causado también problemas; algunos de ellos, graves. La cumbre de Malta estuvo a punto de fracasar, y no precisamente por falta de buena voluntad de las dos partes, sino por causas meteorológicas. Como comentaba irónicamente un columnista, si Bush se hubiera molestado en pedir una previsión del tiempo en el Mediterráneo a principios de diciembre hubiera descubierto que los temporales son corrientes en la zona. Pero el presidente no lo hizo por temor a que alguien pudiera deducir la localización exacta de su reunión con Gorbachov.
Salvo desatinos imprevisibles para un hombre de su prudencia y cautela -la invasión de Panamá, criticada en América Latina y España, se considera por la opinión pública de este país como un éxito total-, sus problemas en el año que acaba de comenzar le vendrán del frente interior, donde Bush está prácticamente inédito, a pesar de las afirmaciones triunfalistas de su equipo. En este campo, los problemas se aplazan y no se afrontan. El déficit presupuestario y comercial acumulado por Reagan durante sus ocho años de presidencia sigue presente, pesando como una losa para las generaciones futuras de norteamericanos, mientras su sucesor se niega rotundamente a aumentar los impuestos atado por su promesa electoral de no incrementar la presión fiscal.
Y lo mismo puede decirse de temas como el seguro de enfermedad, uno de los más caros y menos efectivos del mundo desde el punto de vista presupuestario; el aborto, que se ha convertido en el tema político más conflictivo desde la lucha por la igualdad racial; la droga, la seguridad ciudadana, el medio ambiente y la competitividad de las industrias norteamericanas frente a las japonesas.
Demócratas desarbolados
Sin embargo, Bush tiene dos bazas a su favor para lidiar los temas interiores. En primer lugar, los demócratas están desarbolados como consecuencia de los escándalos internos que sacudieron el partido el pasado año, y que culminaron con la dimisión del speaker de la Cámara de Representantes, James Wright, y de su fracaso en conseguir colocar un líder en la Casa Blanca desde 1976. En segundo, la economía marcha bien y, a corto plazo, nadie predice un frenazo brusco en la expansión que se ha mantenido a lo largo de los últimos 85 meses.
Bush no es un ideólogo -él mismo lo confiesa-, sino un pragmático. Sus críticos le acusan de carecer de la visión necesaria para hacer frente a los retos de esta década y para conducir a la sociedad norteamericana al siglo XXI. Sin embargo, como apuntaba recientemente un influyente periódico europeo, en un momento en que la competencia de la posguerra con la URSS se ha decantado claramente a favor de Estados Unidos, "quizá este país necesita más un gerente que un caudillo".
Y no hay duda de que Bush reúne todas las condiciones necesarias para desempeñar a la perfección esa gerencia.
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