¿Qué 'quedrán'?
Creo que la anécdota pertenece a Rafael El Gallo, el mágico y, por tanto, veleidoso torero gitano: cuando le soltaban un toro que no era de su gusto se limitaba a darle unos cuantos mantazos Y de inmediato se refugiaba en el burladero; ante la bronca que le montaba el respetable, El Gallo comentaba con sincero y dolido asombro: "Pero ¿que quedrán?". Esa misma pregunta me he tenido que hacer yo ante el coro de lamentos y misereres que venimos oyendo con motivo de la derrota sandinista en las urnas nicaragüenses. ¿Que quería esa buena gente que ahora da tanta lata sebosa y beaturrona?Unos gimen que las elecciones se han hecho bajo presión del bloqueo y la amenaza yanqui: desde luego, es una lástima. Si los sandinistas las hubiesen realizado hace 10 años, en lugar de ir desmontando de la primera Junta de Gobierno a cuantos no comulgaban con ellos, el clima electoral hubiera sido muy diferente. Ahora puede decirse no sólo que han llamado a las urnas bajo presión del gran garrote gringo, sino también porque tal presión existía. Otros, con ese comprensivo paternalismo para con los desvaríos del hambre ajena que da la buena mesa, suspiran que los nicaragüenses "han votado con el estómago". En efecto, como últimamente empleaban tan rara vez ese órgano para su función natural, quizá le hayan buscado ocupación en los comicios. ¡Ojalá muchos encontraran para su cerebro vacante uso alternativo tan apropiado! Sin embargo, resulta algo abusivo dictaminar que sólo obnubilados por el hambre han podido rechazar a un surtido de gloriosos comandantes y un modelo político que tenía sospechoso parecido con otros que pueblos menos hambrientos (como los del este de la culta Europa) tampoco parecen sufrir con entusiasmo. Los menos quejicas se consuelan constatando que, a pesar de todos los pesares, los sandinistas aún cuentan con un 41%, de votantes adictos, mientras que la UNO es una amalgama de una docena de partidos. Razonamiento peligroso por lo favorable que resultaría también para Pinochet, que, pese a carecer de simpatías internacionales o yanquies, aún obtuvo mayor porcentaje favorable en el referéndum en el que fue derrotado por una coalición de adversarios. ¿Hay que entender este dato concluyendo que son muchos los nicaragüenses sanamente revolucionarios y muchos los chilenos perversamente reaccionarios? ¿O más bien será que toda dictadura, de derechas o de izquierdas, a lo largo de una estancia suficientemente larga en el poder crea su propio grupo de apoyo, nutrido por el desmantelamiento de la mayoría de los actores sociales en que suele basarse el pluralismo político? Sobre lo que dura la lealtad al antiguo régimen de esa casta en época democrática consúltese el ejemplo de la transición española desde el franquismo.
Lo más sorprendente de estos doloridos trenos es que no parecen considerar la excelente posición política en la que han quedado los sandinistas en Nicaragua. Al indudable mérito histórico de haber derrocado la dictadura del innoble gánster Somoza unen ahora el de haber sido capaces (algo presionados por las circunstancias, eso sí) de haber convocado y realizado unas elecciones realmente limpias. Este último les honra por lo menos tanto como el primero, si no más. Se han convertido en una oposición respetada y numéricamente importante. Les toca esperar con tranquila disposición crítica que la presidenta Chamorro resuelva el problema de la contra y recabe las ayudas que paliarán la penuria económica -sus dos problemas fundamentales- antes de presentarse contra ella con buenas expectativas de recobrar el poder en las próximas elecciones. Los nuevos errores que se cometerán y las nuevas dificultades que saldrán al paso jugarán ahora a su favor. Como ha dicho en estas mismas páginas Gabriel Jackson, Nicaragua tiene una aceptable oportunidad democrática. Para que se cumpla debidamente, empero, hacen falta dos requisitos complementarios. Primero, que la transmisión del poder se realice tan limpiamente como las elecciones mismas. Aquí, el papel de las fuerzas armadas es capital, y sería muy malo que los actuales mandos sandinistas se empeñaran, como Pinochet, en convertirse en centinelas armados de sus propias prerrogativas. El segundo requisito es que el Frente Sandinista pase de ser un movimiento de masas a un partido político, con su programa y su ideología, desde luego, pero renunciando a la impregnación total de la ciudadanía con su simbología y su disciplina. Los electores que voten por ellos la próxima vez deberán hacerlo por razones políticas, no mesiánicas.
¿Es el cumplimiento de esta última exigencia lo que deplora el coro plañidero que se ha alzado tras las elecciones? Mucho me temo que sí, al menos en buena medida. ¡Ay dolor, los sandinistas van a perder su carácter revolucionario! Y por revolucionario se entiende lo dictaminado por el catón castrista-guevarista y resumido hace muchos años por Régis Debray en una frase contundente: "Hoy, en América Latina, una línea política que no pueda expresarse por sus efectos en una línea militar coherente y precisa no puede ser considerada como revolucionaria". Me arriesgaré a una blasfemia: la obsesión aun vigente por este planteamiento ha causado tanto daño en Latinoamérica como la United Fruit. Idéntico efécto ha tenido el dogma de una dignidad nacional definida exclusivamente como resistencia a las injerencias del imperialismo yanqui, pero que nada veía de indigno en la supeditación económica a la interesada magnanimidad soviética y en la sumisión política al militarismo verborreico de la vanguardia de turno. Cuando Castro asegura que los cubanos (cuya unánime voz es por fuerza la suya propia) prefieren morir "antes que vivir como los yanquies pasa por alto que las libertades políticas no son una exclusiva del folclor norteamericano y que se pueden convocar elecciones pluripartidistas sin por ello convertirse en adicto al béisbol. En su estudio sobre la política y la sociedad en América Latina, Alain Touraine señala dos condiciones para el desarrollo político de la zona (que no puede ser desligado del aumento de productividad económica ni sustituido por éste): primera, el reforzamiento de los actores de una sociedad industrial (empresarios, sindicatos, administradores públicos, profesionales e intelectuales); segunda, la lucha contra la desigualdad. Creo que estos objetivos no pueden buscarse por separado ni mucho menos en oposición uno a otro. Los europeos, y sobre todo los españoles, que se preocupan por los problemas de ese continente lleno de conflictos y esperanzas deberían fomentar cuanto apunta en esta dirección, en lugar de convertirse en nostálgicos de fórmulas heroico-burocráticas que enquistan los problemas, en lugar de ir resolviéndolos. Pero ¿quedrán o no quedrán.?
es catedrático de Ética en la universidad del País Vasco.
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