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Historia y novela

Mario Vargas Llosa

Si usted cree que la historia de los hombres está escrita antes de hacerse, que ella es la representación de un libreto preexistente elaborado por Dios, por la naturaleza, por el desarrollo de la razón o la lucha de clases y las relaciones de producción; si usted cree que la vida es una fuerza o mecanismo social y económico que los individuos tienen escaso o nulo poder de alterar; si usted cree que este encaminamiento de la humanidad en el tiempo es racional, coherente y, por tanto, predecible; si usted, en fin, cree que la historia tiene un sentido secreto que, a pesar de su infinita diversidad episódica, da a toda ella coordinación lógica y la ordena como un rompecabezas a medida que todas las piezas van casando en su debido lugar, usted es según Popper- un historicista.Sea usted platónico, hegeliano, comtiano, marxista -o seguidor de Maquiavelo, Vico, Spengler o Toynbee-, usted es un idólatra de la historia y, consciente o inconscientemente, un temeroso de la libertad, un hombre recónditamente asustado de asumir esa responsabilidad que significa concebir la vida como permanente creación, como una arcilla dócil a la que cada sociedad, cultura, generación, pueden dar las formas que quieran, asumiendo por eso la autoría, el crédito total, de lo que en cada caso los hombres ganan o pierden.

La historia no tiene orden, lógica, sentido, y mucho menos una dirección racional que los sociólogos, economistas o ideólogos puedan detectar por anticipado, científicamente. La historia la organizan los historiadores; ellos la hacen coherente e inteligible mediante puntos de vista o interpretaciones que son siempre parciales, provisionales y, en última instancia, tan subjetivos como las construcciones artísticas. Quienes creen que una de las funciones de las ciencias sociales es pronosticar el futuro, predecir la historia, son víctimas de tina ilusión, pues aquél es un objetivo inalcanzable.

¿Qué es entonces la historia? Una improvisación múltiple y constante, un animado caos al que los historiadores dan apariencia de orden, una casi infinita multiplicación contradictoria de sucesos que -para poder entenderlos- las ciencias sociales reducen a arbitrarlos esquemas y a síntesis que resultan en todos los casos una ínfima versión o incluso una caricatura de la historia real, aquella vertiginosa totalidad del acontecer humano que desborda siempre los intentos racionales e intelectuales de aprehensión. Popper no recusa los libros de historia ni niega que el conocimiento de lo ocurrido en el pasado pueda enriquecer a los hombres y ayudarlos a enfrentar mejor el futuro; pide que se tenga en cuenta que toda historia escrita es parcial y arbitraria, porque refleja apenas un átomo del universo inacabado que es el quehacer y la vivencia social, ese todo siempre haciéndose y rehaciéndose, que no se agota en lo político, lo económico, lo cultural, lo institucional, lo religioso, etcétera, sino que es la suma de todas las manifestaciones de la realidad humana, sin excepción. Esta historia, la única real, la total, no es abarcable ni describible por el conocimiento humano.

Lo que entendemos por historia -dice Popper en La sociedad abierta- es "una ofensa contra cualquier concepción decente de la humanidad"; es, por lo general, la historia del poder político, lo que no es otra cosa que 1a historia del crimen internacional y los asesinatos colectivos (aunque también la de algunos intentos de suprimirlos)" (Open society, volumen 2, página 270). La historia de las conquistas, crímenes y otras violencias ejercidas por caudillos y déspotas a los que los libros han transformado en héroes no puede dar sino una pálida idea de la experiencia integral de todos aquellos que los padecieron o pasaron, y de los efectos y reverberaciones que el quehacer de cada cultura, sociedad, civilización, tuvo en las otras, sus contemporáneas, y todas ellas, reunidas, en las que las sucedieron. Si la historia de la humanidad es una vasta corriente de desarrollo y progreso con abundantes meandros, retrocesos y detenimientos (tesis que Popper no niega), ella, en todo caso, no puede ser abordada en su infinita diversidad y complejidad.

Quienes han tratado de descubrir, en este inabarcable desorden, ciertas leyes, a las que se sujetaría el desenvolvimiento humano, han perpetrado lo que para Popper es acaso el más grave crimen que puede cometer un político o intelectual (no un artista, en quien esto es un legítimo derecho): una construcción irreal. Una artificiosa entelequia que aspira a presentarse como verdad científica, cuando no es otra cosa que acto de fe, propuesta metafísica o mágica. Naturalmente, no todas las teorías historicistas se equivalen; algunas, como la de Marx, tienen una sutileza y gravitación mayores que, digamos, la de un Arnold Toynbee (quien redujo la historia de la humanidad a 21 civilizaciones, ni una más ni una menos).

El futuro no se puede predecir. La evolución del hombre en el pasado no permite deducir una direccionalidad en el acontecer humano. No sólo en términos históricos; también, desde el punto de vista lógico, aquélla sería pretensión absurda. Pues, no hay duda, el crecimiento de los conocimientos influye en la historia. Pero no hay manera de predecir, por métodos racionales, la evolución del conocimiento científico. Por tanto, no es posible anticipar el curso futuro de una historia que será, en buena parte, determinada por hallazgos e inventos técnicos y científicos que no podemos conocer con antelación.

Los sucesos internacionales de nuestros días son un buen argumento a favor de la imprevisibilidad de la historia. ¿Quién hubiera podido, hace apenas 10 años, anticipar el fenómeno de la perestroika y la, al parecer, irresistible decadencia del comunismo en el mundo? ¿Y quién al golpe poco menos que mortal que ha dado a las políticas de censura y control del pensamiento de las dictaduras el fantástico desarrollo de los medios de comunicación audiovisuales, a los que es cada día más difícil oponer controles o simples interferencias?

Ahora bien, que no existan leyes históricas no significa que no haya ciertas tendencias en la evolución humana. Y que no se pueda predecir el futuro, tampoco significa que toda predicción social sea imposible. En campos específicos, las ciencias sociales pueden establecer que, bajo ciertas condiciones, ciertos hechos inevitablemente ocurrirán: la emisión inorgánica de moneda traerá consigo siempre inflación, por ejemplo. Y no hay duda tampoco de que en ciertas áreas, como las de la ciencia, del derecho internacional, de la libertad, se puede trazar una línea más o menos clara de progreso hasta el presente. Pero sería imprudente suponer, incluso en estos campos concretos, que ello asegure en el futuro una irreversible progresión. La humanidad puede retroceder y caer, renegando de aquellos avances. Jamás hubo en el pasado matanzas colectivas semejantes a las que produjeron las dos guerras mundiales. Y el holocausto judío perpetrado por los nazis o el exterminio de millones de disidentes por el comunismo soviético, ¿no son pruebas inequívocas de cómo la barbarie puede rebrotar con fuerza inusitada en sociedades que parecían haber alcanzado elevados niveles de civilización? El fundamentalismo islámico y casos como el de Irán, ¿no Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior prueban acaso la facilidad con que la historia puede transgredir toda precisión, seguir trayectorias histéricas y experimentar regresiones en lugar de avances?

Pero, aunque la función de los historiadores está en referir acontecimientos singulares o específicos, y no en descubrir leyes o generalizaciones del acontecer humano, no se puede escribir ni entender la historia sin un punto de vista; es decir, sin una perspectiva o interpretación- El error historicista, dice Popper, está en confundir una interpretación histórica con una teoría o una ley. La interpretación es parcial y, si se admite así, útil para ordenar -parcialmente- lo que de otro modo sería una acumulación caótica de sucesos. Inter, retar la historia como resultado de la lucha de clases, o de razas, o de las ideas religiosas, o de la pugna entre la sociedad abierta y la cerrada, puede resultar ilustrativo, a condición de que no se atribuya a ninguna de estas interpretaciones validez universal y excluyente. Porque la historia admite muchas interpretaciones coincidentes, complementarias o contradictorias, pero ninguna ley en el sentido (de decurso único e inevitable.

Lo que invalida las interpretaciones de los historicistas es que éstos les confieren valor de leyes a las que los acontecimientos humanos se plegarían dócil mente, como se someten los objetos a la ley de la gravedad, y las mareas, a los movimientos de la luna. En este sentido, no existen leyes en la historia, porque ella es, para bien y para mal, libre, hija de la libertad de los hombres, y, por tanto, in controlable y capaz de las más sorprendentes y extraordinarias ocurrencias. Desde luego que un observador zahorí advertirá en ella ciertas tendencias. Pero éstas presuponen multitud de condiciones específicas y variables, además de ciertos principios generales y regulares. El historicista suele omitir, al destacar las tendencias, aquellas condiciones específicas y cambiantes, y trastoca de este modo las tendencias en leyes generales. Procediendo así desnaturaliza la realidad y presenta una totalización abstracta de la historia que no es reflejo de la vida colectiva en su desenvolvimiento en el tiempo, sino apenas de su invención, a veces de su genio y también de su secreto miedo a lo imprevisible. "Ciertamente", dice el párrafo final de La miseria del historicismo, "parece como si los historicistas estuviesen intentando compensar la pérdida de un mundo inmutable aferrándose a la creencia de que el cambio puede ser previsto porque está regido por una ley inmutable".

La concepción de la historia escrita que tiene Popper se parece como dos gotas de agua a lo que siempre he creído que es la novela: una organización arbitraria de la realidad humana que defiende a los hombres contra la angustia que les produce intuir el mundo, la vida, como un vasto desorden.

Toda novela, para estar dotada de poder de persuasión, debe imponerse a la conciencia del lector como un orden convincente, un mundo organizado e inteligible cuyas partes se engarzan unas en otras en un sistema armónico, un todo que las relaciona y sublima. Lo que llamamos el genio de Tolstoi, de Heriry James, de Proust, de Faulkner, no sólo tiene que ver con el vigor de sus personajes, la morosa psicología, la prosa sutil o laberíntica, la poderosa imaginación, sino también, de modo sobresaliente, con la coherencia arquitectónica de sus mundos ficticios, lo sólidos que lucen, lo bien trabados que están. Ese orden riguroso e inteligente, donde nada es gratuito ni incomprensible, donde la vida fluye por un cauce lógico e inevitable, donde todas las manifestaciones de lo humano resultan asequibles, nos seduce porque nos tranquiliza: inconscientemente lo superponemos al mundo real, y éste entonces deja transitoriamente de ser lo que es vértigo, inconmensurable absurdo, caos sin fondo, desorden múltiple- y se cohesiona, racionaliza y ordena a nuestro alrededor, devolviéndonos aquella confianza a la que difícilmente se resigna el ser humano a renunciar: la de saber qué somos, dónde estamos y sobre todo adónde vamos.

No es casual que los momentos de apogeo novelístico hayan sido aquellos que preceden a las grandes convulsiones históricas, que los tiempos más fértiles para la ficción sean aquellos de quiebra o desplome de las certidumbres colectivas -la fe religiosa o política, los consensos sociales e ideológicos-, pues es entonces cuando el hombre común se siente extraviado, sin un suelo sólido bajo sus pies, y busca en la ficción -en el orden y la coherencia del mundo ficticio- abrigo contra la dispersión y confusión, esa gran inseguridad y suma de incógnitas que se ha vuelto la vida. Tampoco es casual que sean las sociedades que viven períodos de desintegración social, institucional y moral más acusados las que han generado los órdenes narrativos más estrictos y rigurosos, los mejor organizados y lógicos: los de Sade y los de Kafka, los de Proust y los de Joyce, los de Dostoíevski y los de Tolstol. Esas construcciones, en las que se ejerce de manera radical el libre albedrío, desobediencias imaginarias de los límites que impone la condición humana -deicidios simbólicos-, secretamente constituyen, como Los nueve libros de la historia, de Herodoto; la Histoire de la Révolution Française, de Michelet, o The decline andJall of the Roman Empire, de Gibbon -esos prodigios de erudición, ambición, buena prosa y fantasía-, testimonios del miedo pánico que produce a los hombres la sospecha de que su destino es una "hazaña de la libertad" y de las formidables creaciones intelectuales con que -en distintas épocas, de distintos modos- tratan de negarlo. Afortunadamente, el miedo a reconocer su condición de seres libres no sólo ha fabricado tiranos, filosofías totalitarias, religiones dogmáticas, historicismo; también grandes novelas.

Mario Vargas Llosa es escritor.

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