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Soldados

Antonio Muñoz Molina

Cruzábamos aquella verja custodiada por la policía militar y nos llegaba al mismo tiempo el olor hediondo de las cocinas y la sospecha amarga de que cuando diéramos un paso más quedaríamos despojados no sólo de nuestras ropas civiles, sino también de esa parte adulta de nuestra identidad que nos había permitido hasta entonces mantener una actitud no humillada hacia el mundo. Habíamos viajado durante una noche entera y un día sin fin en trenes aquejados por una sórdida lentitud de posguerra, y el sentimiento de deportación ya se hizo ineludible cuando en el mismo andén nos ordenaron a gritos que nos pusiéramos en fila y nos recordaron un hábito disciplinario de la infancia: extender el brazo derecho hasta tocar el hombro del que había delante para mantener la distancia. Luego, en una explanada entre los barracones, había que formar de nuevo, percibiendo siempre ese olor extraño e infame que muy pronto ya no notaríamos, y era entonces cuando nos quitaban el nombre, sustituido por una especie de matrícula que en ciertos casos podía parecerse al nombre en clave de un espía de tebeo. Como era de Jaén, yo pasé a llamarme J-47. Hacía dos años que estaba promulgada la Constitución, pero en todas las dependencias se exhibía privilegiadamente el testamento del general Franco. Habían pasado tres años desde la última amnistía, pero en la ficha de cada uno de nosotros constaban sus peripecias más nimias y lejanas con la brigada político-social, y algunos mandos inferiores mostraban un desusado interés en supervisar las taquillas de los posibles disidentes, no fueran, supongo, a guardar en ellas material subversivo o a recibir en los paquetes de la familia alijos de Goma 2, pues eran los tiempos en que los héroes de la carta bomba y el disparo en la nuca no habían descubierto aún las ventajas patrióticas del amonal.Día a día aprendíamos a recobrar las formas más antiguas del miedo y de la incertidumbre: miedo a los gritos, a las bofetadas, a llegar tarde a una formación, a no saber atarse los cordones de las botas, incertidumbre ante las normas de una legitimidad indescifrable que conducía casi siempre a la humillación y al castigo. Desde el amanecer viajábamos hacia atrás en el tiempo, y a medida que la realidad exterior se nos borraba con tan singular facilidad como un sueño sentíamos revivir terrores abolidos: de nuevo estábamos a merced de la absoluta sinrazón y de la violencia física, como si al cruzar las vallas de alambre espinoso hubiéramos ingresado en uno de esos valles o islas inaccesibles donde perduran especies animales y formas de vida que desaparecieron hace milenios en el resto del mundo.

Al quitarnos las ropas y el nombre y raparnos la cabeza nos quitaban todo lo que habíamos sido hasta entonces, y sólo nos quedaba un atónito desamparo infantil enturbiado por el sentimiento continuo de la vejación. Durante los ejercicios de tiro se vislumbraba en una discreta lejanía una ambulancia y el perfil de un sacerdote con sotana, indicios de que si alguna desgracia llegaba a sucedernos nuestra alma sería tan velozmente atendida como nuestro cuerpo. Pero había algo más doloroso que el desconsuelo y el terror: era descubrir la infinita capacidad de obediencia y vileza que anidaba en cada uno de nosotros, era saber que la crueldad no precisaba ser ejercida por los distantes superiores, porque basta que haya alguien un poco más débil para que quien se encuentra un centímetro por encima de él se ocupe de aplastarlo. No siempre se tiene en esta vida la oportunidad de ser cruel impunemente, y hay horas de diversión que durante muchos años se recordarán con agrado: bajarle los pantalones a un recluta y estamparle en el lomo el sello de la compañía, ponerle una zancadilla a ese gordo al que no hay manera de enseñarle a marcar el paso, robarle toda la ropa mientras está en la ducha y obligarlo a salir desnudo al frío de enero, bromas inocentes que sazonaban de camaradería la recia vida militar.

A un recluta destinado a cocinas, los veteranos lo encerraron en la cámara frigorífica, y cuando volvieron a abrir tenía cara de muerto y sus dientes sonaban al chocar entre sí como una máquina de coser; hasta hubo reclutas que celebraron la gracia, porque ya desde el principio se les veía a muchos la vocación de alcanzar cuanto antes el privilegio de la veteranía y la canallada simpática, y eran los primeros en aprenderse la jerga del cuartel y el modo de llevar la gorra echada hacia la nuca. Otros, en cambio, parecían volver a una infancia de soledad y desdicha, y eran, a los 20 años, como esos niños mocosos y torpes a quienes cualquiera puede pegarles y que reciben todos los castigos. Los gordos eran los que daban más risa, los gordos miopes, sobre todo, que oscilaban al desfilar como embarazadas y eran tan congénitamente incapaces de toda apostura marcial que llevaban el fusil al hombro como si fuera una fregona. No había manera de que los gordos saltaran el potro, corrían desmañadamente hacia él y las carnes les temblaban bajo la camiseta de gimnasia, y al llegar daban un pequeño salto gallináceo y se quedaban allí, quietos y ridículos, o se caían de espaldas, ante las carcajadas viriles de los compañeros, y el cabo o el ayudante del cabo les llamaba gallinas o maricones y los condenaba a la última infamia (le ingresar en el pelotón de los torpes, la fila tristísima de los más inútiles de todos, los medio locos, los pirados, los tipos de pecho hundido y gafas redondas que andaban siempre leyendo libros, pero que nunca se sabían de memoria los componentes del fusil, parecía mentira, tan listos, los gordos fanegones y cobardes que se asfixiaban al correr y se tiraban al suelo como ranas después de lanzar una granada. Eran los últimos de los últimos, los incurables, los parias, los que al disparar jamás daban en el blanco, y seguían marcando el paso cuando ya había oscurecido, sin acertar nunca, sin remisión, sin dignidad, escuchando insultos coreados de risas, qué gracia tiene este cabo, es muy bruto, pero qué buena gente.

Uno sobrevivía, incluso se acostumbraba, contando días y semanas y meses con perseverancia neurótica, porque el tiempo, aunque no lo pareciera, avanzaba, y uno tachaba números en los calendarios y cada noche, al oír en la oscuridad el toque de silencio, se atribuía un oculto desquite. Uno procura olvidar luego, y supone distraídamente que lo que olvidó ya no existe, que en tantos años todo cambia, hasta lo inamovible. Así que más le vale, para que el recuerdo y la rabia río vuelvan a herirlo, no saber que la pesadilla de la que despertó hace 10 años todavía dura para. otros, no llevar la cuenta de los soldados que mueren por accidente o se suicidan sin explicación, no imaginar el sufrimiento y el escarnio y el miedo de ese recluta gordo y torpe que agonizó como un animal abandonado en los lavabos de un cuartel el 1 de septiembre de 1988.

Antonio Muñoz Molina es escritor.

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