El tercer Borbón
El viaje de Felipe de Borbón a Cataluña ha sido importante no sólo para los catalanes de hoy y para el propio príncipe de Asturias y de Gerona. Ha ido bastante más allá: ha iniciado con éxito el proceso de la sucesión, nada actual, de Juan Carlos I.Al ponerse a prueba el temple constitucional y autonómico -y la calidad personal- del heredero, como se ha puesto estos días en distintas ciudades catalanas, la institucionalización de la Monarquía parlamentaria ha recibido un impulso decisivo. En el trasfondo de bastantes conciencias democráticas existía hasta ayer un apoyo o aceptación más o menos entusiasta o resignada del juancarlismo coronado, dependiendo de las impregnaciones de la herencia en la ideología de cada ciudadano. Ese apoyo era producto, sobre todo, de los servicios prestados por el Rey a la democracia española y a la pluralidad lingüística y cultural, no en vano ha sido el primer monarca español que ha hablado pública y oficialmente en idioma catalán desde hace siglos.
Pues bien, desde este viaje del heredero de la Corona están en marcha, en la práctica, los principales mecanismos relativos a la jefatura del Estado previstos en la Constitución. Y de hoy en adelante, lo que hasta ahora era simple letra en el ordenamiento jurídico queda traspasado a la conciencia popular, ese nivel de representación de la realidad con el que a veces no se cuenta en la política cotidiana y que al cabo representa el sustento de las instituciones: del juancarlismo coronado muchas mentes han pasado definitivamente a la Monarquía constitucional, es decir, a la constitucionalización de la Monarquía.
La Monarquía constitucional recibió un gran espaldarazo legitimador cuando hace nueve años su titular salió en defensa del orden democrático. Y si en este caso no se trataba de encontrar legitimación para su heredero, que la tenía, sí se trataba de cotejar el nivel de confianza política que despertaba, puesto que la confianza es siempre un refuerzo de la legitimidad.
Felipe de Borbón ha ratificado popularmente, por tercera generación ininterrumpida, el impulso democrático de la Monarquía; ha vuelto a evidenciar la vinculación de su gestión a la idea de una España política y culturalmente plural; y ha consagrado la ruptura emprendida por el Rey con el aspecto más negativo de la tradición del Estado español y de su forma monárquica. Si el primer monarca de la dinastía Borbón, Felipe V, fue quien ratificó la primera gran persecución del idioma y la cultura catalanes, el último Felipe del mismo apellido, el futuro Rey, figura ya entre quienes más han hecho, y en pocos días, para su relanzamiento.
Para decirlo crudamente. Después de esta visita, nadie que desee concitar credibilidad puede hablar de los Borbones con tonillo despectivo de rebotica fraguado en mil historias y escasas actualidades. Los tres Borbones de la segunda mitad del siglo XX -el conde de Barcelona, don Juan Carlos y don Felipe- son ciudadanos demócratas, altos funcionarios constitucionales. Y de profunda sensibilidad autonómica. Son ya otra cosa.
Ello no es estrictamente una novedad. Lo nuevo, lo decisivo, es la línea de continuidad. Dos sentencias producen jurisprudencia, y el acercamiento del Príncipe a la nueva Cataluña reitera el del Rey. Es tradición en la imaginería de las estirpes industriales que el abuelo crea, el hijo expande y el nieto dilapida, y bien se está viendo que ese fatídico esquema no se repite en este caso.
La clave de estos hechos está en el pacto. Durante cuatro densos días y a lo largo de una docena de discursos cruzados entre el príncipe Felipe y las autoridades, se ha destacado cómo el pacto es la llave que abre todas las cerraduras.
Así, la Monarquía es una Monarquía parlamentaría fruto del pacto constitucional; la Constitución es la plasmación normativa del consenso entre las fuerzas políticas representativas de los intereses más diversos en la transición; y el desarrollo del Estado de las autonomías que en ella se establece es condición básica, y consecuencia, de ese gran contrato.
Estas tres ideas se resumen en una: el modelo de inserción de Cataluña en España es un pacto, que el heredero de la Corona ha formalizado como el de los "vasos comunicantes" y que todos los políticos serios han coincidido en identificar como el definido constitucional y estatutariamente.
Conviene precisar: el objeto del pacto es el modelo, la forma concreta, los grados, las características de la ligazón o inserción de los catalanes -y de otros pueblos- en el conjunto español, y no la inserción misma. De lo que se ha hablado, densa aunque elegantemente, ha sido de la plasmación y desarrollo de un proyecto común iniciado hace bastantes siglos y no de la rúbrica de un contrato temporal o a término: la estancia de Felipe de Borbón en Cataluña ha sido una nueva y solemne ratificación de un acuerdo -que es la Constitución y el Estatuto, o sea, la libertad y el pluralismo lingüístico y cultural- básico de convivencia en democracia.
Pero eso no ha sido todo.
Se ha producido también una reconciliación de la porosa y multifacética sentimentalidad nacional catalana con sus propios fantasmas, o sea, con la historia, y con la historia, incluso, recreada míticamente por la historiografía romántica.
Si la ciudadanía ha recibido con felicidad el reconocimiento lingüístico y la consagración de la primavera cultural catalana en boca del futuro jefe del Estado, ha seguido con algo más que interés los apuntes autocríticos del Príncipe sobre los hitos de su propia estirpe (con claras alusiones a la Nueva Planta de 1714, y con lamentaciones de que hubieran pasado siglos hasta que un rey de España volviese a utilizar el catalán). En esta revisión de un pasado polémico desde la sólida plataforma de convivencia de un presente bastante tranquilo, se ha hecho poco hincapié en otra revisión necesaria: la de los catalanes sobre su propia historia, sobre las opciones erróneas o reaccionarias de sus clases dirigentes en momentos decisivos, como la misma guerra de sucesión. Es bastante fácil emprender esta revisión pública, porque está escrita desde Jaume Vicens Vives, y si a lo mejor a los políticos -socialistas o nacionalistas- les era difícil realizarla, ahora les queda como asignatura pendiente.
Desde luego, una revisión de alto vuelo sí ha hecho el actual Gobierno autónomo que preside Jordi Pujol: la estocada lanzada contra recientes episodios de doble lenguaje propio o cercano, la claridad en el empleo de un lenguaje perfectamente encardinado en los parámetros constitucionales. Han quedado lejos los silbidos, salvo algunos minoritarios cuya repetición resultaría algo cómica, igual que estúpida fue la forma de intentar evitarlos. Pero todo eso es sólo la salsa de los grandes acontecimientos.
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