¿La educación y el futuro?
La cuestión educativa se ha convertido en uno de los grandes centros de atención de la sociedad española de hoy. Por doquier se habla de reformas del sistema de educación o de libertad educativa, y se mentan los presupuestos para educación, las medidas de la gestión educativa, el progreso, la crisis, las deficiencias y las perspectivas de nuestros sistemas educativos. La educación se ha convertido en un gran interrogante.Por otra parte, nuevos problemas, derivados de una precipitada modernización, se añaden a los viejos dilemas de la educación en España, subsecuentes precisamente a una modernización históricamente insuficiente o postergada. La educación ayer, en una cultura históricamente más proclive a las tareas de la indoctrinación y la propaganda teológico-política que a la pedagogía en el sentido clásico e ilustrado de la palabra, no dio respuesta a las preguntas elementales por sus fines, sus valores, sus principios cognitivos y éticos. La educación hoy se especializa e informatiza, se hace más técnica y más burocrática, más compleja y más costosa, y a menudo ineficaz y, a la postre, frustrante.
Sabemos que existen índices de suicidios por fracasos escolares y un problema universitario nunca acabado de resolver. También sabemos que la educación constituye un primordial factor del crecimiento económico y una de las causas del profundo malestar de las generaciones jóvenes.
En fin, en los últimos años se han ensayado soluciones técnicas y administrativas, políticas y empresariales. El resultado, de todos modos, no es bueno. Enseñar sigue siendo un suplicio en España. Aprender es en gran medida, lo mismo que ayer, una empresa absurda, inconsecuente, regida muchas veces por la ignorancia y la injusticia, dominada por un sistema ciego que impone medidas disciplinarias, controles rígidos, poderes bastante terroríficos, y deja menos espacio a la curiosidad, la creatividad o la misma inteligencia. El que puede, y si puede, se va a estudiar o a enseñar fuera. La educación en España sigue siendo un interrogante porque todavía es un irresuelto problema.
Es, en primer lugar, un problema técnico de eficacia y económico de rendimiento: el sistema de enseñanza primaria no prepara adecuadamente a los jóvenes para afrontar una cultura que social, tecnológica e intelectualmente requiere de transformaciones profundas, de una mayor elasticidad y de gran creatividad; la enseñanza superior se caracteriza al mismo tiempo por su rigidez y falta de rigor y de productividad intelectuales, y por la inconsistencia de su organización y de gran parte de sus jerarquías, consideradas desde un punto de vista intelectual y científico.
La cuestión educativa no es empero, en primer lugar, política, ni técnica, ni administrativa. La universidad de los noventa más bien amenaza con convertirse en una pesada maquinaria administrativamente hiperactiva, técnica y económicamente bien equipada, y científica e intelectualmente ineficaz o paralizada, que maximaliza inversiones bajo un principio técnico-administrativo de crecimiento, pero minimaliza la productividad desde el punto de vista de la intensidad intelectual y científica. Ello plantea sobre todo una cuestión de índole humana, una cuestión de rutinas, de intereses creados, de incompetencias individualmente definidas, de las perfidias de bajo rango y menor perspectiva, y las mezquindades de cada día que enhebran las paralíticas micropolíticas departamentales.
Paralelamente, vemos cómo la escuela, la universidad, el museo, la academia, las instancias privilegiadas de una educación orientada hacia valores reflexivos en las costumbres lo mismo que en el conocimiento y en nuestra vida emocional, han perdido hoy su papel cultural hegemónico de la misma manera que en el siglo XVIII europeo lo perdieron las iglesias y conventos. En su lugar, son los medios de comunicación, y en particular los electrónicos, los que adoptan la función normativa que en otro tiempo cumplió la llamada cultura superior.
Esta transferencia de los papeles culturalmente normativos de la universidad, comprendida en el sentido ilustrado y romántico como un centro elitista de reflexión autónoma y, por consiguiente, de una inteligencia crítica (hoy sólo las universidades norteamericanas conservan esta dimensión moderna), a los medios de comunicación de masas, entendidos en el sentido contemporáneo de una industria destinada a la producción artificial de la cultura como un todo, se encuentra en la raíz de cambios profundos en la manera de ser y de sentir en la sociedad posindustrial.
La transformación social y cultural de la sociedad española brinda al respecto un colorístico ejemplo: el papel innovador y renovador que en todos los aspectos de la vida han ejercido la prensa, la publicidad o el diseño, y sobre todo, los medios electrónicos de comunicación, la verdadera explosión social de una vanguardia comercial e institucionalmente definida, la movida como original fenómeno cultural que ha integrado diversos momentos de la cultura espectacular, todo ello contrasta por su enérgica y muchas veces también trivial vitalidad con la apatía intelectual y la desidia burocrática que distinguen a las universidades. (La gran excepción es el original invento español de las universidades de verano, un híbrido de la naciente industria mediática y los desiguales valores individuales de la invernante universidad española.)
El auge de la cultura mediática y espectacular, junto a la decadencia de las formas discursivas y reflexivas de la cultura tradicional, incluida la crisis de la función del intelectual más allá de su inserción como funcionario en los aparatos de administración de la cultura, plantean en su conjunto por lo menos dos clases de preguntas.
La primera atañe a la naturaleza objetiva de la nueva realidad cultural, definida al mismo tiempo por el predominio de los medios electrónicos de comunicación y por la masiva intervención administrativa en los procesos de educación, conocimiento, información y creación (el principio de un nuevo Estado cultural y de una cultura espectacular). La segunda gran cuestión atañe a nuestra valoración crítica de esta reciente constelación.
Debemos preguntarnos en qué medida la involución y desarticulación de la universidad como institución reflexiva del conocimiento y el creciente poder normativo de los medios de comunicación de masas han tenido efectos posibles y consecuencias indeseables. Y debemos definir aquellos valores éticos y objetivos educativos y estrategias intelectuales idóneas para la sociedad de hoy. (Una polémica que apenas se entreabrió en los años del llamado movimiento estudiantil, luego se postergó en nombre de cuestiones políticas más urgentes, para finalmente sucumbir a la maquinaria burocrática.)
El humanismo heterodoxo del siglo XVI, Feijoo y Jovellanos en el siglo XVIII, los krausistas, intelectuales de la talla moral de un Giner de los Ríos u Ortega en los siglos XIX y XX, plantearon radicalmente la necesidad de una reforma de la educación en cuanto a sus fundamentos. Ciertamente lo hicieron a título de intelectuales o movimientos culturales al margen. Hoy es preciso retomar esta tradición perdida y replantear su perspectiva reflexiva y crítica y sus valores humanistas en nuestra renovada discusión sobre la función educativa de la universidad y de los medios de comunicación de hoy.
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