Volver a Marx
Después de una década (años sesenta) en la cual ser de izquierdas equivalía en la práctica a ser marxista se inició en la siguiente un proceso saludable en el que se trató de ajustar el concepto de sociedad más o menos sugerido por el marxismo y la brutal realidad de aquellas sociedades que lo encarnaban. El resultado fue descorazonador. Y se preguntó, entonces, si ese infinito abismo entre el concepto y la cosa no delataba una insuficiencia congénita no tanto en la realidad (que siempre es terca y obstinada) cuanto en el propio concepto. Las consecuencias sociales y políticas de esa confrontación están a la vista: el gigante soviético, obstinado defensor de la operatividad de ese concepto, ha acabado por reconocer su interna e intrínseca deficiencia.Hoy se corre el riesgo de utilizar el fracaso de ese modelo (social, económico, político) como recurso retórico para loar, con la más beata de las conciencias, las virtudes inherentes al concepto que subyace a nuestras sociedades tardocapitalistas, liberales y democráticas. Pero esta suerte de facilidad obtusa se resiste una y otra vez a confrontar ese concepto con la terca realidad de las democracias realmente existentes. Se afirma que el concepto es bueno, y que las deficiencias corren a cargo de la realidad, cosa de hombres. El concepto es angélico y platónico: está más allá de cualquier discusión. Pero la realidad es siempre deficiente: nunca los hombres, con toda su carga de malicia y de cinismo, de hipocresía y de avidez, de envidia y de mediocridad, pueden traer al mundo y a la tierra el impecable concepto de democracia formal, o de socialdemocracia, que ilumina nuestros pasos.
Si una tarea se nos impone en este tramo final del tormentoso siglo XX es quizá la de reinventar, sin concesiones, ese maltrecho concepto de democracia que no ha podido, de momento, resistir los embates de la cruda realidad que lo ha querido encarnar o materializar. De momento, sólo cabe aceptar y asumir el radical fracaso de un concepto de democracia popular, devorado y tragado por el marco totalitario, heredero del despotismo asiático en que se produjo, así como el carácter radicalmente problemático de un concepto de democracia formal, o de socialdemocracia, que sólo vale, a lo que parece, para conceder legitimación técnica y moral a comunidades y pueblos enriquecidos que basan su supremacía social y política en el sistemático saqueo y expoliación de más de medio mundo. Hoy, ese concepto sólo sirve para conceder justificación ético-política a un sistema (liberal-capitalista) que hace de la libertad, ideológicamente concebida, su señuelo, en olvido interesado de la más elemental noción de justicia.
Urge, por tanto, reinventar la democracia atendiendo a la crudeza de la realidad histórica en la que vivimos, en la cual se produce la kafkiana paradoja de que sólo los países beneficiados por la rapiña y el despojo de los pueblos más miserables parecen ser también los únicos que se permiten alardear de un sistema racional, cargado de legitimidad y de razón moral y técnica, como el que responde al concepto de democracia formal, o de socialdemocracia. Si se dibuja una pirámide de países ordenados por ingresos económicos de la población y otra relativa al carácter más o menos democrático de sus respectivos regímenes, resulta que los países más escandalosamente ricos son los más impecablemente democráticos. Y esto, corno mínimo, constituye una interesante curiosidad moral.
Hoy es necesario asegurar modos y métodos para que esa trágica conflictividad mundial o abismo insalvable entre hemisferios del propio mundo, que atenta contra los más elementales rudimentos de la noción de justicia, quede reflejada en el concepto de democracia que deba reinventarse. Eso significa dejar de lado los intentos de suturar esa herida trágica, al modo socialdemócrata, heredero de la Segunda Internacional, con todo su énfasis en el consenso y en la creación de una comunidad dialógica trascendental, como pretenden Habermas y sus escoliastas españoles. Por el contrario, es esa herida trágica, esa conflictividad y lucha (que no es de clases, sino de mundos), lo que debe situarse en primer plano. Y en relación a ello debe decirse que ningún clásico de la economía política liberal puede, hoy por hoy, servir nos de inspiración. ¡Breve ha sido el reinado de Adam Smith, que algunos quisieron estos últimos años reinstaurar! El único clásico que puede todavía inspirarnos (convenientemente releí do, repensado y recreado) es, de nuevo, Carlos Marx. Lo afirmo con la autoridad distante que puede darme no haber sido nunca un discípulo devoto ni de su doctrina ni de sus seguidores. Lo afirmo con la convicción de que algunas de sus intuiciones o concepciones no pueden ser olvidadas, a menos que persistamos en ser ciegos en relación a los caracteres de nuestro mundo. Sólo el tan maltratado y zaherido Carlos Marx puede sernos útil, quizá, en la presente coyuntura.
Es preciso volver nuestra mirada a ese proclamado perro muerto y a su obra ingente, con el fin de repensar de arriba abajo sus intuiciones, sus conceptos, sus categorías, desde un horizonte filosófico libérrimo y desapegado, liquidador de todo escolasticismo; y en atención a un mundo histórico específico, el que se dibuja en este final de siglo. Y a este respecto yo propondría pensar de nuevo la irrenunciable intuición marxiana de la lucha a muerte entre mundos escindidos por el abismo de la apropiacíón de los medios de producción (de producción de consumo, de producción de información y de producción de formas comunicativas). Pero sugeriría pensar esa lucha y esa conflictividad desde un horizonte filosófico, u ontológico, de carácter trágico. Esa conflictividad debería concebirse como lucha trágica (en el sentido heraclíteo del lógos-pólemos). De este modo podría evitarse el marco de teodicea secular en que Marx, en parte por influencia hegeliana, en parte por sus propias premisas judaicas o judeocristianas, inscribió esas poderosas intuiciones y esos esbozos conceptuales. El mal, el sufrimiento, el dolor, causados por esa trágica desgarradura mundial entre hemisferios jamás puede ser justificada en razón de un determinado fin (teos, eschaton) al que se aspira, sea éste realizable, posible, probable o esencialmente utópico. Un marxismo trágico sería quizá un modo nuevo de afrontar conceptualmente una realidad marcada por la injusticia, a la vez que podría iluminar un concepto de demos, o de democracia, más ajustado a esa realidad.
Eugenio Trias es catedrático de Estética de la Universidad Politécnica de Barcelona.
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