La crisis del Golfo, desde la ONU
El 18 de septiembre, Día Internacional de la Paz, el secretario general de las Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuéllar, recordó que "el camino hacia la paz no es cómodo ni rectilíneo". "Las más serias dificultades y desafíos pueden surgir de improviso, empeorando a menudo antiguos problemas", agregó.Posteriormente, en su mensaje del 24 de octubre, Día de las Naciones Unidas, evocó los sólidos e indiscutibles logros de la organización mundial, al tiempo que advertía contra la tentación de la autocomplacencia y contra el riesgo de una versión simplificante de la situación mundial. Aludiendo a la crisis del golfo Pérsico, advirtió que "sus impredecibles consecuencias someten a la organización a una dura prueba". La dinámica de dicha crisis hace que el día de los derechos humanos, celebrado recientemente, estuviera signado por un clima de grave peligro para la paz. Clima que, por motivos obvios, es absolutamente disfuncional para el ejercicio de esos derechos.
Para los pueblos de las Naciones Unidas y para la organización mundial es un momento de inflexión histórica. Entre otras razones, porque el conflicto emerge al inicio de una nueva era en las relaciones internacionales, que abre posibilidades para una aplicación más plena de la Carta de las Naciones Unidas. Para que el Consejo de Seguridad, por ejemplo, ejerza esa "acción en caso de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de agresión", contemplada en el capítulo 7 de la Carta.
Enterrar el hacha de guerra
Podría decirse, en consecuencia, que un comportamiento ceñido a los principios de la Carta, respetuoso de las recomendaciones y resoluciones de sus órganos principales, contribuiría de manera decisiva a enterrar el hacha de la guerra: con todo el valor que esto debería tener para el futuro de la seguridad colectiva, con el mérito implícito de conseguir que la guerra no sólo sea un anacronismo teórico, sino también un anacronismo en la práctica, un medio absolutamente inútil para continuar las relaciones políticas.
En su declaración del 29 de noviembre, tras la adopción de la resolución 678 por parte del Consejo de Seguridad, Pérez de Cuéllar lo dijo sintéticamente: "Al requerir el cumplimiento de las resoluciones del Consejo de Seguridad, las Naciones Unidas no buscan la rendición, sino la vía más honorable para resolver una crisis de una manera que respete todos los intereses legítimos y conduzca hacia la paz más amplia y el imperio de la ley". Y adelantándose a los prejuicios tópicos, a las acusaciones sobre retóricas de doble lenguaje, advirtió que esto no implicaba ,,arropar intenciones belicosas en un lenguaje persuasivo".
A su juicio, la situación requería emprender nuevos esfuerzos diplomáticos con la determinación de encaminar la crisis hacia una salida pacífica. Todo ello, dentro de un compromiso y disciplina colectivos que permitieran visualizar la acción de las Naciones Unidas "como parte de su cometido principal de establecer la paz a través de la Justicia, cada vez que la primera esté en peligro y la segunda sea denegada".
Con ello, Pérez de Cuéllar insistía en su concepto de la situación, expresado el 25 de septiembre ante el propio Consejo de Seguridad, cuando, invocando la aplicación consistente de los principios de la Carta, señaló -entre otras cosas- que "el camino de la coerción es cualitativamente diferente del camino de la guerra" y que, por lo mismo, "no clausura los esfuerzos diplomáticos para llegar a una solución pacífica en armonía con los principios de la Carta y las resoluciones del Consejo de Seguridad".
Desafortunadamente, la información sobre estas materias no enfatiza lo expresado ni se caracteriza por valorar los hechos desde la perspectiva de las Naciones Unidas. Hemos leído y escuchado, en este sentido, que las medidas coercitivas de la Carta preludian una especie de guerra de la ONU. O que, en el marco de esta crisis, la organización está destinada -de manera fatal- a convertirse en un instrumento manipulado con finalidades espurias. Tal vez porque la decisión que antes faltó para hacer uso de las medidas del capítulo 7 debe seguir faltando. Quizá porque lo que antes no pudo ser debe permanecer en el terreno de lo imposible, para mantener una supuesta coherencia.
Es que la crisis no sólo abre una opción favorable a la más plena aplicación de la Carta. De hecho, la invasión y pretendida anexión de Kuwait inició un curso de acciones que impulsan su violación en cadena. De ahí la importancia decisiva de fortalecer el papel central de las Naciones Unidas en la solución del conflicto, a partir del reconocimiento de que una transgresión no puede ni debe justificar otras. Admitiendo que el esfuerzo de la organización para evitar o corregir una transgresión determinada no significa admitir la intangibilidad o impunidad de otras situaciones de transgresión a la Carta.
Por esto, los pueblos de las Naciones Unidas deben estar correctamente informados sobre lo que sucede: a través de los centros de informacion de la propia ONU, a través de una lectura cuidadosa y eventualmente crítica de otras fuentes de información, a través de la labor informatizada que realizan esos importantes socios de la ONU que son las organizaciones no gubernamentales (ONG). Precisamente, el lunes pasado nos reunimos para saludar el justo reconocimiento otorgado por el secretario general de las Naciones Unidas a una ONG española, la Asociación Pro Derechos Humanos de España (APDH), de tan larga como meritoria actuación al servicio de las mejores causas de la humanidad. Esta asociación recibe en el Día de los Derechos Humanos el certificado que la acredita como mensajero de la paz de las Naciones Unidas. Integra así, formalmente, dos conceptos indivisibles. Y bien podrían decir sus asociados que los derechos humanos, que se han comprometido a hacer respetar, son el sustrato de la paz, y que la paz es el hábitat natural y necesario de los derechos humanos.
La APDH, junto con los otros mensajeros de la paz de España y del mundo, está en inmejorables condiciones para colaborar a un mejor entendimiento de los objetivos y resoluciones de las Naciones Unidas, para movilizar a la opinión pública en función de objetivos de la paz, seguridad, desarrollo económico y social, descolonización, desarme, salud, medio ambiente, prevención del delito y del narcotráfico, en el marco, por supuesto, de su noble objetivo fundamental, que los comprende e integra.
En este contexto tenemos la fundada esperanza de que la APDH sea un mensajero de la paz calificado. Uno que, a partir de los principios y normas de la Carta de las Naciones Unidas y de la Carta Internacional de Derechos Humanos, ayude a entender la crisis no sólo desde la coyuntura, sino también desde sus implicaciones en el largo plazo.
Desafío a la humanidad
A fin de cuentas, la crisis del golfo Pérsico, la situación del Oriente Próximo como un todo y la situación del mundo en general plantean un desafío crítico a la humanidad. Porque los analistas y estrategas sabrán leer con pericia las variables que pueden conducir al inicio de hostilidades bélicas; a la guerra como en la guerra, más allá de las medidas de coerción. Pero nadie, verdaderamente, será capaz de visualizar con exactitud los nuevos horrores que una nueva guerra puede aportar, la demoledora realidad que puede surgir de una guerra de alta intensidad con armamentos del más alto índice de letalidad.
Partamos por considerar atentamente, entonces, aquello que declaraba el secretario general de la ONU ante el Consejo de Seguridad el 25 de septiembre, cuando dijo que los hechos se presentaban como "un campo de pruebas para nuestra probidad en lo relativo al establecimiento del imperio de la ley". Agregando que "si la paz debe asegurarse, la justicia debe tener la última palabra".
En el Día de los Derechos Humanos, y en un acto de los mensajeros de la paz, es una reflexión que no podemos soslayar.
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