El debate
NINGUNA voz belicista se oyó ayer en el Congreso de los Diputados, donde se debatía sobre el conflicto del Golfo y la posición española ante él. Si recordamos nuestro pasado, tan pródigo en nostálgicos del apocalipsis y entusiasmos patrióticos, esa ausencia constituye una notable novedad de la que sólo cabe felicitarse. Los portavoces de una docena de formaciones políticas, representativas a su vez de las más diversas ideologías y culturas políticas, proclamaron sus convicciones favorables a la paz, y ni uno solo de ellos exculpó, directa o indirectamente, al régimen de Bagdad como principal responsable de la guerra que todos lamentaron y por cuya rápida finalización con el mínimo número de bajas posible abogaron. Es cierto que en la defensa de esas ideas hubo diferentes modulaciones, lo cual es lo propio de una sociedad libre y plural, y que unos oradores resultaron más coherentes en su argumentación que otros, pero nadie pidió una mayor implicación de España en el conflicto, y los reproches al Gobierno, cuando los hubo, fueron por considerar que sus esfuerzos en favor de una salida pacífica habían resultado insuficientes.El presidente del Gobierno centró su intervención en tres puntos: la defensa de la legitimidad jurídica y moral de la intervención aliada; la justificación de la posición española: cumplimiento de los compromisos internacionales, pero reduciendo la implicación en el conflicto a las tareas relacionadas con el embargo y la cooperación logística y humanitaria, y la propuesta de abordar, tras la guerra, los otros problemas de la región, y en particular la cuestión palestina, mediante un plan global con contenidos políticos y socioeconómicos.
Su argumentación resultó convincente en términos generales, aunque no pudo evitar las ambigüedades inherentes a una situación en la que la necesidad de mantener la unanimidad de los aliados ha limitado la exploración de iniciativas negociadoras más audaces. Pero tiene razón Felipe González al afirmar que el rechazo por parte de Sadam de cuantas propuestas de salida pacífica le fueron planteadas, incluidas las que admitían una vinculación indirecta con la cuestión palestina, dejaba escaso margen para tales iniciativas.
El portavoz de Izquierda Unida (IU), Julio Anguita, aprovechó los puntos débiles de la posición española -y de la comunidad internacional- para reivindicar la eficacia a largo plazo de la vía lenta del embargo como método de obtener los efectos deseados sin el drama de una guerra. Es un argumento defendible, aunque no conviene olvidar que IU ha venido reclamando desde agosto una actitud neutralista de España, oponiéndose a la participación de los buques españoles en el embargo, así como al apoyo logístico prestado por España en el marco de las resoluciones de la ONU, Las referencias de Anguita a la disociación entre el Parlamento y la calle -con menciones adicionales al 14-D y el referéndum sobre la OTAN- fueron demagógicas (aunque no tanto como las de Rojas Marcos, insuperable en ese terreno).
Aznar respondió con concisión y eficacia a tales insinuaciones, apoyando la indignada réplica de Felipe González en el mismo sentido. La intervención del líder del PP fue serena y bien argumentada, tanto en su identificación genérica con la postura del Gobierno como en sus reproches a los defectos de forma que denunció. Roca, tan brillante como siempre, denunció la falacia de quienes ponen en el mismo plano a Sadam y a Bush, y elogió la prudencia de la posición española. La aportación principal de Adolfo Suárez consistió en su inteligente petición (en base a un párrafo de la resolución 678) de que el Consejo General vele por que la acción de los aliados se limite a la liberación de Kuwait. Del resto de las intervenciones es de reseñar la rectificación por parte del portavoz del PNV de su anterior petición de regreso de los buques españoles, que hoy resultaría incoherente con el compromiso de solidaridad internacional.
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