El temple irónico
Los vacíos que la muerte depara a quienes siguen en el mundo exigen el acento de la vivencia personal. No pueden llenarse nunca, en el momento de la pérdida, con la retórica de la objetividad. Ni siquiera José María Ferrater Mora pediría otra cosa de quienes entre el apresuramiento y la pesadumbre, tienen hoy que pergeñar renglones sobre su marcha.Consta en los anales de mi familia que no fui yo quien conoció primero a quien había de ser mi maestro y amigo, sino él a mí: recién nacido el que, esto escribe se inclinó sobre la cuna a invitación de mi madre para mirarme y, tras brevísima ojeada, me declaró más bien feo y sin mayor dilación pasó a enzarzarse con mi padre en una de las conversaciones barrocas con que solían entretenerse. No he visto en mi vida dos amigos más dispares. Pero debían serlo mucho porque, andando el tiempo (y para gran regocijo de un afamado pensador madrileño), Ferrater se refiere a rní en uno de sus escritos con el nombre de Ricardo, que es el de mi padre. Aunque eso no haya ocurrido otras veces, revela que hasta el más riguroso, cauto y erudito de nuestros filósofos podía equivocarse, al menos en lances de esta entraliable índole.
Quien había de reunir en su persona todas esas virtudes y llegar a ser el primer filósofo español de su generación (y, en lengua catalana, sencillamente, el mayor desde Ramón Llull) nació en la muy barcelonesa calle de la Princesa en 1912. Fue al colegio del Cullell (que suele gozar de buena salud en la memoria de hijos de familias bienpensantes en las comarcas del norte de Cataluña) y luego anduvo en un tedioso empleo, enseñándose alemán y filosofía. Descubierto -cómo dicen las gentes del cine, arte, que llegaría a apasionarle- por Herminio Almendros y mi padre cuando ambos eran estudiantes, algo mayores que él, en los años republicanos, éstos le echaron una mano para que se matriculara en los estudios de filosofía, y para la publicación de su primera obra, Cóctel de verdad, que nunca quisiera reimprimir.
Obra monumental
Dudas tienen algunos de si Ferrater llegó a licenciarse, aunque los allegados no tengamos ninguna. Fue esta anomalía académica lo que más me encantó secretamente cuando propuse para José María Ferrater, con el apoyo del profesor Jesús Mosterín, el doctorado honoris causa por su propia Universidad de Barcelona, que ambos apadrinamos hace un par de años.
La mayor parte de la guerra civil, en la que intervino como voluntario de la República, la pasó en retaguardia en el Estado ayor del Ejército, haciendo de escribano y traductor, redactando informes y partes. Exiliado a las Américas, entre Chile y Cuba confeccionó, casi en la penuria, la primera versión de lo que iba a ser su monumental (el tópico precede siempre al título y no me atrevo a romper aquí con lo manido) Diccionario de filosofía, que ha ido apareciendo una y otra vez, siempre más rico y completo, desde 1941.
Es ésta la primera vez que me refiero por escrito a esa (otro tópico, ay, se avecina) herramienta indispensable, porque a Ferrater le irritaba que invariablemente se le asociara con ella, o sólo con ella. Y llevaba razón. El gran logro de su filosofía (y lo que habría de condenarle a una cierta soledad dentro del panorama filosófico mundial, donde era respetado sin ser siempre visto con la talla que en verdad poseía) reside en un conjunto de obras (El ser y la muerte, De la materia a la razón) en las que integra el enfoque analítico (Ferrater asumió plenamente las consecuencias de la revolución analítica en filosofía), el existencial (en su versión más vitalista) y el fenomenológico. Que el resultante integracionismo ferrateríano no sea en absoluto un mero eclecticismo fue algo sobre lo que él insistió una y otra vez. Es un esfuerzo por elevar el seny (que la cultura catalana exige) a la categoría de virtud epistemológica en filosofía. Por ello no es de extrañar que, además de las corrientes recién mentadas, Ferrater incorporara en un todo complejo, ordenado y, sobre todo, claro y distinto, los logros de la filosofía del lenguaje, los de la ética práctica más reciente y los de la lógica simbólica. Sus criterios epistémicos de inclusión y exclusión merecen la mayor atención por parte de la filosofía de hoy.
Tuvimos muy pocos la suerte de aprender de él durante sus prinieros viajes casi clandestinos a España, o, más tarde, en peregrinajes de largo recorrido a sus aulas o a casa de Bryn Mawr, en Pennsylvania. Lo más importante era siempre la ironía y su temple para tomarse en serio el principio de que no hay que tomarse la vida demasiado en serio. Su capacidad de apertura total a cualquier crítica o argumentación contra sus postulados, investigaciones o conclusiones no nia más que un límite: su infantil y divertida indignación contra cualquiera que osara hallar defectos a sus terribles películas de aficionado (que mostraba con el menor pretexto a cualquiera que pasara con él la velada) o, últimamente, tuviera la desfachatez de criticar sus novelas. (Por cierto, no son malas y se las recomiendo a ustedes si quieren instruirse deleitándose). Merced a estas pasiones inocuas, y otras, como su carino por los animales, al que le llevó su mujer, Priscilla Cohn, Ferrater -el a veces glacial analista, cuya ironía hería creyentes de toda laya- descubría su único flanco contumaz a la argumentación racional.
La vida y obra de Ferrater fueron las de un filósofo clásico: por un lado escéptico en el talante, pero apasionado en su tarea de conocer, enseñar, descubrir y ayudar a descubrir; y por otro explorador de todos los campos de la sabiduría filosófica, desde la lógica a la ética, desde la filosofia social y política a la de la historia, desde la ontología a la teoría del conocímiento. Y ello sin caer en ninguna de las trampas de la filosofía cerrada, de los perniciosos sistemas que todo y nada explican y con nadie dialogan. Por eso, toda su obra transpira una fuerte actualidad y hasta anuncia superaciones a los irracionalismos filosóficos de estos años. Conseguir hoy en día abarcar tanto, profundizar tanto y hacerlo siempre en alas de una incesante ironía, es un milagro. Es la vida y obra de José María Ferrater, el hombre que no creía en los milagros.
Salvador Giner es sociólogo.
Babelia
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