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La batalla en Inglaterra

Vicente Molina Foix

La escena tiene lugar en el interior de un teatro. El público, que ha accedido a la sala después de someterse no con paciencia, sino con placidez, al registro de los vigilantes, asiste a la representación de Racing demon, una obra de éxito del autor -diríamos hoy, a riesgo de sonar un poco antiguos- engagé David Haré, que el Royal National Theatre mantiene en su repertorio desde el mes de febrero de 1990. Es la noche del sábado 19 de enero, es decir, 70 horas después de la puntual aparición en las pantallas pequeñas de todo el Reino Unido del primer sonido de la guerra; aun así, el público disfruta con las bien urdidas y algo (para un extranjero) arcanas tramas sociometafísicas de la pieza, situada en los ambientes altos de la Iglesia anglicana. En la escena antepenúltima, un parlarnento maravillosamente dicho por ese gran actor que es Michael Bryant, en la obra un pastor homosexual extorsionado con una revelación escandalosa por un dominical sensacionalista, concluye así, como réplica a la extrañeza del interlocutor por tan sucia maniobra de los periodistas: "A los que publican estas cosas los hacen caballeros de la Corona. Y no es una coincidencia. Éste es el país en el que vivimos". El numeroso público, compuesto de serenísimas personas de edad y clase media, de buen talante y porte en muchos casos clerical, rompe al oír la frase en un aplauso largo y cerrado, una interrupción que cualquiera que conozca los espartanos hábitos del espectador británico valorará en su marcada excepcionalidad.Pero hay entre esos espectadores uno, de otro país, que al salir del teatro y comprar ávidamente, como viene haciendo todos los días desde que el estallido de la guerra del Golfo le sorprendió en el cuarto de hotel de su primera noche londinense, la prensa del domingo, que ya vocean los vendedores callejeros de Piccadilly, sufre una desilusión. Los titulares; del Sunday Mirror y los restantes "tabloides populares" siguen pidiendo sangre entre signos de exclamación, y hoy, día en que las repugnantes imágenes de confesión de los pilotos capturados han asqueado a tod.o el mundo, la palabra bastard ocupa los frontales. Naturalmente, ni The Observer ni el Sunda.y Times llegan a ese extremo de vilipendiar el nombre de la inadre del enemigo, pero quien busque en la "prensa seria", come lo ha hecho el viajero en los días anteriores, argumentos que apoyen su desconsuelo ante el desproporcionado, temerarl:), injustificado desencadenan nento de la acción anglonorteimericana, tampoco en esas páginas sábana los ha de hallar.

No le cabe duda al extranjero del periódico que la miyoría de probos espectadore; que poco antes aplaudieron a rabiar la diana verbal de David Haré leerán cada día: no serán los diarios amarillos, ahora tirando a púrpura. Ese tipo de prensa, por mucho que sus tiradas sean elevadas, es desdeñado por las personas cultas y educadas de Inglaterra. Pero es la coincidencla (¿la misma a la que se refiere Haré en su comedia?) lo que asusta al lector ansioso. Quizá el país en el que viven ahora los británicos no sea tan distinto al que pintó Disraeli, dividido socialmente en "dos naciones", en su novela de 1845 Sybil, ni se equivoque Haré en su dictamen de desmoralización institucional. Porque ante un acontecimiento tan decisivo como el de esta guerra, por mucho que el estilo, la tinta, elformato, la calidad y el volumen del contenido varíen entre uno y otros periódicos, el mensaje emitido por la prensa londinense es similar, con la honrosa excepción de The Guardian.

Este viajero, que se considera a sí mismo un perfecto turista accidentado y se maldice porque su calendario de viajes le hace perderse todas esas emociones que apetece vivir en casa, con los suyos (un brindis eufórico en cierta madrugada de noviembre de 1975, un estremecimiento de terror y solidaridad en un negro día de enero de 1977, una marcha en silencio por las calles de un fin de febrero libre de tanques), también ha de lamentarse ahora pensando en que no podrá estar, como sería su deseo más inmediato, en la manifestación que -lee con alivio en la prensa española que compra a los tenderos indios de Charing Cross- va a haber en su ciudad, Madrid, al día siguiente. En Londres no podrá manifestarse, porque los 20 o 30 esforzados que encienden velas de paz en las vigilias de Trafalgar Square le resultan, en su escaso número y por sus hábitos un tanto excursionistas, eccentrics. Es tímido el viajero, y sólo entre los muchos afirma su convicción.Claro, que este hombre que se siente desplazado a pesar de su amor antiguo y su admiración, basada en el conocimiento, hacia Gran Bretaña, obtiene ventajas de su inoportuna estancia. Observa el rigor ciudadano y el concierto ordenado de las medidas que almacenes, teatros, hoteles y transportes toman para proteger a los clientes, y envidia sobre todo este sereno aguante ante la adversidad, propio de los temperamentos civilizados, que tanto llamó la atención de Luis Cernuda en una escena de bombardeo súbito en el hall repleto de un hotel escocés durante la Segunda Guerra. También su curiosidad saca provecho de los espléndidos reportajes que le ofrece el televisor de su hotel, sirviendo continuamente los noticieros de la CNN y de otras cadenas.

La amargura y la crecida de su desplazamiento le vienen de una singularidad no buscada. La práctica totalidad de sus amigos ingleses, incluidos algunos ferozmente antithatcherianos y alineados en una posición que llamaremos, quizá de nuevo rozando la obsolescencia, progresista, es, en mayor o menor medida, favorable, o cuando menos está resignada, a la guerra, y no sale de ese espectro de unanimidad que la retransmisión de las sesiones en los Comúnes traduce muy bien: las palabras marciales de John Major son aplaudidas desde todos los bancos, y el líder laborista Neil Kinnock, en una conferencia pronunciada en el Royal United Services Institute, habla de que en ciertos países europeos "la adecuada respuesta instintl.va había estado ausente". Leyendo los periódicos serios (pues de los otros basta, a los pocos días, ver sus titulares vengativos en los paneles de anuncio), oyendo los numerosos debates en radio y televisión, hablando con los más respetuosos de sus conocidos, se convence el viajero de que él debe de ser uno de esos "españoles comodones" (laid-back Spaniards) que junto a los "nada dispuestos italianos" (half-cock Italians) y a los gobernantes de Alemania y de Bélgica, tan -decepcionantes " en su pobre respuesta de solidaridad con la fuerza aliada, ponía en solfa en un belicoso editorial del día 22 el diario liberal The Independent.

Y no podría ser de otra manera cuando las encuestas revelan que la población británica, que en una consulta realizada el Fin de semana anterior al día del ultimátum era favorable a la respuesta bélica en un 54%, subió, después de los primeros bombardeos, hasta el 80%. Uno mira a todos los lados buscando indicios de otra actitud. Ah, sí, en un breve a pie de página se anuncia que los estudiantes, con una parsimonia típica que ni siquiera la gravedad del conflicto altera, se manifestarán el día 30, una fecha que queda, cuando ya van seis días de guerra, muy remota.

No se trata de sacar conclusiones maximalistas sobre la conducta de los pueblos, ni mucho menos de contribuir desde esta marginal pieza de observación viajera al fomento de la categorización por méritos, bélicos o paci istas, de unos y otros aliados. Pero sí hay un punto de carácter que merece ser comentado, sobre todo desde el temor de que esta batalla no ha hecho más que empezar en todos sus frentes, en todas sus implicaciones no-militares, en el recuento de todas sus víctimas no-combatientes. La Inglaterra de la señora Thatcher, que naturalmente aún perdura tras las bambalinas de su ruidoso mutis, mantiene una postura en este caso que ningún interés comunitario o paneuropeo ha de

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Foix es escritor.

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