La decapitación
LA DECAPITACIÓN de un preso en el penal de El Puerto de Santa María es un episodio particular que añade horror a algo que es permanente en ésta y en otras cárceles. Allí mismo fue asesinado en julio pasado otro preso, un marroquí; y en dos meses se ha llegado a 60 conflictos. Tampoco es el penal de El Puerto un caso único. En lo que va de verano, los motines y enfrentamientos entre presos han provocado ya cuatro muertos y un centenar largo de heridos: es todo el sistema penitenciario español el que está en situación crítica.Un sistema que alberga a 36.000 personas en cárceles que cuentan con 23.000 plazas condena necesariamente a los reclusos a unas condiciones de vida imposibles. En ocasiones en sentido literal: un elevado porcentaje de enfermos de sida, algunos de ellos en fase terminal, y otro aún mayor de drogadictos sobrevive sin esperanzas; todo el mundo sabe, y especialmente quienes trabajan en esos centros, las penurias de las enfermerías, y sobre todo de los psiquiátricos. Los que no están contagiados temen estarlo. Todo esto ha creado unos desesperados que no sólo no temen jugarse la vida, sino que quizá prefieran perderla en una lucha sin salida (o tal vez con una débil esperanza de que mejoren las condiciones en que están). Si se les agrupa en las cárceles llamadas de alta seguridad -ya se ve que no hay ninguna-, la situación es peor. El desesperado se convierte en legión.
De todas formas, no hay que embozar la situación ,en estas circunstancias. Hace muchos años que sucede así, y que la situación penitenciaria se ha olvidado de todas las doctrinas de Concepción Arenal que presidieron las grandes refórmas, y que los intentos de rehabilitación o de reinserción se, han convertido en meras referencias retóricas para cuadrar discursos. Estamos en una civilización que es así. Nadie puede ignorar las ya antiguas y repetidas informaciones de motines en las cárceles del mundo, y su conversión en películas y novelas, sobre todo en Estados Unidos, país que tiene una capacidad especial para hacer su autocrítica y poner al descubierto sus.fallos y sus lacras: en algunos casos se ha conseguido algo. Las películas de cárcel, con sus torturas, sus funcionarios corruptos, sus presos matones, sus mafias, sus drogas libres, sus crímenes internos, forman todo un género. Por una vez, el arte imita a la realidad.
Pero estamos aquí y ahora, y no podemos aceptar la antigüedad como tradición ni la repetición de lo exterior como forma de civilización negativa: no hay un verdadero plan de prisiones, no hay una. ideología de qué debe ser una prisión y cómo ha de servir, no se tiene noción de las diferencias entre delincuentes. La sociedad está dividida: una parte se queja de la facilidad con que se pone en libertad a los pequeños delincuentes y de los Permisos o sistemas de régimen abierto; la contraria, de que hay demasiada facilidad para enviar gente a la cárcel para exonerarse de responsabilidades -las policías, la justicia- y se crea la masificación. Un caso como el reciente de un preso en régimen abierto que ha matado se utiliza contra todo el sistema; los periódicos no contabilizamos, claro, los millares de presos que se benefician de ese tratamiento sin faltar a él. Se confunden víctimas con delincuentes; los enfermos mentales no tienen centros especiales de tratamiento. Todo esto excede la peculiaridad macabra del último caso de El Puerto: es un escándalo permanente, una decapitación permanente.
Pues incluso si, desde un escepticismo casi cínico, admitimos la contradicción existente entre la aspiración humanista a la reinserción del delincuente y su confinamiento en una universidad de delincuencia, al menos cabe exigir del sistema penitenciario que garantice la seguridad del recluso; su vida, como mínimo. El fracaso del Estado en ese terreno es todo un símbolo.
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