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Dos revoluciones soviéticas

El colapso del comunismo, que hasta hace muy poco tiempo se autoproclamaba como la ola irresistible del futuro, ha producido el extraño fenómeno de ver dos revoluciones que tienen lugar de forma conjunta: una agitación anticomunista contra 74 años de Gobierno comunista, y una revuelta étnica contra 400 años de imperialismo ruso.La revolución anticomunista se encuentra al borde del éxito. La revolución contra la autoridad central no ha hecho más que empezar y los actores no son necesariamente los mismos. No todos los rusos que se han unido para luchar contra el totalitarismo comunista se hallan con la misma disposición para desmantelar el Estado levantado con sangre rusa a lo largo de cuatro siglos. La advertencia lanzada por Borís Yeltsin de que las repúblicas secesionistas no podrán llevarse con ellas a las minorías rusas demuestra que no resulta inconcebible el modelo yugoslavo de cuasi guerra civil.

Para Estados Unidos, todos estos avances encierran una paradoja. El colapso del comunismo está produciéndose en nombre de la democracia y de la economía de mercado, que son unos valores especialmente identificados con EE UU. Pero el resultado de una revolución no se puede deducir siempre de sus consignas iniciales. Irónicamente, EE UU, que ha sido el que ha inspirado el proceso, puede desempeñar un papel decreciente en su evolución. Quizá el resultado sea una de esas bromas instructivas que nos gasta la historia: que el triunfo de nuestros ideales concluya enseñándonos los límites de la influencia que hemos tenido en su puesta en práctica.

Y ello se debe a que ambas revoluciones soviéticas están plagadas de ambigüedades. No todos los que han destruido el partido comunista soviético son demócratas, independientemente de sus eslóganes. Muchos demócratas genuinos, sobre todo en la República de Rusia, son contrarios a permitir una autodeterminación que conduzca a la secesión. En la mayoría de las repúblicas, la mayor parte de la población desea una autonomía que suponga la independencia. No obstante, más de la mitad de la población total de la Unión Soviética es rusa, y podría no estar de acuerdo con ello.

Este estado de la cuestión resulta potencialmente explosivo. Se han generado demasiados, intereses bastardos y se ha derramado a lo largo de los años, demasiada sangre para levantar el imperio actual para que ahora se disuelva a sí mismo por medio de un decreto administrativo. Es muy posible que Estados Unidos se vea obligado a tener que elegir entre dos versiones de la democracia: las preferencias de la mayoría de los habitantes de la URSS, o nuestro tradicional apoyo a la autodeterminación de las etnias. El golpe abortado estaba dirigido por los agotados residuos de una ideología exhausta. La posibilidad de otro levantamiento se basaría en el, hasta ahora mudo, grupo de oficiales, directivos y funcionarios gubernamentales jóvenes que no desean ni el comunismo ni la desintegración de la Unión. En este caso, no se trata de una cuestión de personalidades. La historia empujará a cualquier presidente de la República de Rusia en esa dirección; cualquier presidente de la Unión Soviética se verá obligado por su cargo a tomar una dirección similar.

De este modo, todavía está por verse el auténtico desafío a la democracia en la Unión Soviética, y ello a causa de cuatro razones:

En primer lugar, en algunas de las repúblicas, las llamadas revoluciones democráticas parecen una repetición del modelo rumano. En efecto, no son más que golpes de Estado dados por el establishment comunista, que espera capear el temporal procedente de Moscú con un cambio de nombre.

En segundo lugar, hay una terrible carencia de líderes con experiencia democrática. Muchos de los antiguos dirigentes soviéticos se han ganado nuestra admiración por el modo en que han luchado contra el establishment comunista. Evidentemente, buscaban algo diferente desde dentro del propio sistema en el que han ostentado altos cargos y se han comprometido a denominarlo democracia. Pero su primera intuición no era el pluralismo, en el sentido occidental del término, que puede que tampoco sea su última palabra. Esto mismo es aún más cierto en el caso de todos aquellos arribistas que han demorado su abandono del comunismo hasta que no han estado claros los resultados.

En tercer lugar, la población, salvo en unas cuantas grandes ciudades, ha disfrutado de muy poca experiencia democrática. Durante el reciente golpe de Estado, una buena parte de la población rural parece haber adoptado una postura de esperar acontecimientos, y estaba dispuesta a aceptar cualquier resultado que hubiera mejorado las condiciones económicas.

El cuarto y mayor reto para la democracia es el económico. Y corremos el peligro de engañarnos a nosotros mismos, así como a los admiradores bien intencionados de la Unión Soviética, por un patrocinio excesivamente exuberante. En su primera etapa, es más probable que la economía de mercado -sobre todo, una transición vertiginosa en esta dirección- constituya más una penitencia que una absolución de los pecados del sistema planificado centralmente. No hay atajos que dejen de lado la austeridad.

La transición hacia la economía de mercado ha demostrado ser extraordinariamente dolorosa en todos los lugares donde se ha producido. En Alemania del Este, el desempleo ha crecido hasta el 40%, a pesar de contar con un subsidio anual de 90.000 millones de dólares (para una población que representa el 5% de la soviética) y la virtual asunción de la administración civil y de la dirección industrial por parte de expertos de Alemania occidental. En México, la transición desde una planificación mucho más suave hizo descender los salarlos reales en un 50% durante casi ocho años. Checoslovaquia, Hungría y Polonia están sufriendo en la actualidad una serie de traumas similares. Europa Occidental y Japón, a pesar de la ayuda que supuso el Plan Marshall, experimentaron 15 años de austeridad antes de que se asentase la economía de mercado.

Las vacilantes instituciones democráticas, sufrirán duras presiones por parte de la población cuando ésta experimente esas conmociones. Alemania Oriental disfruta del respaldo incondicional de la república federal. México tuvo un Gobierno de partido único modificado durante su periodo más crítico. Los Gobiernos de Polonia, Checoslovaquia y Hungría disfrutan del prestigio que les ha concedido el haber encabezado la lucha anticomunista. En todos estos países habían sobrevivido vestigios de capitalismo, y el nacionalismo se hallaba en el bando de la democracia.

Pero en la Unión Soviética

Henry Kissinger fue secretario de Estado de EE UU. 1991. Los Angeles Times Syndicate. Traducción: I. Méndez y E. Rincón.

Dos revoluciones soviéticas

no se da ninguna de estas condiciones. El papel de la autoridad está poco claro y es discutido Algunos líderes regionales con mayor autoridad que el Gobier, no central tienen una acusada tendencia a echarle sus propia, culpas a otros -a los vestigio, del Gobierno central, a otras repúblicas o, incluso una vez que haya pasado algún tiempo, al mundo exterior- Con una naturaleza del mercado tan amorfa, tendrán muy difícil diseñar una estrategia plausible de libre empresa.La respuesta más generalizada -que la Unión Soviética se puede ayudar mejor a sí misma creando unas condiciones atractivas para la inversión extranjera- sólo es cierta parcialmente.

Por una parte, es una argumentación circular, porque el mayor obstáculo para la inversión privada es el caos político, que, a su vez, es alimentado por el desastre económico que parece inevitable, independientemente del grado de ayuda. Además, en medio de una escasez de capital generalizada, la Unión Soviética tendría que competir contra otras muchas áreas menos complicadas. Y las necesidades soviéticas son enormes; por analogía con la antigua Alemania del Este, ascenderían a 1,5 billones de dólares anuales al menos durante cinco años, mucho más que cualquier tipo de recursos previsibles, privados o gubernamentales.

Ni siquiera otro de los remedios de la sabiduría convencional, la privatización, conseguirá ser el curalotodo. Las industrias pasadas de moda no son fáciles de vender. Una parte de la privatización que ya ha tenido lugar ha seguido un rumbo paralelo al del cambio político oportunista de algunas repúblicas. Sencillamente, la dirección ha roto sus vínculos con el ministerio al que hasta ahora tenía que informar sin por ello ser más eficaz ni más orientada al mercado. En estas condiciones, la tentación de sacrificar la glásnost a la perestroika a través de métodos autoritarios podría ser abrumadora.

Todo esto enfrenta a Estados Unidos y a sus aliados ante un nuevo reto. Han tenido lugar tantos cambios dramáticos, y tan de repente, de una forma tan poco traumática e inesperada que han fomentado la ilusión de que la historia, con unos cuantos ajustes aquí y allá, está trabajando a nuestro favor. Pero puede que la fase más grave del proceso esté aún por llegar; Estados Unidos debe explotar el filón con cautela. Los revolucionarios son unos compañeros muy incómodos; el compromiso no suele ser su fuerte, y los llamamientos a la estabilidad suenan muy raros a sus oídos.

No podemos dejarnos seducir por la creencia de que podemos controlar todos los avances y menos por la de que la evolución soviética se ajustará a sí misma, de acuerdo con el dictado de la política americana. A lo largo de la historia, los líderes rusos han destacado por su exacerbado orgullo nacional. Nuestro celo misionero no debería ser tan intervencionista que pudiera desencadenar una respuesta que arrojase al nacionalismo precisamente a aquellos a quienes pensamos que estamos apoyando. La limitación a los consejos públicos y la discriminación en las visitas oficiales constituyen requisitos previos para la consecución de los objetivos realmente esenciales.

Para ayudar a la revolución interna soviética necesitamos dos cosas: estar seguros de cual es nuestro interés nacional y evaluar el límite hasta el que estamos dispuestos a promocionarlo. La Unión Soviética se enfrenta con los siguientes retos: la estructura del Estado, el marco económico y el papel de determinadas personalidades. De los tres, el que resulta comparativamente más sencillo es la estructura del Estado porque la descentralización sirve tanto a la causa de la democracia como a la de la paz. Un Estado ruso altamente centralizado siempre ha mantenido unas desorbitantes Fuerzas Armadas y se ha expansionado sin piedad a lo largo de sus lejanas fronteras. Anclada en dos continentes, siempre ha identificado la seguridad con la hegemonía, más que con el equilibrio. Durante cuatro siglos, este empuje inmisericorde hacia el exterior ha engullido los recursos del país y ha minado el bienestar de su población explotada.

Tal vez, la experiencia de la guerra fría y la posesión de un arsenal nuclear hayan reducido estas tendencias históricas. En cualquier caso, las democracias industriales no deberían hacer nada que sugiriese que están promoviendo la fragmentación de la Unión Soviética en beneficio propio. Pero igualmente, deberíamos tener cuidado de no animar a los centralizadores represivos mediante unos planes de reforma bien intencionados.

Aquellos líderes occidentales que insisten en un Gobierno central fuerte como condición previa para facilitar su ayuda deberían recordar que la eficacia no es nuestro único objetivo y que, en vista de las condiciones soviéticas, es probable que no sea el más importante. La ayuda económica a largo plazo depende del establecimiento de un marco económico predecible, pero no necesariamente uno centralizado. Mientras tanto, las democracias industriales necesitan urgentemente ampliar su ayuda humanitaria para evitar un invierno desastroso. También deberían buscar unos proyectos a largo plazo en los que sea posible un progreso relativamente rápido, como la energía. Para impedir que la ayuda energética se convierta en un arma en la lucha por el poder, debería distribuirse de forma que tenga en cuenta el reparto de poder existente entre el centro y las repúblicas, tal vez aplicando cualquier fórmula sobre la que se pudiera llegar a un acuerdo para la distribución de los ingresos fiscales entre el centro y las repúblicas.

También efectuaría una advertencia, contra aquellos que fomentan, de forma no intencionada, la represión, incluso en lo tocante al tema básico de las armas nucleares. Por supuesto, resulta muy deseable el control central sobre el arsenal nuclear. Pero, ¿a quién y para qué fines estamos dirigiendo las repetidas advertencias al respecto? Es seguro que no existe otro interés nacional que sea mejor comprendido por las autoridades moscovitas, dado su impacto sobre la cohesión nacional y el continuo funcionamiento de la disuasión. No debemos animarlos a que interpreten equivocadamente nuestra preocupación como una licencia para utilizar la fuerza contra las repúblicas. Cuando se produce la represión en nombre de un control central, es peor el remedio que la enfermedad. La mayor parte de las armas nucleares se encuentra en territorio de la República de Rusia; no es muy probable que las pocas que restan en Ucrania, Kazajstán y Bielorrusia lleguen a utilizarse contra Occidente. El tema clave no es si las armas nucleares se encuentran bajo el control central -como así parece ser-, sino si la estructura militar de Moscú que las controla se halla sometida a un liderazgo político responsable.

Uno de nuestros problemas teóricos más difíciles lo constituirá nuestra actitud cuando la democracia se vea sometida a prueba. En estos días míticos en los que todo parece posible deberíamos establecer el máximo número de contactos con instituciones democráticas, especialmente en las repúblicas. Pero en algún lugar de este camino probablemente encontraremos obstáculos. Seguramente los resistiremos. Sin embargo, me parece que existe una situación límite muy evidente: Estados Unidos no debe fomentar la represión de la autonomía de las repúblicas por el Gobierno central como un mal menor porque una vez que comience la represión es seguro que surgirá la historia rusa, con sus trágicos ciclos de violencia y hostilidad hacia el mundo exterior.

No estoy sugiriendo una política activa que socave la unidad soviética. El resultado que a mí me gustaría sería una confederación poco rígida, preferiblemente formada por Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán, junto con cualesquiera otras repúblicas que quisieran unirse a ella. El gran chauvinismo ruso, fuente de una gran parte de] expansionismo del imperio, es menos probable que adquiera un carácter virulento en una Unión Soviética confederal que si se deja a la República de Rusia abandonada a sus propios recursos. Pero el resultado lo deben decidir los ciudadanos de la Unión Soviética. Lo que debemos evitar es la tentación de regresar a un pasado violento. El Gobierno central, así como las repúblicas, deben comprender que el recurrir a la fuerza en, las relaciones con los demás encontrará en Estados Unidos la misma oposición que el propio golpe de Estado.

La historia de las revoluciones nos enseña que, cuanto mayor sea la conmoción, más dolorosa será la consolidación. Los trastornos soviéticos han ido demasiado lejos para poder ser identificados con personas. Mijaíl Gorbachov tiene grandes méritos históricos, pero ha desatado unas fuerzas que han hecho irrelevante el que sea o no más atractivo que Yeltsin. Yeltsin puede tener tendencias autocráticas, pero no hay nadie que haya dicho jamás que el camino hacia el liderazgo de la Rusia comunista sea un lugar adecuado para niños de coro. Preferiríamos, pero no exigiríamos, unos líderes soviéticos personalmente atractivos. Lo que sí exigimos es una política soviética que sea compatible con la paz y con el progreso del mundo.

Cuando fállecía un monarca, la transitoriedad de la existencia humana y la continuidad del Estado se conmemoraban con la frase "el rey ha muerto, viva el rey". La actual revolución cuasi permanente del imperio soviético podría resumir se adecuadamente con el eslogan: "El golpe ha muerto, viva el golpe". La canalización de este proceso revolucionario en una dirección positiva será seguramente difícil. Pero esto nos debe hacer recordar que es uno de los más maravillosos problemas que podríamos tener, por que supone una etapa hacia un mundo tan pacífico y tan solidario que hace solamente cinco años se habría considerado pura utopía.

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