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Retrato del artista como coleccionista

El historiador del cine, escritor y coleccionista John Kobal (Canadá, 1940) falleció en Londres el 27 de octubre. Kobal creó las más grande fototeca del cine, escribió la primera y mejor biografía de Rita Hayworth, diversos libros sobre el cine y ya seriamente enfermo se embarcó en una biografía de Cecil B. De Mille.

Conocí a John Kobal en un cine Ocurrió en 1971, cuando Miriam Gómez y yo fuimos a una proyección privada de Tres camaradas en el National Film Theatre. Nos invitó el difunto Carlos Clarens, fanático del cine y crítico que conocí en La Habana en 1954 a través de Néstor Almendros. Dije fanático del cine primero y luego crítico porque es lo que habíamos sido, lo que éramos.John era un hombre muy alto (de más de dos metros) y bien parecido, tanto que pense que era un actor americano. En realidad había sido actor y era canadiense, aunque nacido en Austria, y su verdadero nombre era Iván Kaboly. Estos datos, junio con su edad, los ocultaba John celosamente. Cuando niño había emigrado a Canadá y ahora vivía en Londres. Era de veras un extranjero en todas partes o, si se prefiere, un cosmopolita. Carlos Clarens era ya su amigo y los cuatro éramos ahora cuatro emigrados que cruzaban el puente de Waterloo, siempre llamado por nosotros "el puente de Waterloo", en recuerdo de Vivien Leigh, que hacía la calle y moría en el puente. John, Carlos y yo éramos presa de la fiebre del filme, siempre llamado película. Poco después John se hizo rico con el cine.

Siempre insomne, John solía pasar las noches jugando un juego de cartas postales al arrojar de la cama fotos de sus estrellas favoritas para ver quién caía encima de quién. Unas veces Joan Crawford tapaba a Bette Davis, otras veces Bette Davis cubría a Hedy Lamarr (a quien John consideraba la mujer más bella del cine) y otras veces todavía venía arriba Margaret Sullavan, que era una de sus favoritas. Todas eran sus favoritas y las había conocido a todas en el cine, en persona y en personaje de fotografía.

La más grande fototeca

Fue el insomnio y las estrellas lo que lo llevó a organizar lo que se conoce como la Colección Kobal, la más grande fototeca del cine en el mundo. No hay libro de cine ilustrado ni programa de televisión sobre el cine ni memorias de una estrella que no lleve la impronta de la Kobal Collection como fuente gráfica. Primero, la colección fue un cuarto en el apartamento de John, luego tres cuartos, luego una oficina en Covent Garden con 12 empleados v cinco líneas telefónicas. John estaba realmente orgulloso de su éxito comercial, pero toda vía más de que el Museo Victoria y Alberto, uno de los más exclusivos del mundo, le hubiera en cargado una exposición de un arte que John había redescubierto sin ayuda de nadie, el retrato con glamor. Fue John quien puso de nuevo en circulación los nombres olvidados de los más importantes artistas del retrato fotográfico. O más bien, cinematográfico. Había que verlo de contento cuando organizó una exposición personal en la prestigiosa National Portrait Gallery, el ala del retrato de la Galería National.

El artista que invitó fue el memorable, entonces olvidado, Clarence Sinclair Bull. La exposición en su honor se llamó como su libro memoria, El hombre que disparó a la Garbo. El nombre era también un hallazgo de John que, con el tiempo, se había convertido en escritor.

No creo que tuviera nunca ambiciones de ser director de cine, mucho menos de ser actor ahora, pero siempre quiso ser escritor, y lo fue. Fanático del cine, se hizo también fanático de la literatura y ahí tuvo su venganza. Cuando era niño en Canadá un maestro de escuela cruel lo señaló ante toda la clase como el que nunca triunfaría. Ese mal maestro debió morir de vergüenza o víctima de los disparos de John, directos al blanco. No sólo había escrito la primera y mejor biografía de Rita Hayworth, a la que adoraba en el cine y en la vida más o menos real de Rita, sino que escribió diversos libros sobre el cine (mudo o sónoro) y sobre las estrellas del cine, y ya seriamente enfermo se embarcó en una biografía en dos volúmenes sobre Cecil B. De Mille. Cuando, murió el domingo pasado ya había completado el primer libro (de unas 1.500 páginas) y trabajaba en el segundo volumen. Pudo encontrar verdadero solaz en la escritura y era fácil verlo trabajando 10, 12 horas diarias a pesar del malestar y los dolores. John murió no de una, sino de vaias enfermedades sucesivas. Pero en realidad murió de la enfermedad que no se atreve a decir su nombre.

Lo más doloroso es que John era el ser social por excelencia, y siempre era capaz de hacer nuevos amigos. En mi casa conoció a algunos españoles notables, que pasaron a ser amigos al instante. Aquí conoció a Terenci Moix, a Molina Foix, al pintor José Miguel Rodríguez, al periodista José Luis Rubio, al escritor José Luis Guarner y, último, pero no el último, al teatrista Celestino Coronado. Fue Celestino quien hizo que John gozara una película inusitada y diera también muestras de su capacidad crítica. Era esa obra maestra desconocida, Víctimas del deseo, de Emilio Fernández, con la estupenda Ninon Sevilla. John entendió la película en un idioma, el español, que era para él terra incógnita. Gran conocedor de la belleza femenina, en seguida proclamó a Ninon, rumbera rauda, una versión (tal vez por sus piernas exhibidas) de Marlene Dietrich. En seguida propuso a Celestino con su antiguo entusiasmo que había que hacer un remake en colores. En esa ocasion John se veía más vivo que nunca y, sin embargo, estaba cada día más cerca de la muerte.

Un gran conversador

John era caluroso, brillante en más de un sentido y un gran conversador, lleno de anécdotas acerca de actrices, actores y pecadores, pero siempre con admiración y sin malicia, ya que los respetaba a todos, como mostró en su mejor libro, La gente hablará. Era encantador y había encantado a todos los entrevistados que había atrapado con su conversación en su libro.

Siempre vivió desde que lo conocí en casas espaciosas y era, como con todo, generoso con su hospitalidad. Algunas estrellas caídas habían aterrizado en su casa, para hallar allí refugio permanente. Como la difunta Veronica Lake, a quien, travieso, llamaba Connie Ockelman, su verdadero nombre. Lo veía muy a menudo y hablaba aún más a menudo por teléfono con él -es decir, él hablaba conmigo: John siempre hablaba porque la conversación era su arte privado-. Uno de los recuerdos más queridos que atesoro ocurrió en su nuevo apartamento, del que estaba realmente orgulloso. Como siempre, lo había decorado él mismo. "Esto no es un apartamento", le dije, "es una mansión". Complacido, nos hizo la tournée. Todo era magnífico, especialmente el baño, un cuarto decorado en madera y mármol. "Es digno de Waldo Lydecker", le dije admirado. Lydecker era el escritor preciosista en Laura, que escribía en su bañera. La analogía le gustó más que nada. John, como Waldo, era debonair y elegante y amaba a Gene Tierney desde lejos: era, John Kobal era, fanático de toda belleza.

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