Sonrisas calientes
Comprendí que no sólo me hallaba en el futuro del arte, sino también en el arte del futuro. Desde la distancia del recinto ferial nadie sabría dónde está Arco porque faltan los indicadores. De modo que empiezas por extraviarte, lo cual ya es un buen aviso de lo de luego. El diseño vanguardista arranca en los ascensores del edificio, cuyas puertas chirrían con horror de suspense. Pero es imposible mirarse la cara de espanto al espejo ya que éstos reflejan sólo las alturas del pescuezo. Unos agentes de seguridad disparan a bocajarro sus pistolas de infiernillo electrónico en la escarapela de visitante. Penetras en la superexhibición dispuesto a afrontar los sobresaltos de cualquier sorpresa artística.Me detengo donde veo que se detiene el personal, ante un lienzo grande de Gironella, pintor sexagenario mexicano de origen catalán, quien ha puesto latas de caviar y de bonito en aceite sobre las tetas de unas damas retratadas por el maestro Goya.
Pregunto al creador de lo que me parece una mofa al óleo el precio de su producto, considerando que las latas de caviar puedan estar llenas. Y él sonríe: "10 millones de pesetas". También yo sonrío y le pregunto cómo se le ha ocurrido mezclar en este aparador de época los retratos de Goya y los detritus del mar Caspio. Dice: "Es un esperpento de un esperpento".
Tropiezo con una carretilla cargada de pedruscos pintados de un color parecido al pedrusco. Y en lugar de encontrarme con el obrero rezagado de la construcción, reconozco al galerista, con cara de alarma general. Dice: "Cuidado, esta composición escultórica pictórica es muy valiosa". Y yo estoy por añadir: ¡y muy compacta y sólida, amigo mío!
Chisporroteos cromáticos
Rascándome la espinilla avanzo entre un mar de gente ahogándose de placer estético hasta la obra de Nani June Paink, norteamericano de origen coreano, que muestra su gran pirámide de televisores, que funcionan todos, y emiten chisporroteos cromáticos. A la gente le encanta y se hacen fotos delante de la gran falla por valor de más del millón de dólares. El encargado de ensalzar sus encantos me empuja a un sofá fluorescente, de tubos de neón. "Sentémonos en esta obra magistral de 44.000 dólares, y gocemos de su calor en el trasero". Un calorcillo de lámpara bronceadora. Pienso: quizá la unión de artista y público exige mi electrocución, viniendo de donde viene la obra, de EE UU, país en la vanguardia de este ingenio exterminatorio. Y acudo al remolino de la galería Postpos, donde un cultivador del porno duro en el blando lienzo ofrece lenguas vacunas, vaginas chorreantes, penes gigantescos y masturbaciones femeninas que desatan las risas calientes de la juventud. "¿Y el precio, señorita?", pregunto a quien cuida estos mingitorios. "Está escrito debajo de la obra", dice. Y lo miro sin tirar de la cadena: 140.000 pesetas,
Babelia
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