Bigbanito
En El huerto de los cerezos, Chéjov hace que los burgueses silenciosos y veraneantes se inquieten por un ruido extemporáneo. Se trata de la rotura de una cuerda de violín, algo que no estaba previsto en la calina decadente de su ocio. A veces basta un ruido extraño para que todas nuestras células se aseguren de estar en su sitio y es entonces cuando el hombre más se parece al gato, ese animal de alarmas instantáneas capaz de pasar de la filosofía a la carnicería en un santiamén. Ayer, en el huerto olímpico también se escuchó un ruido extraño, como un estallido sordo y agorero. Lo primero que hicimos fue creer que algo había caído en casa y fuimos a repasar los estantes superiores de la librería por si El capital seguía allí. Observamos entonces que también en la calle el aire se había detenido y que la gente buscaba el cielo con esa cara de idiota del que mira sin ver. Empezamos a pensar en los peligros del fin de siglo, el coche bomba, la explosión de gas, los muertos alineados y el llanto astillado de las viudas, pero para entonces la radio ya sólo hablaba del ruido y llegaban voces de muy lejos diciendo que ahí también había acampado la muerte con el fragor de sus atambores.De pronto caímos en la cuenta de que vivíamos en estado de alerta permanente y que ya éramos incapaces de reconocer los ruidos de nuestra propia casa. Nacimos del Big Bang y ahora tememos morir por nuestros bigbanes cotidianos. Pero ayer sólo hubo susto sin muertos porque a un avión se le encalló el acelerador y rompió la barrera del sonido. O tal vez fue el último cuadro de Bacon al caer sobre el piso. O el silencio de corchea de Messiaen. Volvemos a ser monos desnudos y a sentir miedo. Oímos crujir las vigas de la mañana y creemos que el cielo tiene aluminosis. Luego nos dirán que ayer no pasó nada. Pero en realidad nos pasaron demasiadas cosas. Sobre todo por la cabeza.
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