Una sola huella
El desconocido del que ya se ha averiguado casi todo, salvo -provisionalmente- su cara y su nombre, fumaba cigarrillos Merit y luego aplastaba las colillas con la puntera del zapato, nervioso, tal vez impaciente, chupando el filtro sin placer, con el ensimismamiento de quien espera mucho tiempo algo que sucederá de improviso y en un solo instante. Mientras esperaba, junto a una carretera de Sicilia, el paso del cortejo blindado en el que viajaba el juez Falcone, el desconocido, que debía activar en el momento justo, sólo pulsando un mecanismo tan suave como el teclado donde yo escribo, una carga explosiva que abriría un cráter en el asfalto, buscaba distraídamente el tabaco en el bolsillo de su chaqueta, se llevaba un cigarro a los labios sin apartar la vista de la carretera, lo encendía, le daba chupadas cortas que apenas humedecían el papel castaño del filtro. Por culpa del cine, es inevitable imaginarlo vestido con un traje claro, con la camisa y la corbata de seda, con un punto de elegancia excesiva que rozaría la vulgaridad: el pelo negro y aceitoso, las gafas de cristales verdes, son detalles inevitables y seguramente falsos; lo único cierto, que sepamos, es que se trata de un hombre preocupado por su salud, no hasta el extremo de dejar el tabaco, pero sí con la precaución de fumar. cigarrillos bajos en nicotina.Fumó exactamente tres: su espera no debió de ser muy larga. Tiraría el último cuando oyó acercarse los motores de la comitiva, o cuando alguien lo alertó, quizá desde un helicóptero: el hombre del traje claro y la corbata llamativa también puede haber llevado un diminuto auricular en la oreja, lo cual ya le daría un definitivo aspecto de guardaespaldas inquietante. Unos segundos después de escuchar la explosión sintiendo bajo sus pies el estremecimiento de la tierra escaparía no demasiado velozmente en un coche de apariencia común, diciéndose, con la sensación de impunidad invisible de los que matan a distancia, que no había dejado tras de sí ninguna huella.
Ahora, todavía oculto, acabará de descubrir en los periódicos que no se encuentra a salvo, que lo van a atrapar. No lo vio nadie, no dejó rastros, no abandonó un arma en la que estuviera impresa alguna de sus huellas digitales, pues también es inevitable atribuirle. el uso de guantes negros, de una piel tan flexible como la de los dedos que sostenían cigarrillos y apretaron un botón. Sólo dejó, en el lugar donde estuvo, tres colillas de la marca Merit, y una cantidad infinitesimal de saliva en cada una de ellas: la marca de sus labios, un cerco de humedad que la mirada no podría advertir y que ya analizan y estudian los microscopios de los laboratorios, averiguando en ella, en la saliva seca, todas las cosas que al parecer están ocultas en los residuos más leves que vamos dejando a nuestro paso, en un solo cabello cuya caída no podemos apreciar, en una gota ínfima de sangre o de semen, en una de esas escamas de la piel que al desprendérsenos nos van demoliendo con la incesante lentitud con que se gasta una estatua.
Mientras el desconocido que ejecutó al juez Falcone hojea periódicos y fuma cigarrillos Merit en una habitación cerrada donde ya no está a salvo, otros hombres examinan tres colillas exactamente iguales a las que él apaga en el cenicero de su mesa de noche y agrandan bajo las lentes de los microscopios cristales de saliva, y van aprendiendo más cosas sobre él de las que él mismo sabrá nunca: su herencia genética, las enfermedades que ha padecido y las que lo amenazarán si sobrevive, quién sabe si hasta las predisposiciones más escondidas de carácter y su destino íntimo, lo' que a él le daría miedo conocer. Leo que, según las normas cautelosas y ecuánimes de la Mafia, este hombre morirá antes de que haya algún peligro de que lo detengan; ya está condenado, antes de que se sepa su nombre y se pruebe su culpa. En un solo cabello, en la fracción de piel que queda después de un roce casual o de una caricia, caben más datos que en los colosales volúmenes de una biografía anglosajona. Desde ahora habrá que extremar toda precaución, dado que las adivinaciones de la ciencia tienden peligrosamente a enredarse con las distracciones de la policía. No bastarán la conducta intachable ni los guantes de goma: cualquier día, por culpa de un rastro de saliva impreso en el borde de una copa o en el filtro de un cigarrillo, podemos reconocer nuestra cara en el retrato robot del Hombre Invisible.
Babelia
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