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El fracaso de los éxitos de Kohl

El canciller alemán paga sus 10 años en el poder con un acelerado hundimiento de su popularidad

El canciller Helmut Kohl celebra hoy 10 años en la cúspide del Gobierno de la República Federal de Alemania (RFA). Pero la conmemoración está llena de paradojas. El país del que se hizo cargo en 1982 ya no existe, es otro, y sobre la configuración política mundial ha pasado un huracán. Es el artífice de la unificación alemana y uno de los vencedores de la guerra fría, pero, a sus 62 años, sus éxitos, que son muchos, no impiden que se encuentre ahora en el punto más bajo de su carrera política y con muy pocas esperanzas de remontar el vuelo a tiempo para las próximas elecciones.

El 1 de octubre de 1982, las huestes del ministro de Asuntos Exteriores, el liberal Hans-Dietrich Genscher, abandonaron el Gobierno de coalición de socialdemócratas y liberales, encabezado por el canciller Helmut Schmidt, y se sumaron a un voto de no confianza presentado por la oposición democristiana. Tal y como está previsto en la Ley Fundamental alemana, esta maniobra política sólo es posible si quienes intentan derribar el Gobierno cuentan con un candidato de repuesto que obtenga la mayoría en el Bundestag. Este no era otro que el corpulento líder de la Unión Cristiana Demócratica (CDU), bautizado como el nieto del gran Konrad Adenauer.De ese modo se acabó una década en la que el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) había dominado la política de la RFA, primero con Willy Brandt y después con Helmut Schmidt, y empezó la era de Kohl que iba a deparar al país algunos de sus momentos más eufóricos. Ni el más optimista de los adivinadores se hubiera atrevido a pronosticar al nuevo canciller que entraría a formar parte de los libros de historia como el artífice de la reunificación de Alemania, que formaría parte de los vencedores de la guerra fría y que ganaría tres elecciones consecutivas.

El pasado domingo, la cadena de televisión RTL, en su programa semanal Spiegel TV, dedicó un espacio al décimo aniversario de la llegada al poder del canciller Helmut Kohl. Quien hubiera sintonizado la emisión, sin tiempo de ver los titulares, a buen seguro se habría alarmado creyendo que Kohl había fallecido o acababa de renunciar a su cargo. El tono era lo más parecido a una necrológica o a una despedida: Kohl a la sombra de Adenauer; Kohl, líder de la oposición democristiana; Kohl llegando al poder de la mano de Genscher; Kohl subido en la ola de la unificación; y, finalmente, Kohl recibiendo huevos en la cara y lanzándose atribulado contra el agresor.

Desde que ganara las últimas elecciones, la popularidad del canciller ha ido en descenso, pero ha sido en los últimos meses cuando la caída ha cogido velocidad. Nunca, desde que subió al poder, las encuestas le habían situado a tanta distancia del líder de la oposición. La última concedía el favor de un 5 1 % de los alemanes a Björn Engholm, el nuevo líder de la socialdemocracia, mientras que sólo un 38% prefería al canciller. Trece puntos de diferencia.

Un país convulso

El país está convulso, el crecimiento de la economía podría situarse este año por debajo del 1%, los planes para reflotar la antigua Alemania comunista han fracasado, el proceso de Unión Europea -el proyecto al que Kohl ha apostado en su concepción de la política exterior alemana- está a punto de descarrilar y, lo que es peor, en esta ocasión no parece capaz de evitar que los votos se le escapen no, sólo por el centro, sino por la extrema derecha.Éste es el drama: las próximas elecciones se van a jugar en la banda derecha del electorado. El espectro del nazismo es una imagen ya cotidiana en la Alemania actual. Los ciudadanos están ya aburridos de ver cada noche por la televisión las mismas imágenes de albergues para extranjeros ardiendo y tipos saludando brazo en alto. Entrevistas con jóvenes cabezas rapadas de discurso confuso y primitivo, a veces simples ebrios mamarrachos a quienes se concede palabra y dispensa atención, llenan los programas de máxima audiencia.

Un batiburrillo que empieza ya a provocar más de un escalofrío, incluso en la propia Alemania. En el pasado, Kohl ha demostrado sobradamente su habilidad para desactivar la amenaza que periódicamente surge por su derecha. No hay más que recordar, por ejemplo, el retraso del reconocimiento de la frontera con Polonia. En las últimas elecciones legislativas, la extrema derecha desapareció. Pero algo profundo parece haber cambiado. La nueva Alemania es un país mucho más complejo y los juegos electorales, además de inútiles, son muy peligrosos.

Kohl, entre otras cosas, sigue jugando con el tema del derecho de asilo, pidiendo un cambio constitucional y alimentando así la xenofobia, al reconocer, implícitamente, que la culpa de la violencia neonazi la tienen, de alguna manera, los extranjeros.

La diferencia es que ahora, con sus miradas comprensivas a la derecha, el canciller Kohl no va a conseguir rescatar los votos de un determinado sector de la sociedad alemana que le son imprescindibles para ganar unas elecciones.

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