Se acabaron los fuegos artificiales
Sevilla pide que no termine la fiesta y que los nuevos espacios escénicos ofrezcan una programación permanente
Estallan, y crean durante unos segundos una luz más luminosa que la luz más brillante. Caen, y se apagan conforme se acercan al suelo. Desaparecen antes de tocarlos. La imagen tal vez más difundida en los medios audiovisuales de la Expo 92 ha sido la de los fuegos artificiales reventando sobre el paisaje -como de maqueta gigante- del recinto, reflejándose en las aguas del lago. Sirve también para sintetizar -en dos palabras- lo que ha sido el desarrollo de su programación cultural y espectacular: fuego artificial. En las aproximadamente 300 representaciones que han tenido lugar en los cuatro espacios escénicos más importantes tanto dentro (teatro Central, Auditórium) como fuera del recinto (teatros de la Maestranza y Lope de Vega), se han citado éxitos y fracasos. Es normal. Sin embargo, los cuatro han compartido dos problemas: el de las entradas y la promoción y el de la coordinación del contenido de los programas.La centralización de la venta de entradas para los cuatro espacios y el sistema de reparto de las mismas -el 50% para los participantes, el 20% para agencias de viajes y sólo el 30% para venta directa al público- impuso modelos únicos a espacios diferentes que ofertaban programas independientes a públicos diversos. De ese 30% se retenía la mitad para los poseedores de pases de temporada (cuya venta se cortó sin preaviso el 27 de abril: más dificil todavía), dejando sólo el resto y las sobrantes para venta en taquilla dos días antes de cada espectáculo.
La lucha por una entrada
Esto ha provocado indignaciones, lipotimias y luchas de náufragos por la posesión de una entrada. Sobre todo si era para una ópera en el teatro de la Maestranza, posible Liceo de una ¡mprobable burguesía hispalense Tanto los aficionados (que en Sevilla, por desnutrición lírica, son pocos) como quienes han creído durante muchos años que Donizetti era una marca de ropa y que Rossini era una forma de preparar los canelones, han contendido sin piedad, han movido influencias o han hecho horas de cola para pisar la tierra lírica prometida.
Si a ello se suma la insuficiente publicidad dada a los espectáculos (sólo dos carteles anunciaron la Carmen dirigida por Plácido Domingo) se comprende el desasosiego del público. Muchos espectadores, convencidos de que no había entradas" no han accedido a espacios que después no se han llenado. Alguno andaba tan agitado que confundió -han informado los azafatosas- una casetita de información con el gigantesco auditorio construido por Eleuterio Población. El problema de las entradas originó también una reventa que, en el caso del teatro de la Maestranza, llegó a cuadruplicar (de 10.000 a 40.000 pesetas) el precio de las localidades.
El nivel de ocupación mejoró cuando los directores de los teatros situados fuera del recinto de la Expo -Maestranza y Lope de Vega- lograron el control del taquillaje y la promoción. Ya en abril -reciente todavía la inauguración- decía José Luis Castro, director del Lope de Vega: "Los teatros los conocemos los que los dirigimos, y cada espectáculo requiere un tipo de promoción especial, que desde aquí se lleva más racionalmente que desde cualquier otro departamento". Dicho y hecho: al asumir la promoción y la venta, el teatro empezó a llenarse tras clamorosos vacíos como el de los primeros días de representación del Quijote de Scaparro.
Según el director de espectáculos de la Expo, en declaraciones del 27 de agosto, la culpa era de la televisión. "La programación televisiva afecta al lleno de los espectáculos. Cuando la oferta televisiva es popular, viene menos gente". La televisión, que tantas culpas tiene, no es responsable de esto. Por encima de la cuestión de las entradas y la promoción, está la de la ausencia de criterios de programación y la infravaloración del público. No ha habido ideas rectoras que marcaran un rumbo -sea cual fuere- y vertebraran las propuestas de los cuatro espacios como pretendía Ignacio Quintana durante su etapa rectora de lo que después se llamó División Cultural. Y la tendencia a convertirse en contenedores neutros ha perjudicado a los espacios, ha favorecido el conservadurismo y el desorden en la programación de alguno de ellos. Las anteriores declaraciones pueden interpretarse en primer lugar como el reconocimiento (tardío) de que el público mayoritario era de Sevilla o de su entorno: el único que sucumbiría, en su ámbito doméstico, a la hipnosis televisiva. Justo ese al que se le ha impedido el acceso al 70% de los aforos. Como ha sucedido con el propio recinto expositivo, la entusiasta respuesta de los sevillanos a los espectáculos ha desbordado las rácanas previsiones de la organización. El visitante de la Exposición, sobre todo, ha resultado querer ver la muestra, después Sevilla y mucho menos los espectáculos. El público mayoritario era el de la ciudad, y se le ha desatendido.
En segundo lugar, se pueden interpretar como una infravaloración del nivel cultural de ese público o de la propia Sevilla. Lo desmiente un dato espectacular, que demuestra que hubiera habido mejor respuesta a una programación más coherente y atrevida: el espacio escénico que ha registrado mayor y más regular ocupación ha sido el teatro Central, dedicado a las nuevas tendencias. La Fura dels Baus, Laurie Anderson, Jean-Claude Gallota, William Forsythe, Bob Wilson o Jerome Deschamps se han ido sucediendo en un espacio programado, no llenado. Le ha respondido un público creciente en la ciudad, que no tiene ni adicción a la televisión ni sufre de pánico ante lo que no se sabe de memoria.
Coherente y exquisita
Como el teatro Central, el Lope de Vega ha tenido una programación coherente y exquisita, con el lujo absoluto del Royal National Theatre, la Comédie Française, el Centro Dramático Nacional, el Teatre Lliure, el Dramaten de Estocolmo o el Piccolo de Milán. No es él caso del auditorio, que ha sido un contenedor neutro sobre cuyo escenario han surgido, como del sombrero de un mago, desde bandas de cornetas y tambores de las cofradías sevillanas hasta el Azabache dedicado a la copla, Gassman o Sakamoto.
La Bienal de Flamenco -junto con el homenaje a Antonio Mairena celebrado con ocasión del Día de Andalucía- ha traído a los escenarios al gran ausente de la Expo: el flamenco. "Los organizadores de la Expo", dijo El Lebrijano a principios de agosto, en la presentación de ¡Tierra!, "no han tenido conciencia de lo que el flamenco representa y de su importancia en el mundo artístico. Hay personas que no son andaluzas y mandan mucho; ellos tendrán que asumir su responsabilidad histórica". Lo cierto es que la atención a un arte que tiene sus más profundas raíces apenas a 80 kilómetros de Sevilla, en Jerez, y justo a las puertas de la Expo, en Triana, ha sido escasa. Tal vez por haber sido tratado con igual dureza, el cine se unió al flamenco, y la aportación más interesante del modesto cine Expo -además de la recuperación del Quijote de Welles- ha sido el Currito de la Cruz.
Esta Exposición del final del milenio, de la puerta abierta al siglo XXI, se ha distinguido, en lo musical, por su obsesión romántica. Sobre todo en la programación lírica, de una riqueza deslumbrante en cuanto a las compañías -Liceo, Metropolitan, Real de Suecia, Scala, Staatsoper de Viena y Saclisische de Dresde (la Bastilla suspendió su actuación tras un accidente)-, pero de gran timidez en la selección de obras. La modernidad del edificio de Luis Marín y Aurelio del Pozo, construido en el periodo pre-Expo y acondicionado sobre la marcha para albergar representaciones operísticas tras tomarse la decisión de no construir un teatro de la ópera en la isla de la Cartuja, no ha podido albergar ni una ópera del siglo XX. La programación sinfóníca ha gozado del mismo esplendor de presencias -entre otras, filarmónicas de Berlín, de Viena, de Israel, de Oslo, de Múnich; Orquesta Nacional de España, de París, de Filadelfia, de Montreal, del Gewandhaus de Leipzig- y de más variedad en los programas.
La Expo ha incidido con fuerza en tensiones ciudadanas, fuindamentalmente en el enfrentamiento entre lo seviy¡ya y lo sevillano (lo primero es una perversión consumista y chovinista de lo segundo), y ha sido tanto una ocasión de afirmación folcloconsumista -Salvador Távora ha acusado a los directivos de la Expo de "fomentar brotes de folclorismo andaluz mal entendido, conservador, reaccionario"-como de puesta en valor de programas propios (festivales de danza de Itálica, de nueva música, de jazz, de música antigua, de música de cine, bienal de flamenco, apoyados por la Expo) que llevan años intentando construir una habitación culta y reflexiva, más centrada en sus valores reales, de la ciudad. Es ahora -al apagarse la luz de los fuegos artificiales- cuando la ciudad ha de asumir el control de los espacios escénicos, cuando el público ha de acostumbrarse a la más modesta, pero también más útil, luz de los programas permanentes. También cuando se sabrá si todo ha servido para algo o si ha sido un espejismo. Mañana, martes 13 -ivaya!- se empezará a desprecintar el sobre que guarda el secreto del legado de la Expo.
Babelia
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