Una política económica explosiva
La política económica. ¿Es de derechas, de izquierdas? ¿Quién la hace? ¿Cambiar, en qué dirección? El autor concluye: "La economía española es consecuencia de una política económica de inspiración sindical que ha ahogado el crecimiento".
La polémica sobre la política económica del Gobierno retorna con fuerza; la peseta se ha devaluado por segunda vez; el propio presidente del Gobierno, si la cita que he leído es fiel, dice que él es el único capaz de llevar a cabo una necesaria política económica moderada. Por su parte, los sindicatos arremeten otra vez con la política económica del Gobierno pidiendo un cambio radical.¿De qué estamos hablando? ¿Cómo es nuestra política económica? ¿De derechas, de izquierdas? ¿Quién la hace? ¿Cambiar, en qué dirección? ¿Sirve para algo la segunda devaluación?
Si la política económica se enjuicia por los resultados de la acción de Gobierno en la economía española, entonces el Gobierno ha hecho la política que siempre han defendido los sindicatos y el ala izquierda del PSOE. En 10 años, el gasto público ha pasado del 33% del PIB en 1981 al 45 % en 1991, y es posible que llegue al 50% en 1993. La presión fiscal, con impuestos sobre la renta y patrimonio de los más altos del mundo, ha subido en consonancia. A pesar de ello, el déficit público se ha mantenido en torno al 5% del PIB. El gran creador de empleo ha sido el sector público, con cerca de un tercio del total creado en los últimos 10 años. No ha habido privatizaciones significativas (si hacemos abstracción de la expropiación de Rumasa y posterior, reprivatización) Se ha organizado un sistema de atención específica al desempleo en el campo andaluz y extremeño (los PER). La inversión pública no productiva ha desplazado a la privada como impulsora del desarrollo; de los grandes proyectos, sólo los planes de carreteras tienen una justificación económica clara. Desde 1988, los salarios crecen más que la inflación. Ha habido dos huelgas generales: la primera se salda con la aceptación, por parte del Gobierno, de la extensión del sistema de pensiones y la reindiciación de los salarios; la segunda, con la negociación a puerta cerrada, entre Gobierno y sindicatos, de la ley de huelga. La deuda pública acumulada supera ya los 26 billones de pesetas; los intereses de esa deuda supondrán en 1992 el 4% del PIB, frente a cerca del 1% en 1982.
En mi opinión, esa transformación de la economía española es la consecuencia de una política económica de inspiración sindical que ha terminado por ahogar nuestras posibilidades de crecimiento. A lo peor es, simplemente, el resultado de sumar el desarrollo de las autonomías, la cobertura de legítimos derechos sociales, los intereses electorales del PSOE, el descontrol en el gasto público, la equivocación en las previsiones de crecimiento y el poder sindical.
Ahora bien, existe la posibilidad de identificar la política económica del Gobierno con el manejo de las dos variables que dependen directamente de los responsables económicos del Gobierno: los tipos de interés y el tipo de cambio y creer que eso es lo esencial. Enfrentados a las tensiones inflacionistas de nuestra economía, evidentes desde 1988, los responsables económicos lucharon con los sindicatos y con la corriente mayoritaria en el Gobierno y el PSOE repitiendo hasta la saciedad que para integrarnos en Europa era imprescindible moderar la inflación, que los salarios crecían demasiado deprisa y que el gasto público, no sólo el déficit, era intolerable.Presión fiscalFracasan en ambos enfrentamientos, pero aceptan financiar la expansión del gasto público (esa es, al menos, mi opinión) con una presión fiscal cada vez mayor y encaran la inflación con sólo dos armas: los. tipos de interés y el tipo de cambio. Con altos tipos de interés han intentado, desde 1988, frenar la demanda nacional; al final han conseguido una inversión privada negativa y una delicada situación financiera del sector privado (la inversión y gastos públicos, está claro, han sido insensibles a los tipos de interés). El tipo de cambio fijo y sobrevaluado debería haber obligado a las empresas, al menos a las privadas, que tienen que competir con productos extranjeros cada vez más baratos, a controlar sus costes de producción, para lo cual tendrían que haberse enfrentado a los sindicatos y no aceptar subidas salariales por encima de lo que podían repercutir en los precios. La empresa que aceptase subidas salariales exageradas estaría condenada a desaparecer.
Era un juego peligroso: mantener un tipo de cambio cada vez más sobrevalorado, porque nuestra inflación era, más alta que la de nuestros socios del SME, por el abrumador poder sindical y la presión del gasto público, significaba impulsar el gasto en el extranjero, ampliando cada vez más el déficit por cuenta corriente (en 1992 tendremos el mayor déficit por cuenta corriente de nuestra historia económica, tanto en términos absolutos como en relación con el PIB). Aparentemente, éste era un tema que no preocupaba a los responsables económicos porque ese déficit se compensaba con entradas de capital extranjero que creían en España. Hasta mediados de 1991, esa política, que por definición, tenía que ser temporal hasta la derrota de la inflación, aunque discutible, podía tener alguna consistencia; a partir del momento en que las inversiones extranjeras directas son sustituidas por entradas de capital que buscaba la alta remuneración de los tipos de interés de la peseta y por empresas españolas que se endeudaban en otras divisas porque no aguantaban más los tipos de interés españoles,a partir de ese momento, esa política había fracasado. ¿Y qué decir de los altos tipos de interés? Su mantenimiento durante cuatro años ha ido debilitando la estructura financiera de las empresas, que se han comido los resultados de los años de la expansión 86-90 y han terminado por concretarse en un estallido de suspensiones de pagos y de paro.
¿Qué política económica critican, pues, los sindicatos? ¿Su propia política económica o la de control de la inflación del Ministerio de Economía y Hacienda?
El poder de los sindicatos es tan grande que se han convertido en portavoces, por una parte, de todos los trabajadores en activo, para los que consiguen salarios superiores a la inflación, y por otra, de todos los inactivos, que también han conseguido pensiones superiores a la inflación. Llegados a este punto, una vez reducido el excedente empresarial, sólo el endeudamiento externo puede satisfacer simultáneamente a activos e inactivos (habría que analizarlo más despacio, pero el dato abrumador es que la deuda exterior de España ha pasado de 48.000 millones de dólares en julio de 1991 a 84.000 millones en agosto de 1992). Es lógico que los sindicatos ataquen a quien habla de moderar salarios, aunque no dicen que llevan cinco años ganando la batalla. Es lógico que critiquen la política de tipos altos, que perjudican a todos. Es lógico que los sindicatos sean devaluadores, porque no les asusta la inflación, que corrigen, automáticamente, con mayores salarios. No es lógico, en cambio, que critiquen el aumento del paro, resultado de su presión salarial, ni el de la inflación, que no les afecta.Tipos de interésLa crítica de la política económica desde posiciones moderadas es de otra índole. ¿Cómo se puede conjugar una política de altos tipos para moderar la demanda y las tensiones inflacionistas con una gran presión expansiva del gasto público, que es donde el Gobierno acepta la capacidad de persuasión de los sindicatos? ¿Cómo se ha pretendido mantener un tipo de cambio sobrevaluado, ignorando sus efectos sobre las empresas y partiendo del supuesto de que el SME y las paridades de las monedas no se movería nunca, que siempre habría inversores extranjeros para financiar nuestro déficit por cuenta corriente y que las empresas resistirían la presión salarial, los altos tipos y el sobrevalorado tipo de cambio?
La crítica de fondo se dirige al policy mix que ha resultado; la política de gasto público y de salarios de los sindicatos y la presión fiscal, los tipos de interés y el tipo de cambio de los responsables económicos del Gobierno. Nuestro sistema productivo no lo ha aguantado.
La compatibilidad entre crecimiento del gasto público y de salarios por una parte y tipos de interés altos y tipo de cambio sobrevalorado por otra, salta, finalmente, en pedazos el segundo trimestre de 1992. Mientras Economía hacía aprobar por el Congreso su ambicioso plan de convergencia, en la puerta de Hacienda, se constataba que el debilitado sistema productivo no rendía más. Los ingresos fiscales crecían al 5%, en lugar del 11,2% programado, y las obligaciones de gasto al 18%.
En ese momento, desaparece el esquema de política económica comentado. La prioridad ya no es luchar contra la inflación, sino salvar muebles del sector público. Se limita, por primera vez, el gasto público reformando el Inem y se suben los impuestos, pese a sus efectos inflacionistas; simultáneamente, a lo largo de julio y agosto, se relajan los tipos de interés y se comienza a dejar caer el tipo de cambio. El envite se había perdido.
El estallido del SME en septiembre no es la causa de las dificultades. Sólo ha añadido leña al fuego. Las dos devaluaciones de la peseta permiten recuperar una parte de la competitividad perdida desde 1988. Pero la proximidad de las elecciones ha aplazado la adopción de una nueva política económica.
Desde el mes de julio hay sólo prioridades: las elecciones (son más importantes 6,8 millones de pensionistas que 0,6 millones de funcionarios); mantener la peseta en el SME, y equilibrar los ingresos y gastos públicos siempre que se respeten las dos condiciones anteriores y admitiendo un déficit en torno al 4% del PIB, aunque sea a costa de mayores impuestos y cargas de la Seguridad Social.
A continuación vendría la lucha contra la inflación y el desempleo. ¿Cómo se puede criticar ese conjunto de medidas, contradictorias entre sí? No ciertamente hablando de política económica. Todo ha sido peligrosamente aplazado; hasta que el SME, o el mecanismo que lo sustituya, se estabilice y hasta después de las elecciones. Mientras, hay que vivir con los sindicatos (que deberían preguntarse cuál va a ser su siguiente movimiento, una vez consolidado su poder con pocas responsabilidades formales), con más impuestos, mayores costes sociales y tipos de interés más altos. Y sus consecuencias.
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