Para una teoría del confidente
La práctica del confidente policial añade a sus negativos efectos concretos en cada caso una extraordinaria eficacia contaminante, afirma el articulista; esta práctica irradia hábitos envilecedores que penetran tan profunda como negativamente las pautas del comportamiento policial, concluye.
La Prensa dio cuenta en su momento y ha vuelto a informar en estos días sobre una causa, seguida en los tribunales de Madrid, que tiene verdadero interés en la perspectiva de una reflexión crítica sobre la polémica figura del confidente policial.Los datos publicados que vale la pena retener son los siguientes: una mujer dedicada al más viejo oficio del mundo, después de haber tenido relaciones sentimentales con un policía, colabora en calidad de confidente con el grupo al que éste pertenece. Otro núcleo. policial, mientras, la investiga como posible traficante de estupefacientes y la detiene, precisamente, cuando se disponía a "confidencia?' (sic) con un inspector. La mujer dirá entonces haber recibido droga del agente citado en primer lugar y de otro compañero de éste para venderla y repartirse el dinero. Ambos ingresan en prisión, y uno de ellos atribuirá a su jefe haberle sugerido la entrega de "algunos gramillos" a la confidente, en pago de los servicios prestados. Este último resulta asimismo procesado.
En el contexto de todos estos datos obtendrá también publicidad un hecho singular: la droga incautada, al menos la de alguna comisaría, viaja infórmalmente a las farmacias del barrio para su pesaje. Y, en concreto, la afecta al proceso de referencia terminó mojándose -dando lugar a problemas en la determinación del peso- cuando el agente que la transportaba en uno de esos desplazamientos se lavaba las manos en un aseo al que había acudido a orinar.
Huelga decir que no es la vertiente procesal del asunto lo que aquí interesa. Además, a este respecto hay que dejar constancia de que la sentencia fue absolutoria como consecuencia de las irregularidades cometidas en el registro del domicilio de la confidente.
Lo que importa es el alto valor sintomático de lo sucintamente expuesto, cuya significación, a estos efectos, no varía un ápice por la circunstancia de que las imputaciones cruzadas fueran más o menos ciertas, o incluso inciertas. Lo realmente relevante es que éstas, con sólo haberse producido, dan fe de la existencia de hábitos en el operar policial que, por su franca irregularidad, propician de manera efectiva vicisitudes y actitudes de ese género, que ponen de manifiesto un clima objetivo capaz de posibilitar y dar verosimilitud a denuncias como las vertidas recíprocamente por los protagonistas de esta historia nada ejemplar.
En definitiva, lo que verdaderamente resulta ser digno del interés general es el alto valor emblemático del conjunto de piezas que integran este auténtico retablo de las maravillas.Profunda ilegalidad
Valor emblemático porque ilustra con extraordinaria plasticidad acerca del genuino sentido de la figura del confidente, de la profunda ilegalidad que expresa y de las aberraciones que su empleo puede llegar a producir. Y produce.
El contrato de confidencia es, como todo contrato oneroso, de naturaleza bilateral. Genera obligaciones para. ambas partes, cada una de las cuales ofrece y da como contraprestación algo de lo que tiene a su alcance.
El confidente, reclutado entre los habituales de la clase de delito que se trata de investigar, aporta información y quiere impunidad (a veces, no sólo). La policía recibe la primera y asegura (cuando menos) la segunda. Y, saliendo de su marco legal de actuación, entra francamente en el de la delincuencia, con acciones previstas en el Código Penal como formas bien caracterizadas del iter criminis de las que se toleran al confidente, o como delitos específicos. Porque no cabe engañarse: en contra de lo afirmado por la Sala Segunda del Tribunal Supremo en una discutible sentencia, no hay confidencia limpia. Es inútil tratar de buscar tranquilidad en esa hipótesis increíble, y ni siquiera en la evidencia -miseria de muchos- de que el torpe recurso está presente en "todos los sistemas policiales de las' naciones democráticas".En este terreno, es axiomático que sólo puede ofrecer algo confidenciable el que está dentro. Y la lógica de la confidencia impone a la policía dar a cambio algo que, siendo interesante para el confidente, le permita a la vez continuar ejerciendo como tal desde la integración plena y rentable en algún área de la criminalidad. Y hacerlo con garantias de no ser puesto a disposición de la justicia.Clandestinidad
Todo ello se produce, naturalmente, en un ámbito de clandestinidad y en el uso de la discrecionalidad más absoluta, generando espacios de poder ilegítimo, de poder fáctico, rigurosamente incontrolables. Precisamente cuando se trata del aparato institucional, que, dotado de la mayor capacidad objetiva de incidir negativamente en la libertad de las personas, debería ser el más diáfano, controlado y escrupuloso en su modus operandi.
Por otra parte, la viciosa práctica de que se trata, a sus negativos efectos concretos en cada caso, sobreañade una extraordinaria eficacia contaminante. Irradia hábitos envilecedores, a los que Carrara se refirió como la "perversidad de los esbirros", que penetran tan profunda como negativamente las pautas del comportamiento policial.
El uso de la confidencia coloca al responsable del mismo no sólo fuera, sino por encima de la ley (legibus solutus). Y contribuye a generar una dinámica odiosa de disociación objetiva en la relación jurisdicción / policía, que se traduce en la ocultación por ésta del origen ilícito de conocimientos para los que, sin embargo, se pretende plena relevancia procesal. Disociación que es también invitación implícita a la complicidad. Porque la atribución a algún dato del carácter de "confidencial" frente al juez es, en el mejor de los casos, una solicitud de inadmisible comprensión y, más probablemente, la advertencia a aquél de que ha de atenerse acríticamente a lo que -y sólo a lo que- se le facilita. De que ha de sustituir el deber de análisis racional que le impone el ordenamiento por un acto de fe o, quizá mejor, por una venda sobre los ojos. Y lo malo es que, con frecuencia, los jueces entran en ese juego, y se la ponen.
O aceptan el uso del confidente como un hecho fatal, como un fatum al que no hubiera más remedio que someterse, como el único camino hacia la eficacia en la persecución, sobre todo de ciertos delitos.Tráfico de drogas
Sucede, sin embargo, cuando así se razona, que, más que aportar argumentos legitimadores de esa perversión del orden jurídico, se abunda en la necesidad de cuestionar en profundidad la aptitud del instrumento penal para alcanzar ciertos fines. Entre éstos, de manera especial, la erradicación del tráfico de drogas, cuya persecución, en la forma que está hoy planteada, no produce otro efecto que el de un crecimiento hipertrófico y desordenado de las instancias represivas, perfectamente soportable -como se ve- por el narcotráfico como fenómeno global, pero no así por el Estado de derecho.
Es habitual que frente a planteamientos como éste se esgriman las razones del pragmatismo más crudo, de la eficacia sin principios. Pues bien, para quienes se mueven en esa línea de valores (mejor, en la predisposición a poner entre paréntesis valores del máximo rango ético-jurídico y constitucional) quizá pueda tener sentido cierta constatación de carácter empírico. Ésta es la evidencia -ya no sé si paradójica- del asombroso parecido existente entre algunas prácticas de ciertos sujetos institucionales y las conductas que, por imperativo de legalidad, tienen el ineludible deber de reprimir. Evidencia que presta aval a la sospecha de si, como sugiere ejemplarmente el patético rufufú a que se ha hecho alusión -sobre el fondo oscuro de experiencias policiales dramáticas, bien conocidas, de los últimos años-, no será muchas veces el propio modo de operar de los agentes del orden estatal un caldo de cultivo ideal para la producción y reproducción de conductas contrarias a la ley.
es magistrado.
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