Compartir el poder
DESDE QUE la semana pasada el Gobierno blanco del presidente De Klerk y el ANC acordaron un calendario constitucional para la normalización política del país, Suráfrica acepta la regla de la mayoría. Si se . consigue llevar a buen puerto, el objetivo, aunque no exento de tensiones y violencia, quedará ciertamente libre de revanchismo. Y Nelson Mandela podrá con vertirse en presidente de un Estado hasta ahora famoso por su trato inhumano con las gentes de su etnia. En mayo de 1992, negros y blancos habían dejado de negociar en el seno de CODESA, la conferencia creada pocos meses antes para tratar del futuro del país, por la complejidad de armonizar las posiciones de cada uno de los 17 participantes, Gobierno, partidos blancos de la oposición, ANC, zulúes de Inkhata, homelands... La violencia interétnica, las acusaciones de que el Ejecutivo de Pretoria la aprovechaba para debilitar a la mayoría negra, los problemas internos del propio De Klerk, las imprecisiones ideológicas del ANC, entre otros, dieron al traste con aquel intento de negociación global.
Pero, desde hace tres meses, el Gobierno y el ANC, asumiendo su indiscutible liderazgo respectivo (lo es en el caso del ANC porque, aun representando en la población surafricana de color a una porción minoritaria y muy inferior al Inkhata del jefe Buthelezi, ha llevado el peso de la lucha contra el apartheid), han negociado de tú a tú. El resultado es un calendario para un desarrollo constitucional futuro. Éste incluye un Gobierno interino de cinco años en el que blancos y negros compartirán el poder sin atender a la regla de la mayoría, que, evidentemente, favorecería a la población negra. A lo largo de 1993 se preparará un proceso electoral que conducirá a la convocatoria de comicios -por primera vez universales- en la primavera de 1994. El Parlamento elegido redactará una Constitución ajustada a la realidad social surafricana en un plazo máximo de 18 meses. Después actuará como legislativo ordinario hasta que en 1999 puedan convocarse nuevas elecciones generales.
Para llegar a este acuerdo fue preciso que tanto el Gobierno como el ANC renunciaran a posiciones declaradamente irrenunciables. Mandela sacrificó su "Gobierno de mayoría ahora" a la exigencia de De Klerk de un Ejecutivo compartido para dar garantías de equilibrio a la nueva Constitución. Y De Klerk renunció a su proyecto de Constitución "promulgada ahora" por el Parlamento blanco, admitiendo el rechazo del ANC de cualquier compromiso que no surgiera de una mayoría de las urnas. Como era de esperar, el jefe Buthelezi, líder de los zulúes de Inkhata, ha acusado a todos de excluir a su partido de las negociaciones, despreciando los derechos de la mayoría. ¿Quién puede negarle la razón democrática? Y su irritación estimulará, sin duda, la violencia que han protagonizado su grupo y el ANC. Las elecciones de la primavera de 1994 aclararán si la exclusión de Inkhata fue ilegítima o si los zulúes no apoyan universalmente a Buthelezi. Hasta entonces, justo es reconocer que en el acuerdo político ha primado un pragmatismo que busca la estabilidad.
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