Es un anuncio
Una vez exprimidos todos los confines del paraíso, la publicidad ha optado por la exploración del infierno. Las ciudades presentan una sucesión de lápidas, último destino de los hombres enganchados por la velocidad, la imprudencia sexual o el consumo de drogas. En España hay sangre y desgarro en la campaña contra los accidentes de tráfico -reproducción casi exacta de la realizada por Joe Pitka en EE UU- y un reciente reclamo para la lucha contra el cáncer muestra con muy amortiguada elipsis un pecho de mujer amputado. La posibilidad de que alguien idee una campaña a favor del cuidado a los menores con la imagen del pequeño de Liverpool de la mano de sus asesinos parece sólo mera cuestión de tiempo. Paradójicamente, mientras la publicidad de los productos de consumo abandona la emotividad -disminuyen las palmeras on the rocks y las féminas lujuriantes de piel de acero- en beneficio de la voluntad racional, la llamada publicidad de interés colectivo persevera en el dedo en el ojo. Ello coincide, además, y nada casualmente, con la pornografía de la miseria que caracterizan los reality show. Los publicitarios razonan en términos de eficacia -esos anuncios cambian las conductas- y su ética se acoge al viejo compromiso del fin y los medios. En un mundo saturado de mensajes, "alcanzar la notoriedad" necesita de pócimas fuertes. Naturalmente, las dosis de la admonición, del castigo y del horror tenderán a crecer. Aunque parecen seguros de controlar la última tuerca e ironizan sobre los apocalípticos que olvidan la tendencia natural del medio a la regeneración, asumen que trabajan sobre un filo cada vez más estrecho. "Llegaremos a que alguien se desangrará en la calle y los paseantes opinarán conmovidos: '¡Vaya anuncio!". Muy seriamente te contestan: "Ya hemos llegado. Y ése es nuestro problema".
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