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Entierro en Nevers

El pasado 5 de mayo enterraron a Pierre Bérégovoy en el cementerio de Nevers. El hecho de que los medios de comunicación de todo el mundo cubrieran el entierro no lo hace menos negro ni menos desolador que el Entierro de Ornans, pintado por Courbet. En el cuadro de Courbet hay un perro entre los acompañantes.Tengo menos derecho que ese perro a hablar de la muerte de Bérégovoy. Soy extranjero y no conocía al alcalde de Nevers, pero me he sentido obligado a escribir, porque existe el peligro de que el drama sucedido hace unos días se vea "perturbado" por las interferencias habituales de los medios de comunicación.

El suicidio de Pierre Bérégovoy fue un acto desesperado, valeroso, pero también público. La cuestión no es el porqué, sino el cuándo, dónde y cómo se hizo. El ex primer ministro no se limitó a desaparecer, a "deshacerse" de sí mismo: se mató en el escenario y delante de todo un país. Y esto es lo que convierte su muerte en una tragedia, en el sentido original de la palabra. El último histriónico de los políticos eligió su propia muerte para su última disertación pública.

Ningún mensaje que la muerte traiga puede traducirse en simples palabras -y, en cualquier caso, ¿quién sería el traductor?- Sólo un coro, como en las tragedias originales, tendría el derecho de traducir.

Sin embargo, primero hay que reconocer la gravedad y verdadera amplitud de un mensaje público como éste, aunque no tenga palabras. No debería reducirse -como está sucediendo a un mero cotilleo sobre ciertas contingencias íntimas, personales. Que si estaba demasiado cansado, que si era mucho más vulnerable de lo que aparentaba, que si los autodidactos sienten muchas más dudas que los privilegiados, que si es difícil dejar Matignon y convertirse de nuevo en un ciudadano de a pie, que si fue la víctima de un periodismo ridículo. Cada sugerencia puede o no ser cierta, pero todas ellas se vuelven triviales cuando se las compara con su acción.

El sentimiento popular, como sucede a veces en Francia, ha asimilado la importancia del acontecimiento, y en vez de intentar explicar (y así acabar con) la tragedia, se ha fabricado una propia. Sólo el sentimiento popular puede convertir un acontecimiento en simbólico. Y el entierro que se celebró fue simbólico.

¿Pero qué simboliza? La pregunta es demasiado apresurada. Más vale, por el momento, pensar en el hombre, en su rostro, en el arma, en el canal, en los árboles, en su ánimo y en su desesperación. Más vale también analizar lo que sucedió inmediatamente a continuación de su muerte. Consternación y sorpresa, claro. Por un lado, un cierto reconocimiento popular. (Nadie ha sido todavía tan vulgar como para publicar una encuesta de su nivel de popularidad tras su muerte). Por otro lado, el eterno, intenso, entrecortado parloteo de los medios de comunicación.

Me temo que su último discurso ha sido acogido básicamente tal y como él previó y que, de haber estado él presente, habría confirmado su decisión. No su decisión de renunciar, sino su decisión de revelar algo con su marcha.

Más vale no intentar situar el acontecimiento, situarlo como él lo situó. Llevado por la desesperación, se pegó un tiro el 1 de mayo. El mismo día en que, como manda la tradición- se había reunido con los representantes sindicales, hombres y mujeres que están en la misma situación en la que él estaba hace 40 años, cuando nacieron sus esperanzas y su propia vida política.

En el calendario político de los años de este siglo, el 1 de mayo era un día especial. El que se le conozca por el Día del Trabajo lo dice todo. Inicialmente, en el siglo XIX, era el día en el que se renovaban los contratos laborales por un año y se negociaban las condiciones. Con la aparición de los movimientos socialistas internacionales (en plural), el Primero de Mayo se convirtió en una festividad inspirada en el principio de la esperanza. Y la primera encarnación de esta esperanza era la dignidad que sentían los que participaban en los desfiles o asistían a ellos.

Era el día en el que se alababa y demostraba el potencial de los que carecían de un poder patente. El secreto de este poder era la solidaridad. Su objetivo era la justicia social y un mundo de abundancia. Para millones de personas de todo el mundo era el día en que los sufrimientos del momento se dejaban a un lado y se vislumbraba la profecía de un futuro mejor y diferente.

Los desfiles en los pueblos y ciudades marchaban -pero marchaban es una palabra demasiado militar-, avanzaban, codo con codo, fila tras fila, hacia algún ministerio, un podio, un ayuntamiento, y simbólicamente, según el sentimiento popular, avanzaban también hacia un futuro y una promesa. En mayo de 1993, resulta dificil percibir o mantener siquiera la última de esas esperanzas.

El siglo XIX, con su proletariado, queda muy atrás, y estamos en el umbral del siglo XXI. La Revolución de la Información, con sus robots, ha relevado a la Revolución Industrial. El consumismo ha sustituido a la ideología política. El mercado mundial triunfa. La privatización está a la orden del día. En una mañana primaveral, ninguno de estos conocidos anuncios ofrece demasiadas esperanzas a nadie, excepto a unos pocos.

Entretanto, males con siglos de antigüedad resurgen con vestimenta moderna: paro masivo, y esta vez crónico; analfabetismo urbano; empobrecimiento imposible; ratería; marginación de los ancianos y de los enfermos; la ciudad como Inferno. La dignidad alcanzada anteriormente y expresada el Día del Trabajo se ha perdido. Y esta vez, ante la consiguiente merma de todos los perdedores, no hay perspectivas de una solución ni tampoco de una protesta coherente; lo único que hay es indiferencia o angustia.

Uno podría verse tentado a decir que fue el Día del Trabajo el que, en 1993, desesperado, se pegó un tiro con una Magnum 357.

Todo lo que ahora se comenta acerca de Pierre Bérégovoy -su capacidad para aprender, su determinación, su conocimiento de la realidad económica, su experiencia a la hora de compartir, su paciencia a la hora de dar explicaciones, su inocenría-, todo confirma que este hombre era la encarnación del día en el que decidió quitarse la vida. Interpretó -como sucede en la tragedia- lo que otros no se atreven siquiera a expresar en palabras. Cuando un día pone Fin a sus días, lo hace por las mismas razones que un hombre -porque el presente da la impresión de haber destruido su futuro- El futuro imaginado el 1 de mayo era generoso, no exclusivista, y abierto en sus ideales a todo el mundo. El futuro concebido ahora por la tendencia política dominante en el mundo es mezquino, centrado en sí mismo y exclusivista.

Tal vez aquí topamos con la coyuntura del sufrimiento de Pierre Bérégovoy. Tuvo que enfrentarse de golpe a la mezquindad del futuro próximo y a la mezquindad de las acusaciones de los medios de comunicación contra su integridad personal.

Cualquier colegial o cualquier anciano en una silla de ruedas habría sabido, con sólo mirarle, que Pierre Bérégovoy era honesto. Esto espoleaba el rencor. Y el rencor se vuelve cada vez más y más aceptable porque es la venganza de los que no están seguros de tener ningún futuro.

En la tarde del entierro, los que no volvieron la cabeza no sólo arrostrarán una muerte trágica, sino, precisamente porque es trágica, algo más: un futuro poco prometedor a causa de su propio egoísmo y del inmenso poder de una red de medios de comunicación que, alternando el oportunismo con el rencor, corre el riesgo de traicionar todos los valores que finge respetar. Esa noche el dolor reflexionó sobre algo parecido. Incluso esos que prometen el nuevo futuro y defienden a los medios de comunicación tienen sus dudas. Lo que está en el orden del día no es precisamente lo que ellos habrían elegido.

Y así, la pregunta que debió de torturar al ex primer ministro vuelve a nosotros. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? La última disertación, el mensaje que la muerte trajo, tal vez sea esta sencilla pregunta que yace en el fondo de toda tragedia. Todas las respuestas sinceras llevarán tiempo. ¿Qué hemos hecho nosotros para merecer esto?

John Berger es escritor británico.

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