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Tribuna:
Tribuna
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Los perdedores

Porque estemos en periodo electoral y lo enfaticen el presidente del Gobierno y los que apoyan su política no vamos a dejar de subrayar un hecho que está ahí, a saber, que la sociedad española, en el último decenio, no sólo ha crecido considerablemente en bienestar, sino que ha cambiado bastante en hábitos y actitudes, aproximándose a la Europa en la que nos hemos integrado. En cada vez mayor número de esferas, España, por suerte, es menos diferente, aunque, lamentablemente, en algunos ámbitos -educación superior, formación profesional y ética civil, por nombrar sólo aquellos que más escuecen- no logremos acortar el trecho largo que todavía nos separa de la Europa comunitaria.Pues bien, entre los muchos puntos; de convergencia de los que con razón nos orgullecemos hay que señalar que en la sociedad española de hoy, al igual que en el resto de la Europa a la que pertenecemos, se da un consenso amplio -en torno al 80% de la ciudadanía- en las cuestiones fundamentales que atañen a la política económica, a la social y a la europea. Ello constituye un factor básico de estabilidad que nos distancia, ojalá que de manera definitiva, de aquella vieja España escondida entre una mitad que aspiraba a un cambio radical y la otra que se oponía con la mayor violencia a la más mínima modificación de lo establecido.

Si en la sociedad española de hoy, a diferencia de otros tiempos, existe un consenso básico en las cuestiones fundamentales, a nadie extrañará que los programas de los partidos con posibilidades de llegar a gobernar recojan este consenso. Moléstese el lector en leer los manifiestos electorales de los dos partidos mayoritarios, el del PSOE y el del PP, y comprobará que las coincidencias no sólo son de fondo, sino que incluso se dan hasta en el detalle: por ejemplo, ambos partidos proponen un 5% del producto interior bruto (PIB) en inversiones de infraestructuras.

Resulta así muy difícil, por un lado, mantener que es muy estrecho el margen en la política macroeconómica, dado el grado de apertura y de internacionalización de nuestra economía, que la entrada en vigor del Acta Unica aún ha reducido, y, por otro, tratar de convencer al electorado de que la política económica de la derecha va a ser muy diferente de la que ha hecho y seguirá haciendo el PSOE. Ambos partidos colocan la prioridad en la lucha contra el paro: ¿cómo podría ser de otra forma, si viene impuesta de manera aplastantemente mayoritaria por la sociedad? Ahora bien, los dos partidos comprimen la política de empleo, dentro del margen estrechísimo en que se mueven, en la mera intención de aumentar la productividad, sin detallar cómo en el futuro se va a conseguir este objetivo mejor que en el pasado ni a qué precio social, y, sobre todo, sin dar cuenta de la contradicción, en la que sobre todo incurre el partido gobernante, de dar por supuesto que la política económica que hasta ahora ha practicado sería la única posible en el contexto impuesto, sin que pueda ser modificada en sus líneas generales, y, sin embargo, la misma política del pasado vaya a dar en el futuro, en lo que concierne al empleo, mejores resultados que los hasta ahora logrados.

También en lo que concierne al Estado social de derecho existe un consenso mayoritario en la sociedad que se traslada a los programas y, de ellos, a la política que sin duda llevarán a cabo los ganadores. Nadie está dispuesto, o, si se quiere, nadie podrá ya reducir a la nada el frágil Estado social que hemos construido con tanto retraso y tan lentamente: corresponde al modelo social europeo, socialdemócrata o socialcristiano, que es patrimonio de la Europa a la que pertenecemos. En último término, con una política económica similar, las diferencias en este ámbito no serán muy significativas, aunque más numerosas de matiz, pese a que ambos partidos también prefieren en este campo no enseñar las cartas, probablemente porque no las tienen, dejando al albur de la situación económica y de la presión social el que vaya concretando la política social.

En lo que respecta a la política del Estado de derecho, todos concuerdan en el mal que es preciso remediar -la intervención partidista cada vez más descarada en el ámbito judicial y en las demás instituciones estatales-, aunque los unos ofrezcan tan sólo la promesa de una nueva legislación y los otros hagan proposiciones que no ocultan cierto peligro corporativista. Habrá que seguir tratando de encontrar un camino entre la Escila de la mediación partidaria y la Caribdis del corporativismo.

En la política europea, el consenso aparece total en los partidos de mayor peso, con excepción de la mayoría de Izquierda Unida. El consenso alcanzado en la ratificación del Tratado de Maastricht muestra que en España no existe una derecha que, como la británica, cuestiona la unión europea. La continuidad de la política europea es un hecho del que muchos se congratulan en la práctica, pero debiera impedir el que en campaña se saque a la palestra el fantasma de una derecha aislacionista y antieuropea.

Cabría señalar como el mayor éxito de esta última década de gobierno socialista el haber encarrilado el país por una senda que, por contar con un consenso social mayoritario, parece difícil que sea modificado. El programa de la oposición parte de las mismas premisas y, si bien procura matizar en los detalles, de ningún modo significa una ruptura. El trofeo más preciado de los socialistas consiste en que, con la modernización general del país, se haya conseguido modernizar hasta a la vieja derecha, y hoy tenemos una mucho más ágil, europea y centrada.

Claro que tamaño triunfo para el país supone para los socialistas su mayor riesgo. Porque junto a la voluntad mayoritaria -de cerca del 85%- de mantener las líneas generales de una política que, también hay que decirlo, se remonta a un periodo anterior a la llegada del PSOE al poder, es muy fuerte -se aproxima al 50%- la tendencia en democracia a valorar positivamente la alternancia, sobre todo cuando nada fundamental nos jugamos.

Los socialistas, debilitados por la subversión partidista en el ámbito institucional y en muchas esferas sociales, hasta llegar a la misma corrupción institucional, sólo pueden evitar el descalabro si logran mantener la ficción de que en España todo ha cambiado, todo se ha modernizado, menos la derecha, que no habría salido, después de casi 20 años, de su franquismo originario.

Tesis tan inverosímil conserva, sin embargo, cierta credibilidad por la argumentación de algunos órganos de prensa -pienso, sobre todo, en uno madrileño- que, al presentar todavía a los socialistas como comunistas disfrazados y defender tanto el franquismo residual como un neoliberalismo salvaje, permite que el aparato socialista, sin producir enormes carcajadas, se vuelque en este tipo de argumentos y atribuya a la oposición los caracteres con que la ha adornado este periódico. Hay amistades que matan, porque, aunque algunos votos vendrán de sus asiduos lectores, son muchos más los que no podrán pasar el Rubicón de semejante discurso ideológico.

Cuando la sociedad española ha llegado a un consenso muy significativo que nos incluye en Europa, los partidos políticos desentonan otra vez en una sociedad con la que han roto todos los lazos, y nos ofrecen una campaña electoral en la que, en vez de mostrar, dentro de un amplio consenso, los matices que los separa, se reprochan mutuamente dos modelos

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Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

Los perdedores

Viene de la página anteriormuertos, el socialismo colectivista y el liberalismo salvaje, en el que ninguno de los partidos contendientes cree. Mientras que los unos acusan a los socialistas de colectivistas disfrazados, de estatalistas incorregibles, representantes de un socialismo ya fracasado en Europa, los otros pintan en la pared el fantasma de una derecha antidemocrática con veleidades franquistas.

Campaña que favorece decisivamente a los socialistas, ya que, mientras la denuncia de un socialismo estatalista queda disuelta por la experiencia del último decenio, en cambio, sí cala la imagen de la vieja derecha totalitaria y franquista, que al menos sirve para dar alguna cohesión y solidez a una. izquierda en rápida descomposición. Los socialistas saben muy bien por qué perdieron las elecciones en 1979: Suárez operó con el miedo al cambio, alegando que se enfrentaba a un partido marxista y revolucionario, de jóvenes sin experiencia. Desde el poder, Felipe González va a repetir la jugada de Suárez que tanto le indignó entonces, y le puede salir bien.

Ganen los unos o los otros, lo que ya está claro es quiénes han perdido las próximas elecciones: los reformadores de todos los partidos; los que aspiran a una corrección en la actual dinámica de poder omnímodo en las cúspides y se resisten a aceptar los caudillismos; los que hubieran querido que asumieran su responsabilidad los que organizaron y apoyaron las Filesas en los partidos que han gobernado; en fin, los que apuestan por la democratización de la sociedad como único camino para orillar algunos de los riesgos, sociales y ecológicos, que comporta la política de las mayorías.

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