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Administrando a un finado

Del árabe al-wassiyya -"disposición testamentaria"- viene la palabra albacea, que nombra al encargado de cumplir una última voluntad. El albacea es un simple gestor, pero administrar los intereses de un muerto, y no los de quien puede revocar la confianza depositada en él, confiere a su mandato un margen incomparablemente mayor de autonomía.Ahora bien, ¿qué tipo de mandato es el del Gobierno? Ungido en Ferraz, Génova o alguna alianza de otras calles con esas sedes, no es ocioso preguntar si se inclina más hacia el administrador o hacia el albacea. Aunque varias leyes afirmen solemnemente lo primero, algunas otras -y la práctica- avalan lo segundo. Quien cree tener gobernantes-administradores vota para premiar o castigar, y quien está convencido de que obra en realidad como albacea trata de deslegitimar semejante abuso con abstención o voto en blanco.

En efecto, hace pocos años la política era todavía incumbencia de personas ricas, asesoradas por otras de origen quizá humilde aunque adornadas por alguna habilidad infrecuente. En vez de clase política había clases sociales, y fue a finales del siglo XVIII cuando el control del Gobierno por parte de una u otra se consideró inadmisible. Las opciones eran el modelo suizo, que establece la función pública como deber civil -muy breve, irrepetible y jamás lucrativo-, o bien el centralismo burocrático a la francesa, con escuelas de mandarines que irían rotándose vitaliciamente en el mando. Desde la muerte de Franco aquí seguimos esto último con devoción, y tenemos ya una clase política en sentido estricto, blindada por privilegios jurídicos y unida al último capitalismo como la cara a la cruz de una moneda.

Llámese Latrocinio, SA, o Santa Filantropía, esta clase ofrece, en principio, una gestión desinteresada de las cosas comunes, un arbitraje ecuánime para conflictos sociales y una leal representación del elector basada en cumplir cierto programa. Mas como errar es humano, tampoco extraña que ni la gestión sea desinteresada ni el arbitraje ecuánime ni la representación leal, entendiendo por lealtad que cada cual lleve adelante su programa o dimita; muy ocasionalmente alguien menciona la palabra dimisión, si bien pesquisas ulteriores muestran que fue un malentendido. Invertidas las tornas -antes entrar en política costaba dinero y podía acarrear cárcel, mientras hoy colma de dinero y asegura no tocar un calabozo-, lógico es que la nueva casta borre de su léxico todo cuanto vinculé el cargo público al cumplimiento de un plan preciso. Eso sería como ligar las estrellas de coronel al resultado de unas maniobras o la mitra obispal al de una colecta, cuando militares y clérigos tienen asegurada su jubilación como tales en cualquier caso.

Sin embargo, haríamos bien reteniendo la diferencia entre delegar cierto asunto y hacer testamento. Muchos la perciben tan sólo en elecciones, cuando toca confirmar o revocar la delegación hecha años atrás, y topan entonces con el dilema de lo malo y lo peor. Los asuntos de verdadero interés -cambiar tal o cual artículo en tal o cual ley- nadie los propone, y la casta política llama consulta a elegir entre una terna de nombres, en realidad poquísimos, pues el, sistema de listas cerradas manda elegir formaciones, y aquellas con acceso al circo electoralista son apenas dos o tres, más algún partido de ámbito local.

Eso apenas preocupaba antes de hacerse sombrío el panorama. Antes creíamos pertenecer a un país fundamentalmente saneado o saneable, y ahora no bastan toneladas diarias d9 propaganda para velar la inflexible dirección del último decenio: puntuales aumentos en impuestos y precios de bienes estatalmente monopolizados, puntuales recortes en el gasto llamado social. Sólo algún ciego pone en duda que alimentamos un agujero negro recubierto por expresiones más o menos abstrusas del seudosaber llamado macroeconomía, y de ahí que parezca absurdo sacrificarse por los demás, por el país o por el mundo; con más o menos nitidez, todo hijo de vecino sabe que la creciente factura política carece de relación alguna con mejoras en calidad de vida. La propia crisis es, en buena medida, algo calculado y puesto en circulación para que nuevos sectores de población se aprieten aún más su ceñido cinto. Tal como el capitalismo tardío vende cosas que no son suyas y compra cosas inexistentes, creando empresas que viven del derroche, pero no omiten limar al máximo el sueldo de sus subalternos, la clase gubernativa compra y vende valores ficticios -mucha, mucha policía para empezar-, pero no omite, por ejemplo, mantener una tarifa idéntica de IRPF para quienes tengan ingresos de ocho millones y 800 millones anuales.

Al afirmar que la crisis tiene su básica causa en el desarrollo atrófico de la propia casta política, aliada con la línea empresarial más afina la estafa, alguien dirá que, o sigue lo presente, o viene un déspota, pues minar la mecánica del Gobierno contemporáneo sólo puede producir regresiones. Pero lo cierto es bien distinto: si no ponemos coto al expolio, avanzando hacia formas de democracia directa y descentralización real, promoveremos el retorno a soluciones como el führer, el duce o el caudillo, cuyo ascenso tuvo su mejor apoyo en una ruina acelerada por partidos idénticos a los actuales. Ningún país puede mejorar -en paz, libertad y salud- mientras prospera bajo sus pies un agujero negro, que se sufraga racionando el pan ganado por los humildes.

En consecuencia, la alternativa no es sufrir o superar una recesión decretada por los mismos que se ofrecen a salvamos de ella, sino encaminarse hacia diversas modalidades de fascismo o crear antipartidos, semejantes a los que han empezado a surgir en Italia y otros países europeos, guardando siempre como norte el admirable sistema confederal de los suizos. En otras palabras: conservar una esperanza enérgica. Si el pesimismo fue un noble antídoto para el discurso de tiranos previos, ser políticamente pesimista es hoy sinónimo de puro conformismo, cuando no de velada reacción.

Vean que una tromba de informativos escritos y audiovisuales nos acerca a detalles de la campaña electoral. Sabemos dónde hablan los candidatos cada día, cómo abrazaron a un niño o dos, cómo una, anciana se acercó a darles un beso al final del mitin, cuáles son los últimos trapos sucios aireados por cada partido y un sinfín de cosas análogas. Pero ¿sabían ustedes que el reglamento electoral en vigor ha liquidado prácticamente el voto en blanco? ¿Sabían que esas papeletas van a computarse como votos nulos y que -tras establecer las respectivas proporciones de sufragios válidos- acabarán engrosando el respaldo de los ganadores?

Se alegará que detalles tan técnicos apenas interesan a nadie, y que para conocer la muerte del voto en blanco basta leer día tras día y año tras año el ameno Boletín Oficial del Estado. No obstante, esa minucia técnica replantea el asunto de fondo: si la política profesional no implica, por fuerza, que los demás oficios deleguen en ella como el testador en su albacea. O, siendo francos, que nuestras aspiraciones queden libradas para siempre -como las de un difunto- al arbitrio de personas interpuestas.

Antonio Escohotado es profesor titular de Sociología de la UNED.

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