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Führer o Heidegger

Mario Vargas Llosa

El libro de Víctor Farías Heidegger et le nazisme, aparecido primero en francés en 1987 y luego en muchas otras lenguas, desató una controversia internacional sobre las relaciones del filósofo alemán con el nacionalsocialismo que periódicamente se reaviva, a medida que nuevas publicaciones aparecen con datos que matizan o amplían los de aquella investigación. He procurado leer todo lo que se ha puesto a mi alcance sobre ese asunto, pues él documenta, a un nivel de excelencia poco común el fascinante tema de cómo la más alta inteligencia y la cultura más sólida pueden ir a veces de la mano con las peores aberraciones ideológicas e, incluso, con la imbecilidad política.El libro de Hugo Ott, Martín Heidegger. A political life, apareció en alemán en 1989, se reeditó ampliado y revisado en 1991 y ésta es la versión que aparece ahora en Inglaterra (Harper/Collins, 1993). Profesor de Economía y de Historia social en la Universidad de Friburgo, de la cual el pensador existencialista fuera Führer-rector en 1933-1934, Ott ha rastreado con mucho escrúpulo los archivos académicos y privados en busca de datos que esclarezcan aquella elección. Sus conclusiones no permiten la menor duda: Heidegger fue llevado al rectorado por un grupo de lectores y asistentes nazis, que conspiraron a su favor y en estrecha colaboración con él mismo, a fin de que, desde ese cargo, pusiera en práctica la política del flamante régimen nacional-socialista, empezando por la limpieza étnica -todos los profesores no-arios debían ser separados de sus cargos- algo que, en efecto, el filósofo se apresuró a hacer.

Inscrito en el partido nazi el 1 de mayo de 1933, Heidegger continuaría pagando sus cuotas de afiliado hasta el fin de la guerra, en 1945, como descubrió Farías, lo que debilita la tesis de quienes señalan su renuncia al rectorado en abril de 1934 como prueba de un distanciamiento crítico del filósofo con el régimen. No hubo tal. Sobre este asunto Ott aporta pruebas devastadoras. Su libro demuestra que esta renuncia fue consecuencia de una gran frustración personal, luego de haber sido postergado en su ambición de ser el líder y vocero de la reformada universidad y de la naciente cultura de la Nueva Alemania, por obra de las inevitables mediocridades intelectuales del nazismo (como Erich Jaensch y Ernst Krieck) que removieron cielo y tierra e intrigaron ante Alfred Rosenberg, Ministro de Cultura, a fin de cerrar el paso a Heidegger dentro del sistema e impedirle ser lo que se proponía: "el filósofo del Nacional Socialismo".

No hubo el menor oportunismo en Heidegger al aceptar aquel rectorado. Su prestigio en el mundo académico era ya muy grande, desde la aparición de Ser y tiempo (1927), y aquel compromiso, inequívocamente político, sólo podía traerle perjuicios. Si lo asumió fue, sin duda, porque creía a pie juntillas, como dijo en su famosa proclama a los estudiantes del 3 de noviembre de 1933, que "el Führer y sólo él es la realidad alemana presente y futura, y su ley" y porque se sentía solidario con "la íntima verdad y la grandeza del nacional socialismo", de las que hablaba a sus estudiantes de Friburgo en el semestre de verano de 1935.

Esto explica, por lo demás, muchas de sus iniciativas y omisiones durante su gestión al frente de la universidad: que no prohibiera la quema de libros "anti-alemanes", en la puerta de la biblioteca, la noche del 10 de mayo de 1933, y que impusiera el saludo nazi dentro del claustro; que organizara cursos de verano de instrucción política para los universitarios bajo la tutela de ideólogos nacionalsocialistas; que se paseara en Roma, en 1936, con la insignia nazi en la solapa y asegurara a su discípulo Karl Löwith que su adhesión al nazismo se basaba "en la naturaleza de su filosofía" y que, en Friburgo, bloqueara el nombramiento de profesores católicos -como Max Müller-, porque creía al cristianismo incompatible con el nuevo orden radical en formación. (El antiguo aspirante a jesuita afirmaba por estas fechas que "un cristiano, si es honesto, no puede ser filósofo, y un genuino filósofo no puede ser cristiano").

El celo político de Heidegger fue todavía más lejos al denunciar secretamente a las autoridades a uno de sus colegas, el eminente químico Hermann Staudinger (quien recibiría el premio Nobel años después), como presunto pacifista y antipatriota. Esta operación, que la Gestapo denominaría "Sternheim" y que el profesor Ott describe con lujo de detalles por primera vez, es quizás la única en la que, además de dogmatismo e intolerancia, se percibe en el filósofo la intención de hacer daño a alguien por razones personales valiéndose de pretextos políticos. Los otros gestos, actos y tomas de posición a favor del régimen nazi que Ott refiere -son abundantes- parecen 'puros', inspirados no en la intención de promoverse o vengarse, sino en la sincera convicción de que actuando de ese modo servía unas ideas, una causa.

A diferencia de otras ideologías, como el socialismo, el liberalismo o el marxismo, que comportan un elaborado cuerpo de ideas políticas, económicas y jurídicas, el nazismo es de una elementalidad casi física. Ella se puede reducir a tres principios o dogmas que proclaman: 1) la superioridad de la raza aria sobre las otras razas humanas; 2) la superioridad de la nación alemana sobre las demás naciones y 3) la superioridad del líder (Führer) sobre el resto de la sociedad. Leyendo la masa de testimonios y documentos reunidos por Hugo Ott se tiene la impresión de que, sin que ello significara el rechazo de los dos primeros, fue sobre todo el tercero de estos axiomas o postulados el que sedujo a Heidegger y el que lo animó a dar ese paso difícil dé hombre de pensamiento a hombre de acción, en el área específica en la que se movía: la universidad y la cultura.

El Fürherprinzipno sólo establecía la posición privilegiada e inamovible de Hitler en la cúspide de la pirámide social, como modelo humano, conductor e inspirador de la gran revolución que devolvería a la nación alemana su gloria y predominio; también, que la sociedad entera debería recomponerse en todos sus estratos, instituciones y actividades mediante un esquema semejante. Es decir, bajo la dirección de caudillos modelados a imagen y semejanza del Führer supremo, los que, en su esfera de acción, gozarían de una autoridad y jerarquía tan absolutas como la de aquél sobre el conjunto social, pues sólo de este modo estaría garantizada la eficacia. En cada rama del saber, de la técnica o del mero quehacer, la regeneración nacional exigía poner a la cabeza a los mejores.

Heidegger participó de esta convicción, sin duda alguna, y ello explica que en 1933 abandonara la tranquila soledad de su cabaña de Totnauberg, en las alturas de la Selva Negra, para precipitarse en los fragores de la 'revolución nacional-socialista'. Su convicción de que, como filósofo excepcionalmente dotado, era el llamado a encabezar la reforma de la universidad y de la vida cultural de Alemania, y a orientar intelectualmente al nuevo régimen, se transparenta en innumerables episodios que protagonizó en el año frenético de su rectorado, haciendo frente a intrigas o intrigando él mismo, y sintiéndose en una situación cada vez más precaria a medida que descubría que una cosa era la política como teoría y otra muy diferente como práctica diaria.

Lo extraordinario es que su 'fracaso' como rector (según expresión de él mismo), lo desencantó de ciertas personas pero no del nazismo, o, para ser más justos, de la idea que él se hacía de lo que el nacional-socialismo significaba. Pese a su inteligencia fuera de lo ordinario y a su cuantiosa información teórica sobre el ser, Heidegger no parece haber advertido, ni luego de su marginación dentro del partido nazi ni más tarde, en los cuarenta, cuando fue visto con hostilidad y hasta censurado por ciertas instancias culturales del régimen, que lo que ocurría no era una traición de unos cuantos intrigantes y mediocres a unos principios siempre válidos, sino una consecuencia práctica inevitable de una teoría aberrante. Dentro de un sistema rígidamente jerárquico, basado en dogmas religiosos -irracionales- semejantes a los que él, por esos mismos años, rechazaba en el cristianismo como incompatibles con el pensar filosófico, no serían nunca los mejores quienes descollarían y asumirían las funciones principales, sino los más astutos e intrigantes, los más inescrupulosos y cínicos.

Hasta aquí, es posible explicar la 'equivocación' política de Heidegger en razón de su inexperiencia, verlo como un sabio ingenuo y cándido al que la teología medieval, la filología griega y la metafísica de Occidente no habían preparado para diferenciar en la vida social al idealista del gángster. Pero ¿y los campos de concentración? ¿Y las cárceles repletas de disidentes? ¿Y los cientos de miles de judíos que se tragaba la noche del nazismo? Las contadísimas explicaciones sobre su actitud frente al exterminio judío que dio Heidegger, a la comisión depuradora de la posguerra, en su, entrevista de 1969 a Der Spiegel (y que, según sus deseos, sólo se publicaría póstumamente) y en la apología publicada por su hijo Hermann en 1983, son todavía más acusatorios que el silencio que guardó todos aquellos años, mientras tantos colegas suyos denunciaban, combatían o padecían aquel horror. Ayudar a conseguir un puesto en Inglaterra a un asistente judío que debió huir de Alemania, o mantener una correspondencia cordial con su antigua alumna y amante Hannah Arendt, no atenúan la bochornosa inacción y mudez de aquel que no veía o no quería ver los crímenes de lesa humanidad que se cometían alrededor suyo y seguía dictando sus seminarios y escribiendo sus tratados como si viviera en el Olimpo.

El caso de Heidegger es infrecuente porque no muchos intelectuales de alto nivel se identificaron con el nazismo. Más, desde luego, con el fascismo en Italia o el franquismo en España, y muchísimos más con el marxismo, ideologías y prácticas que contribuyeron, también, a sembrar el mundo de cadáveres y a suministrar coartadas morales -'históricas'- para los más horribles crímenes. Lo notable es que la extraordinaria difusión e influencia del pensamiento de Heidegger no es anterior sino posterior a su militancia nacional-socialista: ocurre a partir de fines de los años cuarenta y es determinante para su rehabilitación en Friburgo, de cuya universidad había sido separado como "nazi típico" (así lo establecieron las fuerzas francesas de ocupación). Hasta el escándalo provocado por el libro de Víctor Farías, en 1987, el tema era apenas mencionado en círculos intelectuales poco menos que clandestinos, y con visible incomodidad, pues había un amplio consenso de que, aun cuando estuviera probada la complicidad del filósofo con el régimen de Hitler, una cosa eran sus actos de ciudadano, y otra, muy distinta, sus teorías, sus ideas.

¿Es eso cierto? ¿Debemos aceptar, so pena de ser considerados unos inquisidores, esa cesura infranqueable entre el hombre y la obra? ¿No hay, pues, relación entre lo que un filósofo piensa y escribe y lo que hace? ¿Es la excelencia intelectual una suerte de salvoconducto que exime de responsabilidades morales? Parece que sí, por lo menos en nuestro tiempo. Y algunos consideran que esto es una gran conquista del espíritu, pues impermeabilizar la filosofía (o la literatura o el arte) de la moral es garantizarle la libertad, abrirle las puertas de la renovación permanente, inducirla a todas las audacias. Pero ¿y si fuera al revés? ¿Si disociar de esa manera tan tajante lo que leemos de lo que hacemos, fuera quitar todo valor de uso a la palabra escrita y apartarla de la experiencia común, ir empujándola cada vez más fuera de la vida, hacia la frivolidad o el juego irresponsable? Tal vez esta actitud tenga mucho que ver con la terrible devaluación que en nuestra época experimentan las ideas, con lo poco que significa hoy la filosofía para el común de las gentes (pese a haber tantos profesores de filosofía) y con los puntos que a diario pierden los libros en la batalla que tienen entablada con las imágenes de los medios. Si se trata sólo de entretener ¿cómo derrotaría Ser y tiempo a un culebrón?

Copyright Mario Vargas Llosa, 1993.

Copyright, Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1993.

 

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