Una sociedad dividida
PILAR BONET La euforia por el aplastamiento de la Casa Blanca puede ser mala consejera para el presidente de Rusia, Borís Yeltsin, que ayer parecía dispuesto a utilizar el impulso obtenido para imponer su rumbo a sus adversarios, más de un tercio de la sociedad, si se juzga por los resultados del referéndum del 25 de, abril.
Yeltsin anunció ayer que va a forzar su política de cambio, pero múltiples peligros acechan en la transición hacia un futuro democrático. Este proceso podría adquirir más bien un estilo latinoamericano -con instituciones débiles, un ejército metido en política, problemas de corrupción y de polarización social-, que de sociedad burguesa occidental, con instituciones sólidas y una clase media estabilizadora.
Ayer, Yeltsin disolvió el sóviet de Moscú y todos los sóviets de distrito de la capital y es posible que haga lo mismo con los sóviets locales, según sugirió el jefe de la Administración presidencial, Serguéi Filátov, partidario de tal medida. Los sóviets locales, pueden obstaculizar las elecciones que Yeltsin desea realizar.
La oposición más recalcitrante al presidente, que ha resistido en la Casa Blanca, difícilmente podrá participar en las elecciones con su verdadero rostro, ya que el presidente ordenó el cese de todas las actividades de organizaciones procomunistas y nacionalistas y el cierre de sus medios de comunicación.
Borís Yeltsin, una figura política de transición, se formó en el sistema comunista, que después repudió con toda energía. Es el líder indiscutido del anticomunismo en Rusia, pero, según han comenzado a comentar abiertamente los analistas políticos rusos, ahí acaba la misión del antiguo primer secretario de la provincia de SverdIovsk. Este hombre, en los años del breznevismo, reñía a sus subordinados por dejarse ver en público con los paquetes de víveres para privilegiados que recibían en el comité del Partido Comunista.
El coste de la operación que el presidente emprendió el 21 de septiembre, cuando firmó su decreto de disolución del Parlamento, ha sido mucho mayor de lo que preveía, y Yeltsin tal vez haría bien en reflexionar sobre esta circunstancia. En 1921, Vladimir Lenin, el fundador del Estado soviético, inició la Nueva Política Económica -la NEP, que alivió las tensiones del comunismo de guerra-, un mes después de haber aplastado el motín de los marineros de Kronstadt, la vanguardia de la revolución bolchevique que pedía comercio libre.
Kronstadt no tiene nada que ver con la Casa Blanca, pero a Yeltsin tal vez le convendría estudiar la lección de aquellos sucesos, que consiste simplemente en considerar las reivindicaciones de la oposición, cuando representa un sector social significativo.
La sociedad rusa está profundamente dividida. En ella se enfrentan hoy dos mundos distintos, que viven en dos sistemas de dimensiones diferentes, entre los cuales no hay comunicación. De ahí que haya sido imposible hasta ahora construir un centro, capaz de crear un puente para el consenso social. De ahí que la comparación con la España del posfranquismo, que tanto atrae a algunos políticos rusos, parezca hoy menos indicada que la comparación con la España de 1936.
Viejas y nuevas generaciones
Al margen de sus voluntades, los rusos que llegaron a adultos bajo el sistema soviético son hijos de su tiempo y están marcados por el sistema en el que se formaron. El "bolchevismo" contra el que Yeltsin lucha está también en las filas del líder ruso, en las palabras sin matices de muchos de sus partidarios, en el primitivismo de la toma de decisiones y en la falta de responsabilidad por las mismas.
Muchos defienden a Yeltsin diciendo que el presidente actuó de forma "ilegal", pero Iegítima". A juicio del politólogo Alexéi Salmín, sin embargo, en Rusia existe un problema de legalidad y de legitimidad.
Según Salmín, Rusia carece de instituciones y valores que encarnen una idea de legitimidad y que puedan actuar como elementos aglutinantes. La sociedad rusa está deslavazada y atomizada. Sus vértebras no se han formado aún. Hoy existe el peligro de que el Ejército pase a convertirse en el elemento de integración que los políticos no han logrado ser en los últimos tiempos.
También existe el peligro de que las regiones impongan sus voluntades y el país, sin dejar de ser Estado, se convierta en un espacio anárquico, cuyos integrantes funcionen con sus propias leyes. Las regiones, apoyen o no a Yeltsin en este trance, seguirán, sin duda, adelante con sus planes para obtener más autonomía. Todo indica que las nuevas generaciones, los que tienen hoy menos de 30 años, serán diferentes a quienes hoy tratan de superar la mutación que les permite pasar de un sistema a otro o son incapaces de realizarla.
"Puedo distinguir a un ruso de más de 30 años en cualquier lugar del mundo, por su mirada asustada, que espera lo peor", me decía el sábado Serguei, un ejecutivo del ramo del calzado que volaba conmigo desde Novosibirsk a Moscú. "Los jóvenes", añadía Serguéi, "son diferentes. Ellos tienen una mirada más limpia". En ellos, tal vez dentro de una década, está la esperanza de Rusia.
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