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El olfato

En Madrid se está celebrando una exposición de olores. En el Museo de Ciencias Naturales, quizá porque comprende naturalidad antes que arte: el olfato es el sentido que más nos vincula a la naturaleza; ha permanecido en su forma primitiva capaz de orientamos, como animales que somos, en nuestro medio. Nuestras madres y nuestras mujeres nos descubren andanzas y aseo sólo por nuestro olor. Y ninguna de ellas, madre, esposa o novia, nos engaña encubriéndose en Chanel o Armani. A unas y otros nos basta con un instante de proximidad para pronosticar qué se ha hecho, o qué no se hizo, sobre la desnudez del cuerpo.Del olfato se ha escrito mucho (a bote pronto, ahí están El perfume, de P. Süskind, y el cuento de Italo Calvino del coleccionista de esencias en Los amores difíciles), pero carece de verdadero arte propio; entiéndase, se han fabricado infinidad de estractos con los que la televisión incita a cada paso la mala conciencia olfativa, o la sensualidad o el morbo, pero se trata de consecuciones que no contienen creaciones individuales.

Si bien se mira, el hombre tiene sobre la común animalidad, de modo primordial, además de la conciencia, la capacidad para sublimar lo que pasa por delante de sus narices haciendo artes posibles para todos los sentidos, salvo para el olfato, que sigue teniendo su regalo en lo natural y, si acaso, en lo artesano o en lo industrial, pero no en lo artístico.

Para el ojo son desde la pintura al cine, pasando por la literatura o la danza; para el oído, la música, el teatro, el cuento oral, el poema recitado, la ópera o el canto. Toda una tradición oral, literaria y práctica, muestra cada día que la gastronomía es el arte del gusto. Y no hará falta acudir a referencias y apreciaciones de las épocas y actitudes románticas para comprender que el tacto es el arte natural, pero educable, cultivable, que nos acerca y nos trasciende las sensaciones del amor y de los afectos, hasta el lamento más entusiasmado o la deserción más desanimada. Cada amor es un monumento al tacto. A los escépticos sobre las cualidades artísticas del tacto, y a los abstemios voluntarios u obligados de él, se les puede convencer sin mayor dificultad de que las estatuas se admiran palpándolas por los que así lo desean o no les queda otro remedio, como a los invidentes, y todos sabemos de la aspereza del tronco y de la delicadeza del pétalo al tocarlos.

Hay arte cuando se pueden corporeizar los sueños de los sentidos, desde un cuadro en el museo, o en la salita de estar, hasta una mano con que tentar o que te tiente mientras que sentir se pueda. Pero el olfato no; el olfato conecta directamente con la fugacidad, con la volatilidad y hasta con la volubilidad, porque una planta no huele siempre igual en el mismo balcón y el perfume del cuerpo amado pronto desaparece o se enturbia con el sudor de nuestro esfuerzo por rete ner el bien de su promesa. Hay flores siemprevivas, pero no olores imperecederos. Así es que habrá que ir a oler en la exposición de que hablaba al comienzo, entre otras cosas porque ha de ser lógicamente única: vayan ustedes a saber, a oler, qué perfumes tendrán los frascos en otra oca sión. O si nos acordaremos de ellos, porque ésa es otra: la caducidad de la memoria olfativa; a veces para nuestro bien.

José María Peña Vázquez es funcionario de Administraciones Públicas.

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