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Tribuna:ELECCIONES EN RUSIA
Tribuna
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Yeltsin saldrá por otra puerta

Tres formidables supersticiones han permitido que entre nosotros se haya abierto camino un apoyo indiscriminado a la figura de Yeltsin. Como es sabido, la más socorrida es la que, sin rubor, identifica al presidente ruso con la democracia: las acciones de Yeltsin se justifican, al parecer, porque en su persona se encarna el único de los tres poderes que, en la Rusia de estas horas, goza de legitimidad democrática. A los ojos de tantos, lo anterior es poco menos que una patente de corso que permite sortear leyes y comportarse a capricho. Pocos han tenido a bien apuntar, en cambio, la responsabilidad de Yeltsin -de sus devaneos y exabruptos- en la "ultramontanización" de la mayoría de sus colaboradores de antaño.Junto ala anterior ha ganado terreno una segunda superstición: la que, tras asociar a Yeltsin con la estabilidad de la Federación Rusa prefiere olvidar los inequívocos riesgos de la polarización que el presidente ruso alienta. Sólo los más ciegos pueden aceptar de buen grado semejante lectura de los hechos. En este caso no hay lugar, por lo pronto, para una "legítimación por la eficacia" como la que ofrecerían unas reformas de halagüeños resultados; el retorno de Gaidar confirma, muy al contrario, la ya de por sí activa lumpenización de muchas relaciones. Agreguemos la dramática desvertebración política, los vaivenes de un aparato presidencial sometido a agudas turbulencias, las confusas transacciones de Yeltsin con los poderes republicanos y su repentina afición por el terror de Estado, y estaremos obligados a concluir que se requieren grandes dosis de ironía para asociar su figura con una sólida garantía de estabilidad. Ya es curioso, por cierto, que algunos de nuestros transicionólogosno hayan caído en la cuenta de que el autócrata del momento no es precisamente la figura de consenso que buscan.

Se ha hecho notar, en fin, un tercer mito: la idea de que el presidente ruso se apresta a defender sin miramientos nuestros intereses (léase, claro es, los ole corporaciones transnacionales y maltrechos complejos militares). Una vez más se ignoran los movimientos, y los antecedentes, de Yeltsin y se repite un ingenuo error de análisis: al igual que sucedió con Gorbachov en el aciago otoño de 1990, cuando hay pruebas incontestables de que la política de Yeltsin no es la más deseable, se le exonera de toda responsabilidad al respecto, se cargan las culpas en otros hombros o se invocan, llegado el caso, los inevitables imponderables. Con semejante clave de análisis es fácil concluir que el presidente se ha visto obligado a aceptar, muy a su pesar, la extensión de la delincuencia económica, el activo intervencionismo militar en diferentes lugares de la periferia, los crecientes recursos destinados a la industria de defensa o, ahora, la iinpugnación de los términos del tratado de reducción de fuerzas convencionales.

Más inteligente parece concederle a Yeltsin, por el contrario, una responsabilidad directa en la gestación de procesos como los mencionados. Vitalii Trétiakov ha apuntado recientemente que la agonía del sistema político ruso se ha reflejado en los últimos meses en una lucha sin cuartel en el interior de cada uno de los poderes. Si el Parlamento estaba dividido, como lo estaban el Gobierno, el aparato presidencial y el propio Tribunal Constitucional, hay que convenir que también la cabeza del presidente se halla sometida a agudas fracturas, que unas veces le hacen jugar, en lo bueno y en lo malo, la carta de Occidente y otras le conducen a apoyar a quienes apuestan por la reconstrucción, en todos los terrenos, de fenecidos imperios.

Reconocer lo anterior es importante porque obliga a encarar de frente los problemas derivados de lo que se antoja muy posible: un ahondamiento de todas las crisis rusas. De producirse, Yeltsin, o un eventual sustituto, tendrá que optar entre la sumisión a Occidente, con sus inequívocas secuelas de tercermundización y control externo de los recursos, y un discurso nacionalista protector. Como quiera que en la figura del presidente sólo se ha hecho notar un proyecto político consistente -la adhesión a todo aquello que le permite mantener un poder incontestado-, hay razones para concluir que acabará por escorarse, mal que bien, hacia la segunda de las opciones reseñadas.

Las cosas así, bien puede suceder que en un futuro cercano Yeltsin encabece un régimen estructuralmente semejante -en sus formas, pero también en su designio planetario- al que se adivinaba tras muchas de las querencias de Rutskói y Jasbulátov, o, más lejos aún, de Yanáyev y Pávlov. Su voluntad de reproducir, una tras otra, las estructuras de poder y de control del PCUS no es, al respecto, un dato liviano en un escenario en el que se anuncian conflictivas las relaciones entre Yeltsin y un eventual Parlamento democrático. Una máxima de La Rochefoucauld -"a menudo sentiríamos vergüenza de nuestras más excelsas acciones si el mundo contemplase cuáles con las oscuras razones que nos han aconsejado acometerlas"- ofrece acaso un retrato cabal del comportamiento más reciente del presidente ruso.

En otras palabras, difícilmente se entenderá lo que sucede en la Federación Rusa de estas horas si se olvida que también en la figura de Yeltsin se perfila un compromiso con la reconstrucción de una potencia en la que los hábitos autoritarios y las marchas militares tienen tanta importancia como el aplastamiento de cualquier germen de sociedad civil independiente. Habida cuenta del talante y del talento del presidente ruso, ni siquiera esta perspectiva es, en modo alguno, una garantía de freno del activo proceso de tercermundización al que asistimos. Claro que, con el ritmo que las cosas van adquiriendo, tal vez no sea Yeltsin el encargado de optar, a la postre, entre una amarga dependencia y una incierta soberanía.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política y director del programa de estudios rusos del Instituto de Sociología de las Nuevas Tecnologías de la Universidad Autónoma de Madrid.

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