El acordeón
Hoy me ha parecido que los mendigos iban a dejar de ser cinematográficos. No es una burla de los mendigos. Tengo, qué duda cabe, mucho cinismo a mi disposición, pero no tengo tanto todavía, y tampoco creo, por cierto, que esta carencia me honre. Simplemente me ha parecido que ya no íbamos a poder efectuar esa especie de inversión por la cual la persona que toca el acordeón en el metro y nos acerca un vaso rojo de plástico pertenece a un mundo de dos dimensiones, sale de una pantalla para volver a ella, y sólo en ese intervalo la hemos visto.Por, el contrario, dentro de poco todos vamos a mirar al mendigo pensando que en cualquier momento viene y nos cuelga del cuello su acordeón. No es que él vaya a pretender cambiarse por nosotros, lo advierto porque hay mentes mezquinas que enseguida se preocupan y son capaces de agredir a los mendigos. No, seguramente sólo va a convertirse en mensajero del destino, igual que antes salía de una película.
Hasta que esto pase, como la culpa no ayuda y la mala conciencia tiene sus fundamentos detractores, nos queda, me parece, una posibilidad que voy a llamar orgiástica. Tiene que ver con esa frase olvidada: "Donde comen dos, comen tres". Y es que es ahora, precisamente ahora que hay dificultades económicas, ahora que este país se sabe, sin engaños, la periferia de un centro en crisis, es ahora cuando debería dar sin vacilaciones el 0,7% de su PIB para la ayuda a los países del Tercer Mundo.
Y si empieza a faltar un poco de abundancia en las rentas no pobres, precisamente esas rentas podrían generar una eclosión de socios de organizaciones no gubernamentales, un flujo de donaciones repentinas, un espectacular incremento del apoyo a los proyectos locales solidarios. Nada de caridad, nada que tenga que ver con las horrísonas navidades, sino quizá instaurar un tiempo en donde la tacañería esté considerada mucho peor que el colesterol para la salud, mientras que, se dirá, el desprendimiento adelgaza y la generosidad aligera el espíritu.
. No lo haremos. Como los pasajeros antes de una catástrofe, como una ciudad en un terremoto, querremos comprarlo todo, acumularlo todo, morir con la tripa llena. Y estaremos gordos cuando nos cuelguen el acordeón, gordos y almibarados. Y si no nos lo cuelgan, ni siquiera tendremos, como dijo Rambert en La peste, "vergüenza de ser el único en ser féliz".
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