Mañana de carnaval
Es difícil adivinar cuándo muere la noche o cuándo nace verdaderamente la mañana en este barrio. Porque apenas existe un alba, impregnado de neblina, de llovizna, de rocío en invierno, que parece postrarse sin remedio ante el poder de su propia hipnosis. Hace frío en el mundo, en la calle, en los patios; frío y silencio en Madrid, en febrero, mes de colores pardos. Una mujer tristona sale de un portal. Manipula algo en el interior de su bolso, se sube el cuello del abrigo y luego echa a andar envuelta en una nube de soledad. Pronto será vieja. Al otro lado de la calle, un portero canoso, mono azul y escobón en bandolera, asoma su rostro al cielo y retrocede alarmado ante la llegada de un hombre en gabardina. Sombra ágil que avanza rozando las fachadas: se detiene junto a una sucursal de Cajamadrid, extiende un brazo furtivo, y diez segundos después se escabulle con rapidez. "Viva Zapata", ha escrito junto al cajero automático. Abren una a una las cafeterías de la zona; las camionetas de reparto sueltan la prensa junto a los quioscos, se iluminan las ventanas, y súbitamente, como por encanto, varias personas caminan ya por la calle. Pero no hay complicidad en sus miradas, ni alegría natural a su paso, sino agobio e irritación, un gesto extraño, que se une a la bruma suspendida.
Avanza por momentos la mañana. El caos circulatorio se impone alrededor del mercado. Camiones y furgonetas de reparto buscan desesperados un hueco donde detenerse. Desde el noroeste, procedentes de Arturo Soria, y desde María de Molina y Velázquez, por el sur, irrumpen en manada los autobuses. Osos gigantes, uniformados, rugientes, numerados, abriéndose paso sin compasión entre otros automóviles y girando inverosímilmente en las esquinas más impracticables. Los semáforos no resisten. Cambian de color sin aliviar el tráfico, y las calles que vienen a morir a López de Hoyos amenazan reventar y estrellarse contra los edificios. Mantuano, Juan Bautista de Toledo y Suero de Quiñones derraman su flujo sin complejo alguno, convirtiendo el barrio en un ser frenético y ramificado. Y entonces, como un susurro en plena tempestad, varias furgonetas de capacidad media se introducen en la vorágine y aparcan con discreción en puntos estratégicos. Sus ocupantes, niños, mujeres y hombres, descienden y abren las puertas traseras. Se reparten cajas, consignas, bolsas, pesas manuales, y luego se dispersan en grupos de tres o cuatro. Son gitanos, gente fina, mercaderes de tomates y coliflores, trayendo al barrio filosofía y género fresco de temporada.
De un modo u otro van cumpliéndose los objetivos diarios. El caudal circulatorio disminuye hasta estabilizarse en un punto medio situado entre la congestión y la angustia, lo que permite a los conductores avanzar a la misma velocidad que los peatones, y en momentos especiales, incluso superarla. Las tiendas y comercios hierven de actividad. Una pareja de guardias municipales recorre las aceras, y a la plaza ha llegado el Visionario, un hombre alto y barbudo, raro, educado, personaje fijo en el lugar, cuya única
tividad consiste en pasearse arriba y abajo rezando el rosario y repartiendo estampas de la Virgen, Marilyn y Goofy, por este orden. A media mañana llegan las primeras palomas. Los viejos toman el sol invernal en los bancos. Neblina o polución, se preguntan mirando a los tejados. Y en ese instante, vuelven la cabeza. Gresca. Es un tendero del mercado, un frutero muy grande, enfrentándose a un gitano que vende lombardas. La actitud del tendero es violenta, insultante, cruel por momentos, jaleada por otros comerciantes que reclaman justicia ante la competencia desleal de los ambulantes. Pero el gitano no quiere guerra. No acepta la ofensa. Conoce bien a los payos, sabe que juegan con ventaja, y además, los municipales se acercan al lugar de los hechos con el ceño fruncido. Silbido de alarma a sus compañeros, caja de lombardas al hombro, y pies en polvorosa. No le cazarán. Se acerca la tarde. Cierran las tiendas, beben las palomas, pasea el Visionario entre los niños. Y se levantan los viejos. Porque es fácil para ellos saber con certeza cuándo muere la mañana, la nostalgia, el curso del tiempo, o cualquier otra cosa en este barrio.
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